por Lorenzo Peña
2003-03-10
Respetando plenamente su derecho de proferir esa consigna --o cualquier otra-- y dejando a salvo que escribo estas líneas sin deseo alguno de poner en duda el mérito y la rectitud de quienes lancen ese eslogan o se adhieran a él, he de añadir, sin embargo, que lo juzgo erróneo y hasta perjudicial para la lucha por la paz y la unidad del frente antibelicista.
Mis razones son éstas.
Y, en segundo lugar, ha de darse alguna razón para que proferir la consigna conduzca a algún resultado claro, o sea: la consigna, en el contexto, ha de tener un contenido indicativo del tipo de cosas que habría que hacer para evitar los dos términos conjuntamente excluidos.
Ni se ve qué haya que hacer hoy para oponerse (en las calles de Manila, Johannesburgo, Río de Janeiro o Berlín) tanto a Bush como a Sadán, porque lo que ahora está planteado es el inminente ataque de los EE.UU contra Mesopotamia, ataque para el que los EE.UU desean contar con la complicidad y colaboración del mayor número de países; es evidente qué hay que hacer contra Bush: pedir a los gobiernos que no secunden su agresión; no es evidente qué haya de hacerse contra Sadán, como no sea secundar la agresión de Bush; la consigna, pues, de tener algún sentido, algún contenido práctico, sería el de pedir a los gobiernos que ni secunden la agresión norteamericana ni dejen de secundarla.
No hacer algo ni dejar de hacerlo sólo significa, en la práctica, hacerlo a medias. Si tal fuera el propósito de los proferidores del eslogan (que no lo creo), habrían de decirlo sin rodeos y seguramente deberían añadir en qué medida juzgan que los gobiernos habrían de secundar la agresión estadounidense contra Mesopotamia.
Han sostenido guerras de intervención a favor de testaferros suyos en Vietnam, Laos, Camboya, Corea, Somalia, Líbano. Han instigado o favorecido a las sangrientas tiranías de Chile (golpe de estado auspiciado por Washington del general Augusto Pinochet en septiembre de 1973), Indonesia (Suharto en 1965, con medio millón de comunistas asesinados), Persia (1953), Guatemala (1954 contra el presidente Arbenz), Nicaragua, Honduras, El Salvador, el Congo de nuevo (asesinato de Lumumba e instalación y consolidación de la dictadura del general Mobutu), Paquistán (en muchas ocasiones) y muy verosímilmente en Tailandia, Bangla Desh, Argentina, Brasil, Liberia. Han armado a las fuerzas de guerrilla contrarrevolucionaria en Nicaragua, Angola, Mozambique, Mesopotamia. Han respaldado la agresión de Uganda y Ruanda contra la República Democrática del Congo (y lo siguen haciendo).
Por otro lado, en 1945, cuando el Japón, derrotado, pidió la paz, no se le concedió, sino que se le hizo una guerra sin cuartel hasta su rendición incondicional, que únicamente se produjo tras el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaqui.
En cambio, los EE.UU han hecho estallar armas nucleares --matando a cientos de miles de seres humanos; se han servido muchas veces del uranio vaciado, así como de armas convencionales de destrucción masiva (p.ej. bombas de racimo y de fragmentación), las cuales multiplican los estragos entre las poblaciones civiles ferozmente bombardeadas; han usado armas químicas en todas sus guerras recientes --con efectos duraderos para varios siglos, p.ej. en Vietnam--. Y tienen armas bacteriológicas, habiéndose divulgado alegatos, seriamente argumentados, no sólo de que las han arrojado contra Cuba --para dañar su agricultura--, sino también de que el SIDA y el llamado `síndrome tóxico' en España han sido resultados (seguramente no intencionados) de los experimentos estadounidenses en la preparación de la guerra bacteriológica.
No estipula ni reconoce la constitución estadounidense ningún derecho positivo (ningún derecho económico, social, cultural, etc).
Y sólo prohíbe los castigos crueles cuando éstos sean, a la vez, insólitos (Enmienda 8ª). Además, aunque prohíbe la esclavitud, exceptúa de tal prohibición (Enmienda 13.1) la que sea infligida como castigo penal.
La constitución de los EE.UU no reconoce ni el derecho de emigrar, ni el de cambiar de domicilio, ni el de asociarse, ni el de no ser condenado por un acto no tipificado legalmente como delito en el momento de su comisión, ni la presunción de inocencia, ni el derecho a no ser discriminado arbitrariamente (salvo, vagamente, como un derecho a una igual protección ante la ley, según la Enmienda 14.1). Incluso la inviolabilidad de domicilio recibe sólo un reconocimiento mínimo que deja muchos agujeros (Enmienda 5ª).
Pese a las sucesivas enmiendas, la vigente constitución estadounidense revela su pertenencia al bárbaro mundo del antiguo régimen, refractario al espíritu humanista de la Revolución Francesa de 1789, y todavía más reacio a la ampliación de los derechos humanos, con inclusión de los positivos, desde 1917, plasmada en la Declaración universal de los derechos humanos de 1949.
Por ello, es coherente con esa visión minimalista de los derechos humanos encarnada en la constitución estadounidense (exclusión total de los derechos positivos y parsimonioso reconocimiento de sólo unos pocos derechos negativos) el que, en todos los encuentros internacionales de los últimos años, los EE.UU hayan estado sistemáticamente en minoría de a uno a la hora de reconocer, o no, como derechos del hombre los de comer, tener una vivienda, disfrutar de cuidado a la salud, etc. En contra: los EE.UU; a favor, todos los demás países del mundo (aunque sea con la boca chica).
Hay dos criterios para apreciar la legitimidad de un régimen político. Uno de ellos --el extrínseco-- contrasta el ejercicio del poder con unas pautas universales. El otro --el intrínseco-- somete ese ejercicio a la prueba de la conformidad con las prescripciones constitucionales vigentes en el país de que se trate. Sean cuales fueren las pautas universales --si es que las hay o si llega a haberlas un día--, lo seguro es que, como mínimo, la legitimidad de un gobernante requiere que su nombramiento a la jefatura política de su país se haya efectuado según las reglas constitucionalmente vigentes en el mismo. Haya o no otras pautas universales, sí es una pauta universal la del respeto a las vías de acceso al ejercicio del poder que tengan vigencia en el ordenamiento jurídico interno del Estado. A tenor de eso, Sadán Juseín es un presidente legítimo, mientras que Jorge Bush no lo es.
Por todo lo cual, es errónea cualquier consigna que ponga en un pie de igualdad al agresor (los EE.UU, bajo el presidente Bush) y al agredido (Irak o Mesopotamia, bajo el presidente Sadán Juseín). A pesar de la recta intención de quienes la profieren, una consigna así pone en el mismo plano al verdugo y a la víctima. Una consigna justa, en este caso, es la de `¡Irak sí, yanquis no!'.