por Lorenzo Peña
2011-04-28
El 28 de julio de 1914 estalla la I Guerra Mundial con el ataque austro-húngaro contra Serbia. El gobierno de Madrid estaba presidido por el conservador Eduardo Dato, quien unos días después emitió una declaración oficial de neutralidad española en el conflicto.
Hoy --sin ser unánime-- está muy generalizada una visión de aquella conflagración como un choque entre ambiciones imperialistas (visión que, en el caso concreto de la tradición leninista, se ha querido reducir --un poco esquemáticamente-- a una disputa por el reparto colonial). No fue ésa la percepción que se tuvo en el momento.
Si bien el movimiento obrero y socialista llevaba años preparándose para el inevitable estallido bélico y advirtiendo que sería el inicio de una insurrección proletaria en aras de los ideales internacionalistas de paz y hermandad entre los pueblos,NOTA 1 en el verano de 1914 la gran mayoría de los políticos socialistas y casi todos sus parlamentarios votan a favor de la guerra, cada uno en su propio campo: los socialistas belgas, franceses, ingleses e incluso algunos rusos (generalmente, los mencheviques) apoyan el esfuerzo de guerra aliado, al paso que los socialistas austro-húngaros y alemanes respaldan los fines de guerra de la coalición de las Potencias Centrales.
Esa posición fue denostada como social-patriotismo o social-chovinismo por los internacionalistas, el más radical de los cuales será Lenin, cuyas tesis del derrotismo revolucionario fueron minoritarias incluso entre los adversarios de apoyar la guerra imperialista.
El 23 de mayo de 1915 el rey Víctor Manuel III de Italia declaró la guerra a Austria-Hungría, traicionando la palabra empeñada por la monarquía saboyana al haber firmado con Austria-Hungría y Alemania el Tratado de Triple Alianza; ya había constituido, en rigor, un incumplimiento del Tratado la decisión, tomada el año anterior, de no entrar en guerra junto a sus aliados austro-alemanes; pero, al menos, se cubrió con el pretexto de que la alianza era sólo defensiva.
En Italia apoyaban la guerra desde aspiraciones irredentistas (anexión de Trento, Trieste y Dalmacia) algunos socialistas disidentes de derecha, como Ivanoe Bonomi (quien ya había respaldado la agresión colonialista contra Turquía de 1911, gracias a la cual Italia se adueñó de Libia); sin embargo, estaba en contra la mayoría del partido socialista (formada por los «maximalistas»). Sólo que de esa mayoría se desgajó en 1915 uno de sus líderes más radicales y extremistas, Benito Mussolini, quien inició así un viaje que lo llevaría adonde sabe el lector. Ello debilitó al movimiento pacifista, pero éste también contó con el fortísimo apoyo del papado.
Y es que --frustrando las esperanzas del recién fallecido, el integrista Pío X, de infausto pontificado-- en septiembre de 1914 el sacro colegio cardenalicio elige papa a Benedicto XV; tratábase de monseñor Giacomo della Chiesa, licenciado en Derecho, arzobispo de Bolonia, recién elevado a la púrpura cardenalicia y antiguo secretario de la nunciatura apostólica en Madrid.NOTA 2
El nuevo Papa era, no sólo un hombre de leyes y, a fuer de jurista, un amante del Derecho, sino también un hábil diplomático y un ferviente y racional pacifista, que discretamente alentó la viva oposición del catolicismo italiano a la participación en aquella guerra de agresión y rapiña --que además para Italia fue militarmente desastrosa.
La campaña antibélica en Italia vino a conjugar así los esfuerzos de muchos socialistas, sindicalistas y católicos; siempre contó con un respaldo mayoritario de la opinión, que fue ampliándose a media que se agravaban los desastres de la guerra.
La Santa Sede, en una Nota del 1 agosto de 1917 enviada a los Gobiernos beligerantes, pide una paz negociada, sin vencedores ni vencidos, fundada en estos seis principios:
Quien conozca la historia --y, en particular, la del movimiento socialista y obrero-- hallará en tal propuesta insospechadas convergencias con los planteamientos internacionalistas, hasta el punto de que, con otro vocabulario, tenemos ahí un programa similar al que propondrá el gobierno bolchevique ruso en noviembre de 1917 (o sea, tres meses después) como salida al conflicto bélico mundial: la paz sin anexiones ni indemnizaciones, un anhelo que, desde tiempo atrás, venían expresando muchos socialistas --incluso una parte de los social-patriotas--.
Desde luego es sólo parcial la coincidencia entre ambas propuestas. No cabe duda de que ese plan pontificio de seis puntos encierra una contradicción --seguramente inevitable, pero que no ha de soslayarse-- entre los principios 4º y 5º; además, contiene un elemento de arbitrariedad, que es el tratamiento selectivo que otorga el principio 6º a unas cuantas «cuestiones particularmente espinosas», no viniendo catalogadas entre ellas las del Congo, Marruecos, Libia, Filipinas, Camerún o las posesiones occidentales en China. Pese a sus buenas intenciones, el Papa es un europeo eurocéntrico que se despreocupa de los países del Sur del planeta.
Ni la propuesta soviética ni la papal serán escuchadas. Además, Italia había exigido, en su tratado con los aliados de 1915, que a la Santa Sede se la dejara fuera de cualquier negociación diplomática relativa a la guerra. Era una cláusula oculta, que los bolcheviques van a revelar al mundo --a fines de 1917--, al publicar los tratados secretos de que se tenía constancia en los archivos de la Cancillería imperial rusa.
Si tal fue la evolución de los acontecimientos en Italia y en el Vaticano, la de Rusia --a la que ya he aludido-- siguió otro rumbo. Beligerante el Zar desde el primer momento del conflicto, su dinastía fue derribada el 16 de marzo de 1917 por una insurrección revolucionaria en la capital, Petrogrado (San Petersburgo).
Las nuevas autoridades de transición marcharon unos meses en la cuerda floja, gracias a un pacto de circunstancias entre tendencias incompatibles --socialistas más o menos pacifistas y monárquico-liberales deseosos de continuar en parte la política exterior del Zar.
Una nueva insurrección impondrá el 7 de noviembre de 1917 un gobierno bajo hegemonía bolchevique, que proclamó la República Soviética de Rusia. Fue entonces cuando ese gobierno, presidido por Lenin, lanza el ya mencionado llamamiento para una paz universal sin anexiones ni indemnizaciones. Recusado el plan por todos los demás beligerantes, Rusia optó por una paz separada con sus enemigos, Alemania, Austria-Hungría y Turquía, firmada en Brest-Litofsc el 3 de marzo de 1918, 51 semanas después de la caída de los Romanof.
Esos acontecimientos rusos tenían sus raíces. Una de ellas era la efervescencia que, en un sector no desdeñable de la militancia socialista --y sobre todo de las masas obreras--, fue paulatinamente atizando la prolongación del conflicto bélico con el horrendo cúmulo de desastres y sufrimientos que acarreaba. La primera manifestación internacional de tal descontento fue la conferencia de socialistas opuestos a la guerra, la cual congregó, en septiembre de 1915, en la ciudad suiza de Zimmerward, a representantes de corrientes antibelicistas del movimiento obrero de varios países beligerantes y de algunos neutrales --como Holanda, Suiza y Suecia--, pero ninguno de España. Y es que en España las cosas no se veían igual.
En España se vio la guerra --que caía un poco lejana-- con unas lentes deformadoras, prevaleciendo la imagen propagandística difundida por los anglo-franceses, en la cual Alemania aparecía como violenta, imperial y despótica y los aliados (concretamente Francia, la potencia aliada por antonomasia en la percepción española de la época) como países pacíficos, democráticos, progresivos, cultos y humanitarios.
Eso llevó a que la opinión pública se decantara a favor de entrar en guerra al lado de los anglo-franceses y contra Alemania. Tales puntos de vista eran mayoritarios entre los liberales --si bien hubo liberales, como Niceto Alcalá-Zamora, que estaban por la paz y la neutralidad. También un número de reaccionarios hacían campaña a favor de la entrada en guerra; entre otros, Ramiro de Maeztu, quien ya había iniciado una evolución ideológica que lo llevaría a abrazar el fascismo. NOTA 12
El hecho es que España ganó muchísimo con su neutralidad, que le permitió prosperar industrialmente gracias a la decisiva expansión de sus exportaciones. Mientras la guerra hacía estragos al norte de los Pirineos, España experimentaba un extraordinario avance económico, a la vez que en lo cultural continuaba progresando.
Sea por interés nacional, sea por convicción axiológica o por motivos afectivos --y quizá principalmente por apego a las orientaciones vaticanas--, se adherían a la opción neutralista los conservadores y mauristas, entre ellos otro futuro gran republicano, Ángel Ossorio y Gallardo. Desde el lado opuesto del espectro político-cultural, las bases obreras no sentían la más mínima inclinación a hacer la guerra, fuera por quien fuese, sino todo lo contrario.
Quienes militaron en la opción anti-bélica fueron considerados germanófilos. Y muchos lo eran. Entre ellos se encontraban Pío Baroja y Jacinto Benavente. Éste último fue colaborador de la revista anti-belicista Renovación Española.NOTA 3 Aunque una parte de su equipo se encontrará en el partido monarco-fascistizante homónimo de los años 30 (núcleo del Bloque Nacional de la ultraderecha), en la revista de 1918 había un poco de todo. Entre sus colaboradores figuraban: Luis Jiménez de Asúa, José Antón Oneca, Roberto Fernández Balbuena, Margarita Nelken Mansberger y su compañero Martín de Paúl.NOTA 4
Y es que, en realidad --según lo he señalado más arriba--, casi todas las sensibilidades políticas quedaron divididas por la grieta entre aliadófilos y germanóficos (más exactamente: entre belicistas y neutralistas).
El rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia eran aliadófilos,NOTA 5 pero la mayoría de la corte y de la nobleza no lo eran; la Iglesia profesó el neutralismo; pero, en cambio, militó en la aliadofilia el pretendiente carlista, D. Jaime de Borbón y Borbón-Parma [«Jaime III»],NOTA 6 mientras que era un ardiente partidario de la neutralidad --y, en el fondo, germanófilo-- el prohombre carlista, D. Juan Vázquez de Mella, junto con la gran masa de la comunión tradicionalista. Hasta el nacionalismo vasco se partió. Hubo, asimismo, socialistas en ambos bandos,NOTA 7 si bien la mayoría, inclinándose a la causa aliada, preconizó entrar en guerra.NOTA 8
Ése es el transfondo en el que hay que situar el posicionamiento de Jacinto Benavente. Para comprender mejor su postura, hemos de recordar qué países integraban sendas coaliciones. La de los imperios centrales abarcaba a Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria (dinastías de los Hohenzollern, Habsburgo-Lorena, Osmanli y Sajonia-Coburgo, respectivamente). La de los aliados abarcaba, al empezar 1917, tres repúblicas --las de Francia, China y Portugal (que se había unido al campo aliado en 1916)-- más siete monarquías: británica, belga, rusa, griega, rumana, serbia y japonesa. A la británica había que agregar los dominios de la corona inglesa: Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Suráfrica. Ese mismo año, 1917, el campo aliado se expande con la entrada en guerra de los EE.UU, al paso que la revolución rusa acabará desgajando a ese país del alineamiento bélico. Una comparación entre los dos campos tendría que computar sus méritos y deméritos en los diversos territorios bajo la jurisdicción de unos y otros así como los fines de guerra respectivos --tarea, ésta última, casi imposible, porque en realidad esos fines permanecieron indefinidos durante la mayor parte del conflicto.
Paloma Ortiz de Urbina, en su artículo «La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias: La imagen de Alemania en España a partir de 1914»,NOTA 9 cita estos pasajes del Manifiesto germanófilo, obra de Jacinto Benavente, publicado bajo el título de «Amistad germano española» en La Tribuna, el 18 de diciembre de 1915:
Jacinto Benavente escribió, ahondando en esas consideraciones:NOTA 10
Tales aclaraciones y otros pasajes, que he omitido aquí, indican que Benavente no profesa su germanofilia por motivos reaccionarios, por reverencia a las dinastías imperiales ni por culto nietzscheano a la fuerza viril --cual pudo ser el caso de Baroja--, sino por razones de cultura, progreso y justicia. Consideraba que:
Esta quinta razón, sin embargo, no era ningún motivo convincente para ser germanófilo. No se olvide, de todos modos, que, a efectos prácticos, la germanofilia de Benavente se limitaba a defender la neutralidad española y ni un paso más allá. Hasta donde tiene conocimiento el autor de estas páginas, ni Jacinto Benavente ni nadie en España preconizó nunca entrar en la guerra al lado de Alemania.
En su análisis Benavente opone ley y justicia. El respeto a la ley es, a su juicio, la consagración del orden constituido impuesto por el que, hasta el momento, era más fuerte. Cualquier movimiento revolucionario o de cambio social implica un enfrentamiento a la ley vigente, en aras de procurar un nuevo orden legal. Con otras palabras, para Benavente el legalismo es la prevalencia de los derechos adquiridos --adquiridos en virtud de una correlación de fuerzas que está cambiando.NOTA 11
Con esas consideraciones, Benavente aludía a los reproches dirigidos a Alemania por su conducta en la I guerra mundial, violando el derecho internacional público a través de actuaciones como la invasión de Bélgica, país neutral, y la guerra submarina. En su opinión lo que hay que apreciar es si las causas de la guerra son justas, por un lado y por el otro.
Benavente tiene a su disposición convicentes argumentos a favor de la tesis de que la guerra era injusta por el bando aliado (dado el cúmulo de agresiones y conquistas que habían perpetrado sus principales integrantes, política que no hacían sino continuar en 1914-18 por otros medios --usando la frase de Clausewitz). Pero no aduce buenas razones para sostener que fuera justa por el bando austro-alemán. Afortunadamente eso era secundario, porque lo que se debatía en España era si había que sumarse al campo aliado para hacer la guerra a su lado y contra la coalición austro-alemana. Las campañas de Benavente y muchos otros salvaron cientos de millares de vidas españolas, preservando, por entonces, a nuestra Patria de los horrores de la guerra.
No hay que olvidar que, cuando, en 1936-39, perpetren Alemania e Italia (enemigas una de otra en la I guerra mundial) su intervención conjunta en España --auxiliadas, en tal empresa, por las otras potencias occidentales (Francia, Inglaterra y USA)--, Benavente estará con el pueblo español, entre él y a su lado, frente al agresor fascista, mientras que unos cuantos de entre los aliadófilos de 1914-18 secundarán al atacante --desde Alfonso de Borbón Habsburgo-Lorena hasta Ramiro de Maeztu y Javier de Borbón-Parma.
[NOTA 1]
V. la novela de Louis Aragon Las campanas de Basilea.
[NOTA 2]
Pío X había desconfiado de Giacomo della Chiesa, relegándolo a Bolonia --casi como un destierro-- y rehusando hasta el último momento elevarlo a la dignidad cardenalicia. Y es que monseñor della Chiesa representaba una continuidad con lo que de renovador y sensible a las nuevas realidades había tenido el pontificado de León XIII.
[NOTA 3]
Renovación Española se publicó en el Nº 124 de la Calle Ancha de San Bernardo en Madrid durante el año 1918 [del 29 de enero (nº 1) al 3 de noviembre (nº 40)]. V. http://www.filosofia.org/hem/med/m037.htm. Su director fue Quintiliano Saldaña (1878-1938); contenía artículos de política, literatura, filosofía, pedagogía, arte, viajes, guerra, teatros, libros. (La suscripción anual costaba 10 pesetas).
[NOTA 4]
Martín de Paúl y de Martín Barbadillo escribe artículos antibelicistas polémicos: «Organos de aproximación: las ligas Hispano-alemanas» [1: 2-3] y [2: 3-4]; «La neutralidad de España» [4: 12-13]. La figura del economista y diplomático Martín de Paúl está hoy esfumada en el olvido; cuando, excepcionalmente, se le recuerda, es sólo como el hombre que unió su vida a Margarita Nelken, con la cual pudo al fin contraer matrimonio al poder divorciarse en virtud de la ley republicana de divorcio de 1932. Martín de Paúl pertenecía a una familia aristocrática andaluza y había sido cónsul en Berlín --raíz de su germanofilia--; posteriormente será cónsul de España en Amsterdam. Había nacido en Sevilla en 1887 y morirá exiliado en México en 1962, seis años antes que su mujer. Los de Paúl y los de Martín Barbadillo son linajes unidos por varios vínculos de parentesco y tienen figuras destacadas en diversos ámbitos de la economía y la política, generalmente del campo oligárquico (el futuro esposo de Margarita Nelken fue --por decirlo así-- la oveja colorada de la familia).
[NOTA 5]
El rey se jactó de su aliadofilia. Es bien sabido su condescediente aserto: «En España, los únicos francófilos somos yo y la canalla». También es ampliamente conocida la crítica que a tal afirmación dirigirá en 1924 el genial novelista Vicente Blasco Ibáñez (en su panfleto Alfonso XIII desenmascarado: Una nación amordazada. La dictadura militar de España, nov. de 1924 --folleto, que se conserva en la Hemeroteca Municipal de Madrid, editado por «Comité Central Pí y Margall Pro-República Española», México D.F., a 8 de Febrero de 1925). Blasco Ibáñez comenta así la frase regia: «`La canalla' éramos nosotros, los escritores, los profesores de la Universidad, los artistas, todos los españoles intelectuales que estuvimos al lado de los aliados desde el primer momento»; en su opinión el rey pensaba así: «las únicas gentes distinguidas eran la aristocracia ignorante y devota, el populacho campesino, reaccionario y feroz, que aplaudían los crímenes de la invasión alemana en Francia». Es dudoso que, si Alfonso XIII hubiera sido germanófilo --cual lo presenta Blasco Ibáñez--, hubiera pronunciado una frase como ésa, cuya grosería parece denotar sinceridad. Pero, al margen de tales consideraciones, están los documentos históricos, que parecen confirmar la tesis de la aliadofilia regia. Sobrepasa los límites de este ensayo ahondar en ese asunto.
[NOTA 6]
Jaime de Borbón y Borbón estaba carnalmente ligado, por su madre, a la casa ducal de Parma, que era aliadófila; de ella saldrá el futuro aspirante al trono Javier I, padre del pretendiente carlista-socialista Carlos Hugo de Borbón y Borbón. Eso, por sí solo, no explicaría la aliadofilia de D. Jaime, que tenía otras causas. De un lado, se había criado en Venecia, lo cual podía tal vez acercarlo a las opciones de la corona de Italia, en concreto las del rey Víctor Manuel III de Saboya. Pero, sobre todo, Jaime había sido oficial del ejército imperial zarista y guerreado en esas filas rusas contra la rebelión china de los Bóxers en 1900. (V. Jordi Canal, El carlismo, Alianza, 2000, p. 263.). Al estallar la guerra de 1914, se hallaba viviendo en Austria, en su palacio de Frohsdorf. Siendo oficial de un ejército enemigo --el ruso, en concreto--, el emperador Francisco José de Habsburgo le ofreció dos opciones: exiliarse a un país neutral o quedar internado en su castillo cual prisionero; optó por lo primero, viajando a Suiza, de donde regresó al año siguiente por una razón desconocida. Las autoridades austríacas lo tuvieron en semi-cautiverio --si bien con un cierto margen de libertad de movimientos-- hasta el fin de las hostilidades. Tal vez esa situación acentuó su adhesión a la causa aliada. (V. José Luis Vila-San Juan, Los reyes carlistas: Los otros Borbones, Planeta, 1993, pp. 178-179.) Pueden haber existido igualmente otros motivos personales, incluso despechos amorosos de un hombre que a la postre fue soltero toda su vida. Al fin y al cabo un soberano absoluto no tiene que dar cuenta a nadie de sus decisiones.
En nombre del pretendiente Jaime --y representando cabalmente sus opiniones, como más tarde se comprobó--, don Francisco Martín Melgar, conde de Melgar, escribió y publicó en París en 1915 el panfleto En desagravio, donde afirmaba: «Los que tenemos el alto honor de pertenecer a la nobilísima comunión carlista y de conservar el culto a sus tradiciones estamos obligados, más estrechamente que nadie, a trabajar contra Alemania» (Canal, op.cit., pp. 169-70).
Melgar fue mucho más lejos en su campaña de propaganda internacional a favor de la causa aliada y en vituperio de Alemania. El conde de Melgar era la figura más importante del partido carlista. Había nacido en Madrid en 1849. Alistado en el ejército insurrecto desde el estallido de la tercera guerra carlista, fue redactor de su publicación oficial, El Cuartel Real, y más tarde secretario y factotum del duque de Madrid durante muchos años. (Lo contará todo en su obra póstuma Veinte años con don Carlos [1940].) Por recomendación de Melgar estuvo ocupando largo tiempo la jefatura del partido en el interior su amigo y condiscípulo, Agustín Fernández Escudero, marqués de Cerralbo, grande de España. (Habían estudiado juntos en las Facultades de Filosofía y Letras y de Derecho de la Universidad Central, en los años 1864-68.) (V. la biografía del conde escrita por Juan Ramón de Andrés Martín en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia.)
Una vez liberado al acabar la guerra, Jaime confirmará plenamente las tesis de Melgar, dándoles su regia unción, con lo cual dejó anonadados a los muchos intelectuales y cuadros carlistas del interior que habían luchado por la neutralidad española en la guerra. El pretendiente los excomulga del carlismo en un manifiesto hecho en Biarritz el 15 de febrero de 1919 (v. Canal, p. 271). Tal pronunciamiento acabó de empujar a la escisión a una masa considerable de militantes tradicionalistas, encabezados por el único gran cerebro que tenía ese movimiento, el astur-gallego Juan Vázquez de Mella, quien mantenía desavenencias con Jaime de Borbón ya desde 1909 --el año de la muerte del duque de Madrid, o sea del inicio del reinado imaginario de Jaime--. El oficialismo jaimista, con Melgar a la cabeza, se apropia del periódico El correo español y demás prensa importante de esa obediencia doctrinal, así que los disidentes mellistas fundarán en Madrid en septiembre de 1919 El pensamiento español, órgano del nuevo Partido Católico Tradicionalista (Canal, p. 275).
[NOTA 7]
No me refiero con ello a Margarita Nelken --que tenía 20 años de edad al estallar la guerra--, quien siempre había sido de ideas socialmente avanzadas, pero no se afiliará al PSOE hasta comienzos de 1931. También la militancia socialista de Jiménez de Asúa se inicia a finales de la dictadura primorriverista.
[NOTA 8]
El socialismo español era --y siguió siendo-- ideológicamente flojo. V. de Paul Heywood Marxism and the Failure of Organised Socialism in Spain, 1879-1936, Cambridge University Press, 2003, y de Gerald H. Meaker The Revolutionary Left in Spain, 1914-1923, Stanford University Press, 1974.
[NOTA 9]
Revista de Filología Alemana (ISSN 1133-0406), 2007, vol. 15, pp. 193-206.
[NOTA 10]
V. http://recherche.univ-lyon2.fr/grimh/ressources/ejercito/cuestionmilitar19091923/191benavente.htm, documento del GRIMH (Groupe de réflexion sur l'image dans le monde hispanique).
[NOTA 11]
Quienes estén familiarizados con la lectura de los textos escritos durante aquella guerra por Vladimir Ilich Ulianof, alias Lenin, encontrarán similitudes entre los argumentos de Benavente y los de Lenin. Ambos adoptan un realismo histórico-fáctico antilegalista --en rigor anti-juridicista.
[NOTA 12]
Las divisiones entre los intelectuales españoles simpatizantes por uno y otro bando en la I guerra mundial las estudia F. Díaz Plaja en Francófilos y germanófilos, Barcelona: Dopesa, 1973. Sobre la actitud de la Iglesia, v. M. Espadas Burgos, «La iglesia española y la primera guerra mundial» en Iglesia, sociedad y política en la España contemporánea, El Escorial: La Ciudad de Dios, 1983, pp. 133-58.