Recuerdo del camarada Ángel Campillo
por Lorenzo Peña
mayo de 2018
Conocí personalmente al camarada Ángel Campillo en la conferencia de unificación de los tres grupos marxistas-leninistas españoles celebrada en el Teatro Alhambra de París, los días sábado 31 de octubre y domingo 1 de noviembre de 1964. (En realidad se prolongó hasta la mañana del lunes 2.)
Sin embargo, no guardo recuerdo alguno de su actuación en aquel encuentro. No es de extrañar. Veníamos de tres grupos distintos (en seguida lo aclararé), sin haber tenido previamente conocimiento unos de otros. En el torbellino de ese par de días, con unos 30 camaradas reunidos (diez por cada organización que se integraba en el nuevo partido), era difícil fijarse personalmente en unos u otros, salvo los poquitos que destacaron, principalmente por su acrimonia recíproca, que ya presagiaba la disensión.
Hasta ese momento, habían seguido rumbos muy diferentes nuestras trayectorias --hablo del camarada Ángel Campillo y de la mía; aunque había habido alguna coincidencia, que más tarde descubriremos.
Ángel era un hombre de extracción humildísima, perteneciente a la clase obrera desde su nacimiento, con fortísima conciencia proletaria --que, en su caso, era, a la vez, una conciencia, ¡digamos!, ideológica (una adhesión doctrinal, como podía suceder en mi caso), pero también una autoidentificación, un hondo sentimiento de pertenencia al gran colectivo llamado a ser el protagonista histórico del combate por el comunismo.
Por el contrario, mi extracción, si bien económicamente era la de una clase media baja, culturalmente (por circunstancias biográficas de mis padres) correspondía, no digo a una élite (puesto que ninguno de mis antepasados había cursado estudios universitarios ni desempeñado ninguna profesión intelectual), pero sí a un sector de la población con un nivel elevado de conocimientos y de interés por lo que podemos llamar «la cultura culta», quedando así yo, desde mi infancia, integrado en una capa social culturalmente privilegiada, para la época (si bien de eso sólo me he percatado tardíamente; en mis años mozos no tenía conciencia de que así fuera).
Ángel, después de trabajar y sufrir en España, había emprendido la vía de la emigración en Francia, donde siguió trabajando y sufriendo, pero también se formó intelectualmente, gracias a una prodigiosa capacidad autodidáctica, con un esfuerzo hercúleo.
Como resultado de ese heroico empeño y de sus grandes dotes, llegó a poseer un conocimiento muy amplio del marxismo-leninismo, pero también de la historia del movimiento obrero, sobresaliendo --si vamos al contenido, no a las formas de expresarse-- muy por encima de la gran mayoría de los militantes comunistas, incluso de quienes eran o éramos de extracción culturalmente más aventajada. Sólo que su gran modestia, por un lado, y su manera de expresarse, por otro, determinaban que no se apreciara fácilmente esa amplitud suya de conocimientos, que solía pasar desapercibida cuando no desdeñada por quienes atendían más a la forma que al fondo.
El camarada Ángel Campillo se había afilado al Partido Comunista de España, PCE. Su absoluta entrega revolucionaria, su amor al proletariado, la firmeza de sus ideales comunistas, su don de gentes, su capacidad organizativa le habían granjeado un meredcido ascenso en la escala de cuadros del PCE.
Al producirse el cisma chino-soviético --en 1962-1963--, Ángel abrazó la línea pequinesa. Entonces encabezó la formación de uno de los tres grupos marxistas-leninistas que surgieron, el llamado MOR (por su periódico, Mundo obrero revolucionario). Ahora bien, dadas su modestia y su absoluta falta de ambición, entendió que su preparación ideológica y teórica era insuficiente para esa tarea, por lo cual se juntó con un personaje extraño y curioso, un tal Bliz (creo que residente en Suiza, aunque no estoy seguro de ello); fue ese hombre, por entonces, de unos 30 años, con algunos estudios universitarios o similares --posiblemente--, quien se erigió en máximo líder de esa formación (gracias al autoeclipse de Ángel Campillo). (Desconozo la trayectoria y los méritos del tal Bliz. Fue funesta su actuación en los encuentros de unificación de los tres grupos; creo que poco después se esfumó.)
El dirigente de verdad de MOR era el camarada Ángel. Fue éste quien aglutinó a organizaciones de base obrera desgajadas entonces (comienzos de 1964) del PCE en varios puntos de la emigración española en Europa, principalmente en Francia y en Bélgica.
Las tareas del camarada Ángel Campillo en el grupo MOR eran --he entendido después-- las de secretario de organización, porque él era esencialmente eso: un organizador, un reclutador de militantes, un líder que impartía instrucciones a los comités locales para intensificar y mejorar el trabajo, el estudio y el debate ideológicos y la labor de propaganda, para infundir entusiasmo y firmeza, para solventar disensiones, para ampliar el radio de acción e incentivar el reclutamiento de nuevos militantes (proselitismo).
Todo eso lo asumirá más tarde en el PCEml después de que éste se constituya, a fines de 1964, como fruto de la fusión de los tres grupos que se habían formado independientemente uno del otro.
En paralelo con esa acrisolada trayectoria del camarada Ángel Campillo, la mía era paupérrima a la altura de octubre-noviembre de 1964, cuando yo acababa de cumplir 20 años de edad. Ya he hablado de mi extracción de clase. En octubre de 1960 había iniciado mis estudios universitarios al cumplir 16 años; de no ser por la actividad revolucionaria, los habría terminado en 1965.
Me afilié, yo también, al PCE en febrero de 1962. En paralelo con la opción del camarada Ángel, yo abracé igualmente la línea pequinesa en 1963. Lo que me señaló entonces --marcando mi destino-- fue el concurrir a la asamblea de estudiantes e intelectuales comunistas de Arrás en julio-agosto de 1963, siendo, en aquella multitudinaria reunión, el único que se enfrentó a Santiago Carrillo, a Federico Sánchez (Jorge Semprún) y a Fernando Claudín, defendiendo las tesis chinas, así como cuestionando la línea carrillista de reconciliación nacional, su idea de una transición pacífica en España (vía parlamentaria en un país sin parlamento) y su plan de una convergencia con sectores de la propia oligarquía financiera y terrateniente. Sin méritos por mi parte, aquel enfrentamiento me erigió en ideólogo del prochinismo.
Ese papel tuve que asumirlo. Yo no lo había buscado. Sólo que, una vez endosado, me propuse desempeñar esa tarea con ardor y tesón, estudiando a fondo toda la obra de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao, junto con muchas otras de la tradición marxista-leninista ortodoxa (Dimitrof, José Díaz etc).
Fui yo el iniciador y orientador de la decisión mayoritaria de la organización estudiantil madrileña del PCE de separarse de ese partido entre diciembre de 1963 y enero de 1964. Cometimos el error de integrarnos en un grupo hasta ese momento inexistente (salvo sobre el papel), que publicaba el periódico Proletario. Una vez formado el comité local del nuevo grupo, quedé yo designado miembro del mismo y paulatinamente fui alcanzando el rango oficioso de ideólogo de dicho grupo (no sólo a escala local).
Reflexionando sobre el asunto años después, pienso que Ángel Campillo y yo fuimos los únicos que aportamos militancia (salvo casos aislados) a las filas prochinas o marxistas-leninistas; él aportó esas organizaciones obreras de la emigración; yo, la mayoría de la organización estudiantil madrileña (no toda ella). Su aportación fue el núcleo o la base del grupo MOR. La mía fue lo único organizado del grupo Proletario.
Un poco después, hacia la primavera de 1964, se formó una tercera organización en Ginebra, la «Oposición Revolucionaria del partido comunista de España», cuyos líderes eran el matrimonio de Marcelino Fernández, alias Suré, y Benita Ganuza, alias Helena; publicaba el periódico La Chispa y será conocida bajo esa denominación. También ese grupo aportó una militancia obrera emigrada; pero pronto esa base se irá disolviendo como azucarillos en el agua por la conyunción de tres factores: las cómodas condiciones de la emigración en Suiza; el estatuto social más aventajado de esos militantes (digamos que como de aristocracia obrera); y las disensiones conyugales y políticas entre los dos líderes.
Según avanzaba el año 1964, entre las dos organizaciones de MOR y La Chispa empezó a surgir una cierta afinidad, mientras que --por causas que desconozco-- Proletario había quedado marginado.
La distancia se superó cuando el domingo 4 de octubre de 1964 se reunieron en París dirigentes de las tres organizaciones marxistas-leninistas; según el breve comunicado que emitieron, en esa reunión habían procedido a fusionarse, integrando un nuevo partido unificado, el Partido Comunista de España (marxista-leninista), o PCEml.
Recalco el verbo «han procedido». No es que hubieran decidido fusionarse, sino que efectivamente habían llevado a cabo la fusión. Desde luego puede cuestionarse si estaban facultados para ello; pero nuestras tres incipientes organizaciones estaban afectadas por precariedad; no eran más que esbozos; no creo que ninguna de las tres tuviera ni siquiera unos Estatutos ni una línea política ni un programa. Conque bien puede pensarse que tampoco había impedimento alguno (estatutario u otro) que prohibiera a esos camaradas reunidos aquel 4 de octubre en París hacer lo que hicieron: en ese mismo acto poner fin a la existencia de tres organizaciones separadas para crear una nueva, el PCEml, a la cual perteneceríamos cuantos estábamos hasta ese momento militando en uno u otro de los tres grupos.
Esa fusión o unificación había que concretarla. Para ello justamente se convocó la conferencia del teatro Alhambra, con 30 delegados, todos indistintamente militantes del nuevo PCEml, pero oriundos, a partes iguales, de las tres organizaciones que se acababan de unir.
Y así vuelvo a aquel encuentro en el que Ángel Campillo y yo nos conocimos. Desgraciadamente, sin embargo, nada más acabarse la conferencia, se formó una fracción disidente (descontenta del giro de los debates o del resultado de la elección del comité central, en el cual seguramente habrían deseado mayor peso); estaba encabezada por el ya mencionano Suré, a quien se juntó Bliz. La militancia procedente de MOR fue arrastrada a esa fracción.
Pero las bases clamaban por la unidad. Por eso --y gracias a la fortísima presión ejercida por el PC belga prochino, dirigido por Jaques Grippa-- Suré y Bliz tuvieron que dar su brazo a torcer, aceptando celebrar --en Bruselas, en diciembre de 1964-- un pleno ampliado y reunificativo del comité central.
Los criterios de selección de los asistentes debieron de ser vagos y discrecionales. El hecho es que en seguida se vio que la abrumadora mayoría de los reunidos apoyábamos la unidad. Suré, Bliz y alguno más se escindieron, haciendo rancho aparte, para erigirse en un grupo al cual llamamos «los oportunistas sin principios»; era insignificante, pero tuvo el reconocimiento del P.C. chino. En la práctica del trabajo militante nuestros camaradas nunca se toparon con ellos: ni en los barrios, ni en las fábricas, ni en las facultades.
Fue muy amargo para nosotros que los camaradas chinos, a quienes tantísimo admirábamos y estimábamos, otorgaran su reconocimiento a una organizacioncita disidente, cuyas tesis eran un montón de aberraciones y desvaríos, y cuyos jefes eran meros arribistas. Fue el primer aldabonazo de la atormentada relación entre nuestro PCEml y el PC chino, jalonada por la mutua desconfianza y por la displicencia china, que no pudo aplacar la obsequiosa actitud de alguno de nuestros dirigentes --en particular de la ya mencionada Helena Ódena (Benita Ganuza).
En el Pleno Ampliado de Bruselas de diciembre de 1964 Ángel Campillo jugó un gran papel; ya allí y entonces quedó destacada para mí su figura. También yo estuve muy activo en esa reunión. Bastantes otros camaradas se mostraron dinámicos, teniendo en el encuentro mayor o menor protagonismo. Pero mi apreciación del camarada Ángel arranca de aquel momento.
Entre ese Pleno de diciembre de 1964 y la caída del camarada Paulino García Moya en Madrid el 3 de abril de 1966 media un período muy convulso de la vida del recién nacido PCEml: una escisión trosquista que se llevó a la mayoría de los estudiantes madrileños; disensiones en el propio comité ejecutivo y autoexclusión de dos de sus miembros; una actuación del camarada Paulino que hacía de él, en la práctica --aunque sin venir avalado por ninguna decisión oficial--, el indiscutible jefe fáctico del partido; un jefe de abnegación absoluta, pero cuya experiencia política tenía graves insuficiencias y, sobre todo, con creciente tendencia a obrar por su cuenta (como lo hizo emprendiendo en secreto el viaje al interior que se saldó, desgraciadamente, por su detención y su encarcelamiento).
Durante aquel lapso de quince meses yo había pertenecido al comité ejecutivo y, desde la primavera de 1965, también al secretariado del comité central; en la práctica apenas funcionaban los órganos colectivos. En algún momento, el camarada Ángel Campillo fue cooptado al comité ejecutivo. En cambio, Helena sólo era miembro del central (nadie había propuesto su candidatura para el ejecutivo); su nuevo compañero, Raúl Marco (pues por entonces Helena se divorció de Suré) era, él sí, miembro del ejecutivo; pero Paulino desconfiaba profundamente de ambos, de quienes tenía mala opinión; por lo cual en la práctica esa pareja estuvo apartada de la toma de decisiones y de las labores directivas la mayor parte de aquel período de quince meses.
La caída de Paulino en abril de 1966 fue un terremoto y una calamidad para una organización como la nuestra, exigua y ya azotada por las turbulencias que acabo de señalar. Parecía el golpe final. Teníamos que optar entre darnos por vencidos o continuar reorganizándonos.
Fue el camarada Ángel Campillo quien tomó la iniciativa. Vino a verme a la buhardilla donde yo pernoctaba; yo estaba hundido y desconcertado. Me propuso que nos reuniéramos con Helena Ódena y Raúl Marco y, junto con ellos, reorganizáramos la dirección.
Así se hizo. De golpe Helena pasó al ejecutivo y al secretariado. Raúl siguió en el ejecutivo, pero ahora con tareas efectivas (hasta ese momento era miembro nominal). Se formó un nuevo consejo de redacción de nuestro periódico, Vanguardia Obrera y sacamos también una publicación teórica, Revolución Española.
Gracias principalmente al trabajo de Ángel Campillo, se llevó a cabo, en la medida de lo posible, una reorganización de comités locales en el interior y en la emigración, tratando de darles impulso renovado. Celebramos en París unos cursos de cuadros. Parecía un milagro que, cuando habíamos quedado destrozados y desbaratados, pudiéramos seguir adelante, aun siendo tan pocos.
Sin embargo, el ejecutivo era poco funcional. A los camaradas que he mencionado he de agregar otros dos que también fueron cooptados y se encontraron en París: Manolo y Matías. Poco después, el primero de ellos abandonó nuestras filas nada más regresar de un curso de formación ideológica en China. (Creo que eso les sucedió a la mayoría de quienes fueron seleccionados para tales cursos; el estilo o las ideas que les inculcaban los camaradas chinos los volvían inadaptados para nuestra propia militancia --lo cual indica que, bajo la superficial coincidencia ideológica, existía un abismo entre las posiciones chinas y las nuestras.)
El ejecutivo se reunía --creo recordar-- cada fin de semana en París (tal vez sólo cada dos semanas). Pero a lo largo de seis días de la semana (o de 13 días de la quincena) no había órgano alguno que pudiera despachar los asuntos, muchos de los cuales no admitían demora.
En ese bienio, entre la primavera de 1966 y la de 1968, Ángel Campillo y yo (los dos «Migueles», porque ambos compartíamos el nombre de guerra «Miguel») formamos un dúo, unidos como piñones de una piña. Éramos uña y carne. Nos veíamos casi todos los días.
Ángel Campillo era estricto y me regañaba a veces, pensando --con razón-- que yo carecía de sentido práctico, que tenía una visión demasiado idealizada de los militantes y del ser humano, que no me percataba de las debilidades y que subestimaba las dificultades. Todo eso era verdad.
Sin embargo, cada uno confiaba plenamente en el otro. Difícilmente puede imaginarse un equipo de dos camaradas más unido, más compacto, más al unísono. La nuestra no era amistad en el sentido usual de la palabra; sólo nos veíamos para hablar de temas del partido, para adoptar decisiones; la relación no era del todo simétrica, pues era más bien él quien me encomendaba tareas a mí. Aun sin ser exactamente una amistad, fue la nuestra una relación solidaria e intensísima de compenetración, de mutuo afecto y trabajo conjunto.
Ángel Campillo era el secretario de organización del PCEml. Yo era oficiosamente el ideólogo y principal propagandista del partido. Me confió varias tareas de organización. P.ej., teníamos en Bélgica una organización de base díscola, soliviantada, que andaba agitada en disensiones internas y se manifestaba en pronunciamientos hostiles a la dirección. (En especial no tragaban ni a Raúl ni a Helena.) Ángel se las veía y se las deseaba para poner orden en ese avispero y me mandaba a mí, por si mi diplomacia, mi paciencia y mis dotes persuasivas pudieran surtir efecto. Lo surtían, pero, al cabo de unos meses, las cosas volvían a tensarse.
Por otro lado, durante algún tiempo (creo que entre comienzos o mediados de 1967 y junio de 1968) tuve que desempeñar (sin entusiasmo) el cargo de secretario político del comité de la organización local parisina del PCEml; en realidad hubo, sucesivamente, dos composiciones diferentes, dos comités, si bien yo estuve al frente de ambos. También en esa tarea dependía, naturalmente, de la dirección y supervisión del camarada Ángel Campillo. (Ese cargo será para mí una fuente de frustraciones y sinsabores; fue particularmente agobiante y tormentoso tener que asumirlo en medio de los acontecimientos del mayo francés de 1968 --al cual de referiré más abajo--.)
Por otro lado, Ángel me consultaba muchas decisiones de orden organizativo, aunque no todas. Tenía por principio que él asumía una misión y, mientras no fuera relevado de ella, a él solo le incumbían los detalles de cómo la desempeñaba.
Aquello en lo que más estrechamente colaboramos fue la labor de formación política de cuadros o militantes del interior que pasaban por París, llamados por él. Unos para enfriarse, habiendo sufrido algún seguimiento o persecución policial. Otros por otra razón. Ángel era el responsable que los recibía, les impartía consignas y los orientaba. Pero, durante su estancia en París, él consideraba que debía administrárseles asimismo una formación político-ideológica, encomendándomela a mí.
Era un período de penuria extrema. No teníamos dinero ni para reunirnos en cafés. Muchas de aquellas sesiones de formación política tuve que desarrollarlas en bancos al aire libre (cuando el tiempo lo permitía) o en una estación de metro.
Por otro lado, algunas de las tareas (digamos «diplomáticas») que yo desempeñaba le interesaban escasamente al camarada Ángel. Me refiero a los contactos con organizaciones políticas españolas no comunistas pero sí antifranquistas (como el grupo republicano de izquierda «Política»; los republicanos oficiales de ARDE y su líder, el presidente de la república en el exilio, D. José Maldonado; el minúsculo grupúsculo de D. Julio Álvarez del Vayo; en dos únicos encuentros infructíferos, ETA). Tampoco participó él en la labor --que emprendí yo en solitario-- de cortejar a la organización «unión de marxistas-leninistas de España», recién desgajada del PCE y que, a fines de 1969, ingresará colectivamente en el PCEml.
Todo eso se explica porque, según ya lo he dicho, su tarea era la organización de nuestro partido, lo cual no quita para que también él llevara contactos por separado, principalmente con diversos círculos franceses --pensando, sin duda, que ellos podrían brindarnos un apoyo práctico.
Quizá por razones no del todo coincidentes, ambos sentíamos cierta repulsa hacia esa intelectualidad «izquierdista» (la «gauche divine»), entonces de moda en el Barrio Latino (la «rive gauche» del Sena), particularmente hacia los discípulos de Louis Althusser, la unión de juventudes marxistas-leninistas, que se metaformosearán después en la «Gauche prolétarienne», casi todos cuyos líderes acabarán en el anticomunismo más extremo y virulento, integrándose --cómoda y suculentamente-- en la élite político-intelectual de Francia. Con ese grupo, en cambio, guardaba contactos reservados, e intensos, la camarada Helena, a quien le causaba un intenso placer esa relación (de la cual en la práctica poquísimo o nada se obtuvo); entiendo que eso halagaba su ego, su megalomanía, correspondiendo a su visión embelesada de un sector social distinguido al cual le hubiera gustado pertenecer.
Como ya lo he señalado, se extiende un par de años (de la primavera de 1966 a la de 1968) el fructífero e intensísimo trabajo conjunto de los los Migueles. Creo que fue en 1968 cuando decidimos adoptar nuevos nombres de guerra. El mío será «Julio»; pero nadie me llamará así, sino «Miguel» o «Miguelín». El suyo será «Eduardo», abreviado en «Edu».
Fueron dos los factores que relajaron nuestra estrecha relación desde la primavera de 1968 hasta la caída del camarada Ángel Campillo en manos de la policía (primero la francesa, luego la franquista a la cual fue traicioneramente entregado).
El primero de ellos fue la creación de la comisión de organización, que él encabezaba, pero de la cual formaban parte también Raúl y Matías. (No recuerdo si otros dos camaradas se incorporaron a ella entonces o, más probablemente, tras la caída de Ángel.) Cuándo se formó la comisión no lo recuerdo, pero inicialmente debió de tener escasa actividad, porque justamente Ángel consultaba principalísimamente conmigo y me encargaba tareas organizativas delegadas. Conjeturo que desde 1967 la comisión fue asumiendo más trabajo, de suerte que Ángel pasó a colaborar más estrechamente con Matías, quien también vivía en París. Confiaba en Matías, sin ignorar sus defectos; pero apreciaba su alegría, su estusiasmo, su carácter dinámico, expansivo y resuelto.
El segundo factor fue un desacuerdo que nos separó en lo tocante a los acontecimientos del mayo francés de 1968. Mi tesis era la de que tales acontecimientos no constituían una revolución, sino un cúmulo de dispares movimientos de protesta de diversos sectores sociales que no estaba llamado a desembocar más que en algunas reformas, no existiendo en Francia, para nada, condiciones, ni objetivas ni subjetivas, para una revolución --ni para una convulsión que se acercara a ser revolucionaria, o sea a hacer tambalearse el poder de las clases dominantes.
Además yo miraba con recelo un movimiento cuyo efecto inmediato fue poner punto final a los conatos de independencia del gobierno francés, encabezado por el general de Gaulle, con respecto a la hegemonía del imperialismo yanqui (gracias a lo cual habíamos gozado en Francia de una tolerancia fáctica).
Pero, sobre todo, según mi punto de vista, nuestra propia tarea, como revolucionarios españoles, era hacer la revolución en España. A ella nos debíamos, a ella habíamos consagrado nuestras vidas y sólo éramos responsables ante el pueblo español, no debiendo distraer nuestras limitadas energías --ni comprometernos-- mezclándonos en asuntos políticos de otros países.
Para el camarada Ángel Campillo, eran ésas unas consideraciones abstractas. Independieentemente de tales disquisiciones, lo que estaba ahí, en la calle, era el movimiento de masas. «Estamos aquí tranquilamente reunidos y el mundo está ardiendo», profirió en una reunión del comité ejecutivo. Además, los marxistas-leninistas éramos internacionalistas, por lo cual esa consagración absoluta y exclusiva a un solo pueblo, el nuestro, había de supeditarse a la solidaridad internacional de los trabajadores. Seguramente pensaba también que, lejos de distraernos de nuestra propia lucha, participar activamente en los movimientos franceses podría granjearnos ulteriores contactos que, indirectamente, fueran un sostén para nosotros.
Huelga abordar aquí la cuestión de quién llevaba razón. Nuestra discrepancia nunca cobró el carácter de una pugna ideológica o de un enfrentamiento político. Ni siquiera fue expuesta explícitamente --ni por el uno ni por el otro-- en los términos rotundos que acabo de emplear en los dos párrafos precedentes. Era un desacuerdo larvado, expresado con medias palabras o insinuaciones. Por lo demás, los restantes miembros del ejecutivo compartían la opinión del camarada Ángel Campillo; yo era el único discrepante.
Hacia finales del verano de 1968 celebró el ejecutivo una larga sesión, a modo de seminario, en la casa que había comprado Helena en una localidad montañosa del Franco Condado y a la cual llamábamos «Echegorri» («casa roja»). Allí debatimos una reelaboración de la línea política y del programa y discutimos un folleto sobre las nacionalidades cuya redacción se me había encomendado (y que saldrá publicado después en una versión amputada y aguada).
En el otoño de 1968 creo que ya no tuve contactos muy frecuentes con el camarada Eduardo. Ya no formábamos ese dúo inseparable en constante trabajo conjunto. Yo me concentré más en las tareas ideológicas y propagandísticas, aunque creo que, de vez en cuando, Ángel seguía encomendándome labores de formación de camaradas que estaban de paso en París.
La caída del camarada Ángel Campillo, a comienzos de 1969, fue la segunda gran tragedia del PCEml, después de la que había sufrido Paulino en abril de 1966. En realidad fue mucho más grave.
Tras la caída de Paulino, ciertamente, se produjo el ascenso fulgurante de Helena al ejecutivo y al secretariado. Pienso que fue un hecho muy lamentable en la historia del PCEml. ¿Qué aportaba Helena? Nunca oí hablar de que hubiera realizado antes trabajo alguno como organizadora, ni en el PCE ni en el grupo «La Chispa»; o sea, nunca tuve noticia de que poseyera una experiencia de proselitismo, distribución de propaganda o trabajo entre las masas. Llevaba muchos años viviendo entre el funcionariado internacional de Ginebra; sus contactos con la base obrera debían haber sido escasos. Obviamente tampoco había tenido jamás una actividad universitaria de ningún género (por mucho que la encandilara el relumbrón de la gente con estudios superiores --que ella no había tenido ocasión de cursar). Desde el punto de vista ideológico-político, su formación era superficial, como una sarta de eslóganes y un cúmulo de lecturas por encima, mal asimiladas. Su carácter personal era altivo, glacial. (De hecho su pertenencia a la dirección se convirtió en una rémora; ella suscitaba el rechazo de muchos militantes y cuadros; varios de quienes abandonaron nuestras filas y se sumaron a grupos disidentes adujeron, entre otros motivos, su incompatibilidad con la camarada Helena.) Su ambición no conocía límites. Su egolatría era una adicción que, a la postre, resultó funesta para todos, incluso para ella misma. Lo peor era su tendencia al ultraizquierdismo, un ultraizquierdismo rayano en el trosquismo. (Había rehusado leer nada de Trosqui para no caer en la tentación.)
El camarada Ángel tenía mala opinión de Helena y de su compañero Raúl. Dudaba de su probidad, de su integridad moral, de su adhesión sincera a la causa proletaria, viendo en ellos, más bien, personas que aspiraban a trepar y encaramarse. Nunca me lo dijo en esos términos, pero un número de frases que intercambiamos en nuestros años de compenetración daban claramente a entender tales sospechas.
Yo era más indulgente; no me gustaba hacer conjeturas sobre la interioridad de los camaradas. Eso sí, en cambio, a mí me irritaban y me afligían enormemente las tendencias ultraizquierdistas de Helena, de cuya prevalencia temía una calamidad para el partido. ¡Tanto habíamos luchado por la pureza de la ideología marxista-leninista --distante no sólo del revisionismo, por la derecha, sino igualmente del trosquismo, por la izquierda-- que resultaba deplorable que, a la postre, acabáramos en una postura muy escorada a esta segunda desviación! (Además, al hacerlo, le dábamos la razón a Carrillo, quien desde 1964 nos había tildado de ultraizquierdistas.)
Ahora bien, mientras Ángel estuvo en el ejecutivo y el secretariado, Helena se hallaba en minoría (pese a que, incluso en minoría, lenta y astutamente iba labrando su ulterior supremacía, al arrogarse de hecho potestades que nadie le había confiado).
La caída de Ángel no sólo fue uno de los acontecimientos más tristes de mis años de militancia (significando para mí como la caída de un hermano), sino que, además, perturbó el equilibrio hasta ese momento existente en la dirección del partido. Raúl vino cooptado al secretariado y nombrado secretario de organización del PCEml. O sea, desde comienzos de 1969 Helena tenía en sus manos la mayoría del secretriado y del ejecutivo, las relaciones con los camaradas chinos (aunque no sirvieran de nada), la secretaría de organización del partido y la voz cantante en Vanguardia Obrera. Aun así, no dio un golpe de timón inmediato.
El giro a la ultraizquierda lo va entonces a planificar Helena para realizarlo por estadios consecutivos, consumándose en el I congreso del partido, en Italia, en 1973.
Entre tanto, yo seguí, en teoría, ostentando los mismos cargos, siendo miembro del ejecutivo y del secretariado y redactor de los principales documentos del partido. Pero, tras el viaje a China en julio de 1970, yo ya estaba en desgracia. Allí el PC chino nos notificó que habían optado por reanudar sus relaciones oficiales con el PCE de Carrillo. Eso significaba poner fin a la relación con nosotros --aunque no lo dijeran así--; una relación de la cual no habíamos sacado apoyo práctico de ningún tipo (o sólo esporádicamente uno de escaso monto). Mi reacción fue muy dura y crítica, enfrentándome al resto de la delegación, que se sumó a la actitud servil de Helena.
Lo que determinó el cese de mi militancia fue el apoyo del PCEml al establecimiento de cordiales relaciones entre el gobierno chino y el presidente norteamericano Nixon a comienzos de 1972, justo en el momento en el que USA estaba llevando a cabo los bombardeos más despiadados contra Vietnam del Norte.
Los chinos habían reprochado a los rusos su excesiva coexistencia pacífica con el imperialismo yanqui, para ahora emprender una luna de miel con ese mismo imperialismo; estaba claro que era precisamente con el propósito de enfrentarse juntos a la Unión Soviética. Yo no estaba dispuesto a seguirlos por ese camino; se debatió en el comité ejecutivo y, por una vez, se votó. Estuve en minoría de a uno. Poco después, decidí poner punto final a mi militancia. Todo eso lo he contado en mi libro ¡Abajo la Oligarquía! ¡Muera el imperialismo yanqui! Anhelos y decepciones de un antifascista revolucionario.
A lo largo de los 39 meses que transcurren entre la caída la Ángel Campillo y mi abandono de las filas del PCEml (mayo de 1972) la dirección --ahora ubicada en Ginebra-- tuvo, intermitentemente, contacto clandestino con el camarada encarcelado. Los hilos de esos contactos pasaban ahora por el nuevo secretario de organización, Raúl Marco. Dudo que Ángel fuera informado del viraje ultraizquierdista de la política del partido y de su alineamiento con la nueva política china de acercamiento a USA.
Me imagino que, cuando pudo reincorporarse a sus responsabilidades en el PCEml a fines de 1973 o comienzos de 1974, tuvo que encontrarse con un partido que había cambiado mucho y con una dirección bastante diferente de aquella de la cual él había formado parte.
El lunes 15 de febrero de 2010 recibí una llamada telefónica en mi despacho de la calle Albasanz de Madrid, que yo ocupaba como Profesor de investigación del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, organismo en el cual había entrado yo por oposición en 1986). Era el camarada Eduardo=Miguel=Ángel Campillo. Vino a verme. Tuvimos un reencuentro emocionante, con fuertes expresiones de afecto mutuo y con un hondo sentimiento de hermandad reconstituida tras 41 años de separación.
De mi vida poco le tenía yo que contar que él no supiera (excepto el porqué de mi marcha en mayo de 1972, cuyos motivos habían sido ocultados). Su relato, en cambio, llenaría un volumen. Yo apenas sabía de su vida, pero también ignoraba muchas cosas de cómo había evolucionado el PCEml entre 1973 y finales de los años ochenta. Él me ilustró, explayándose en el acoso y derribo, inmotivados y antojadizos, que había emprendido contra él Helena (a la cual secundó la mayoría, según solía suceder) en los años de la transición, entre 1977 ó 78 y 1981, aproximadamente. Comprendí que Helena le había tomado ojeriza por haber sido capaz de levantar --por sus propias fuerzas y sin que ella interviniera-- una organización en el País Vasco. Ella era celosa de cuanto se realizara sin su personal iniciativa y supervisión. De ese modo llegaba incluso a tirar piedras contra su propio tejado, sacrificándolo todo a su egolatría.
Unas semanas después, el viernes 5 de marzo --también de 2010-- me hizo Ángel Campillo la segunda visita al despacho de Albasanz. Entonces salieron a luz muchos más detalles, que se habían quedado en el tintero en la primera entrevista. Además, tuvo la bondad de prestarme materiales del PCEml, que utilicé para completar mi libro más arriba referido (puesto que yo sólo pude contar con ese material, ninguno más, aparte de mi memoria y de las informaciones de Ángel Campillo así como más tarde del también tristemente fallecido Álvaro Fernández Alonso, alias Iñaqui o Rodrigo).
La tercera y última visita de Ángel Campillo tuvo lugar el lunes 19 de abril. Le devolví el material que amablemente me había prestado pero todavía me entregó alguno más (creo que algún ejemplar de Revolución española). Me interesaban particularmente otros textos que había ofrecido prestarme, muy en concreto boletines internos (posteriores a mi marcha). Pero ésos nunca llegué a verlos.
Al reunirnos en esas tres entrevistas no abordamos nuestras respectivas evoluciones ideológicas, pero, en filigrana, éstas pudieron perfilarse. Él seguía, como siempre, adicto a la teoría marxista-leninista, pensando en un futuro asalto al Palacio de Invierno cuando las condiciones objetivas y subjetivas hubieran vuelto a madurar en algún país. Yo no. Estaba desilusionado de esa visión. Yo seguía (y sigo) siendo comunista, pero no marxista-leninista. Seguía y sigo deseando y esperando una sociedad sin propiedad privada, con economía planificada y no de mercado; una sociedad sin ricos ni pobres; mas no creo que el instrumento idóneo para llegar a esas metas lo ofrezcan las teorías de Marx y de Lenin. (No quiere eso decir que haya que desechar todo lo que aportaron.)
Me extrañó el largo silencio posterior a la tercera visita. Luego he entendido que Ángel atravesó por momentos difíciles que condujeron a su triste muerte en diciembre de ese mismo año 2010.
El reencuentro de 2010 habría sido la reanudación de un vínculo afectivo, ahora ya recordando los viejos tiempos y libres de poder evocarlos sin sujeción a responsabilidades directivas. El destino no lo quiso así.
Pongo así punto final a este entrañable recuerdo de uno de los camaradas con quienes estuve más íntimamente unido, más compenetrado y a quienes profesé mayor estima y admiración; un gran revolucionario, un militante de absoluta honradez, de enorme disciplina, un esforzado trabajador en la causa del comunismo.