por Lorenzo Peña
Izquierda Unida ha sufrido un duro revés electoral en los comicios locales, autonómicos y «europeos» del domingo 13 de junio de 1999. No por esperada es menos dura la derrota.
Ni en este caso ni en ningún otro es fácil sacar conclusiones de los resultados electorales. Y es que el votante --en nuestro sistema de democracia representativa-- es dueño de votar (de entre los candidatos legalmente inscritos) a quien le dé la gana y por la razón que le dé la gana, sin dar ninguna explicación a nadie, sin motivar su voto, sin otorgar ningún mandato imperativo ni vincular a los candidatos electos al cumplimiento de promesa alguna.
Tampoco nos ayudan los sondeos (cuyo valor es siempre discutible, cuya imparcialidad y objetividad suelen ser muy dudosas, pero que, así y todo, constituyen, donde y cuando los hay, al menos indicios de qué piensan los electores). No nos ayudan porque no hay (que sepamos) sondeos poselectorales que contribuyan a informarnos de qué razones han impulsado a los electores a votar como lo han hecho. Aunque los hubiera, sería siempre muy problemático que las preguntas hubieran barajado las alternativas relevantes y que el muestreo de opinión hubiera sido bien hecho. Mas al menos habría algo de que partir.
A falta de eso, no tenemos otra base que las apreciaciones inductivas informales de cada uno, a ojo de buen cubero, para conjeturar qué haya empujado a los electores a votar como lo han hecho (en algunos casos decepcionando expectativas que luego se han revelado ilusorias; en otros casos dando una feliz sorpresa a los agraciados; y en los más casos confirmando por enésima vez, hasta el aburrimiento, lo que todo el mundo esperaba).
Suele ser muy sospechoso el diagnóstico de quienes proclaman como obvia una «lectura» de los resultados electorales que sirve a sus interesados propósitos. Cuando, en el seno de un partido o una coalición, existen tendencias diversas y más o menos enfrentadas (¿y en cuál no las hay?), a los líderes de cada tendencia les suele gustar interpretar los resultados de manera que, sin sorpresa ninguna, vengan a confirmar las tesis de la misma, de suerte que, si los resultados son buenos, y donde lo sean, será gracias a haberse seguido sus recomendaciones, mientras que, allí donde haya habido una disminución, será porque las mismas no se habían seguido, o no lo bastante.
Puesto que de antemano son sospechosos tales pronunciamientos (que tienen todos los visos de constituir sofismas manipulativos), quienes acudan a tales diagnósticos debieran por lo menos ofrecer alguna argumentación que, por poco que sea, contribuya a despejar y contrarrestar la sospecha de mera utilización interesada y sin base objetiva.
Estamos asistiendo en Izquierda Unida después del 13 de junio a una de esas utilizaciones consabidas. Hay razones para pensar que algo o mucho que ver con la derrota electoral tienen los abogados de posiciones derechistas (encaramados ya --merecido fruto de su tenaz, aunque larvada y paciente, labor de trepa-- a la mayoría de los cargos de poder en la coalición).
Y sin embargo son, precisamente, ellos quienes con mayor alharaca se han erigido en oráculos habilitados para, con infalible magisterio, determinar ex cathedra la lectura autorizada de los comicios, dictaminando en consecuencia losremedios del caso, que --sin sorpresa ninguna-- consisten en favorecer y reforzar todavía más sus posiciones y en echar por la borda lo poco que queda en la coalición de actitudes anti-sistema.
Antes de abordar de manera más concreta la cuestión de qué diagnósticos se pueden emitir razonablemente sobre las motivaciones de los electores que el 13 de junio de 1999 no votaron a Izquierda Unida (y de quienes hubiera podido esperarse que sí lo hicieran), conviene hacer cinco aclaraciones previas.
Primera aclaración: al preconizar alguien --como ahora se dice-- «cambiar el discurso» de una formación, puede hacerlo por esperar que así habrá mejores resultados electorales. Dado el electoralismo que, lamentablemente, impregna toda nuestra vida política (y que poco ha contribuido a hacerla más decente o más ética), lo más probable es que la razón por la que venga preconizado el nuevo discurso sea justamente ésa de propiciar mejores resultados electorales. Ahora bien, ¡que nadie se engañe! Cada cambio de discurso acarrea lo siguiente: abre una posibilidad (mera posibilidad) de que electores que no hayan votado a la formación lo hagan en próximos comicios al sintonizar más con el nuevo discurso; y también abre la posibilidad de que electores que sí han votado a la formación no vuelvan a hacerlo en los siguientes comicios por estar en desacuerdo con tal nuevo discurso. No hay simetría entre ambas posibilidades. Es menor la primera (en general y a igualdad de las demás circunstancias). Lo es porque:
1º) Si un partido modifica su discurso, muchos electores (adversos o menos favorables) pueden, pensando que se trata de un simple ardid discursivo, no dejarse persuadir por el cambio; por el contrario, los electores que sí hayan votado al partido --quienes, presumiblemente, son, en principio, más atentos a su mensaje, tomándoselo más en serio--, puesto que ya han dado su aprobación electoral a un mensaje determinado, es menos seguro que vayan a cambiar ellos también pasando a dársela a otro discurso nuevo, que rompa con aquel que había encontrado su aceptación;
2º) Hay una inercia en los electores, como la hay en todos nosotros, en todo ser humano, inercia que nos hace regir a menudo nuestras conductas por unos presupuestos, que en alguna medida mantenemos inalterados incluso frente a la evidencia reciente, evidencia que tardamos tiempo en asimilar; pues bien, en virtud de esa inercia, que probablemente determina la mayor parte de nuestras conductas, muchos electores no se dejarán impresionar por el cambio y seguirán actuando como si no lo hubiera habido; pero de nuevo esa inercia juega asimétricamente, porque quienes hayan prestado más atención al mensaje previo de una formación política tienden a escuchar su discurso con mayor interés que los demás, y por lo tanto es más probable que acusen los cambios de orientación, pudiendo verse decepcionados por la nueva línea; por el contrario, quienes sean desafectos o menos afectos a la formación escucharán el nuevo mensaje con un oído más distraído, y así es más verosímil que en ellos actúe preponderantemente la ley de la inercia;
3º) Al introducirse un cambio de discurso, cabe siempre una posibilidad de confusión; si el discurso anterior era claramente diferenciado respecto del de otras formaciones y el nuevo lo es menos, entonces la proximidad del nuevo discurso al de otras formaciones no hace particularmente probable que un elector (habitual o menos habitual) de una de esas otras formaciones modifique el sentido de su voto para favorecer a quienes hayan acudido a la táctica de alterar el discurso; ese cambio será probable en ciertos casos (en situaciones de desprestigio escandaloso de esas otras formaciones), pero lo natural es que, a igualdad, o igualdad aproximada, de discursos, siga votando a las otras formaciones; al paso que la confusión resultante puede descorazonar al elector que era fiel a la formación que ahora cambie de discurso.
Esta tercera consideración, sin embargo, es susceptible de variación a tenor justamente de los datos y las circunstancias del caso. P.ej., puede ser que el nuevo discurso sirva para diferenciar más acusadamente a una formación y darle así un perfil más propio, más determinado. En tal caso, naturalmente se desvanece ese peligro de confusión y, al revés, surge otro peligro (el de si, con su nuevo perfil más característico o más deslindado, la formación encontrará nuevos electores sin perder los que ya tiene).
Una conclusión que se deriva de tales consideraciones es que --a falta de argumentos fundados en estudios sociológicos reales y serios-- lo más prudente, en general, es seguir con el mismo discurso y tratar de conservar lo que se haya logrado, que más vale pájaro en mano que ciento volando.
Naturalmente, esa consideración no puede prevalecer a toda costa, porque llevaría al inmovilismo. La vida cambia. La gente cambia. Cambia el espíritu de los tiempos; cambia el estado de la opinión pública; cambian las sensibilidades. El mejor mensaje, el más certero, ha de ser sensible, en su expresión, a los cambios, adaptarse a ellos, para prender.
Mas la adaptación ha de ser hecha con toda prudencia y con tino, sopesando todos los factores. Las conclusiones precipitadas suelen llevar a pésimos frutos, cuya consecuencia práctica puede ser catastrófica. Eso es lo que les ha sucedido a quienes, habiendo caído en los bandazos (p.ej. el PC francés), caminan hacia la extinción.
La segunda aclaración que conviene hacer es que las estrategias electorales exitosas a corto plazo pueden ser negativas a largo plazo. Naturalmente eso no sucede siempre ni es lo más frecuente; pero sucede. No cabe duda de que en las primeras elecciones de la segunda restauración española la UCD aplicó una estrategia electoralmente exitosa basada en un mensaje equívoco y deliberadamente ambiguo vehiculado por un amasijo variopinto de elementos cuyo denominador común era el de resignarse a todos aquellos cambios de fachada que fueran menester --dentro de la mayor continuidad realistamente conservable del legado del régimen franquista--. Mas esa combinación artificial, prendida con alfileres, no resistió la prueba de las convulsiones y los desafíos; la UCD se desintegró y fue barrida del mapa político español, a pesar del gigantesco clientelismo de que pudo disfrutar casi monopolísticamente durante esos años. No es nada impensable que una estrategia electoral distinta, que le hubiera dado un perfil más definido, aunque hubiera ofrecido resultados menos halagüeños a corto plazo, podría haber ayudado a la UCD a sobrevivir a la larga.
La tercera aclaración que se impone es que los motivos del ser humano son infinitamente complejos. Cada uno, a la hora de votar, vota o no vota, y, de votar, lo hace así o asá por unos motivos, que puede que coincidan (en parte al menos) con los de otros, puede que no. Las casillas de las encuestas (suponiendo incluso que hubiera para estos casos tales encuestas) ofrecen rupturas y opciones limitadas allí donde en la realidad hay un continuo y allí donde las claves pueden estar ausentes del cuadro de opciones ofrecido por el encuestador. Y es que habemos seres humanos para todos los gustos, y nuestras reacciones, nuestros comportamientos, desconciertan a menudo a quienes se atienen a clichés o a estereotipos. De nuevo eso significa que hace falta andarse siempre con pies de plomo para no dar precipitadamente pasos en falso que pueden ser fatales. La regla de prudencia aconseja siempre no tomar decisiones precipitadas, no hacer cambios en caliente, reflexionar y sopesar bien, calcular efectos probables de cualquier modificación pensando en una pluralidad de factores verosímiles, de reacciones psicológicas razonablemente anticipables, dentro de lo relativamente imprevisibles que son las reacciones humanas.
La cuarta aclaración es que, si una formación aparece ante un sector de la opinión como abanderada de las posturas éticas, no puede sensatamente aspirara seguir disfrutando de ese prestigio (prestigio que tiene incluso su pequeña renta electoral) y, a la vez, mostrar con los hechos que lo que determina su discurso es el cálculo de cómo ganar más electores. Podrá parecer paradójico, pero el hecho es que hay electores (pocos o muchos) que no votan a un partido más que si éste no anda cortejando a los electores con la música que mejor suene a sus oídos (igual que en el arte de la seducción a menudo fracasan aquellos a quienes se ve en la cara que dicen lo que dicen con el propósito de seducir).
La quinta aclaración es que, pase o no pase así, sea o no electoralmente rentable un discurso, quienes creen en la seriedad de una formación política esperan que ajuste su discurso, principal aunque no únicamente, a la corrección del mismo, independientemente de cuál vaya a ser a corto, medio o largo plazo la reacción de los electores. Eso no significa que las consideraciones de conveniencia electoral hayan de ser enteramente irrelevantes, sino tan sólo que han de jugar un papel subordinado, buscándose en primer lugar que las propuestas sean acertadas, que los programas sean coherentes con las grandes ideas rectoras de la política de la formación, con el sentido mismo de la existencia de tal formación.
Tras ese largo preámbulo, ¿qué decir en concreto de lo del 13 de junio de 1999?
Aunque no disponemos de ningún sondeo fiable, sí parece haber consenso en que han derivado a la abstención muchos de los votos que en pasadas elecciones habían ido a Izquierda Unida y en ésta no. (Muchos. ¿Cuántos? Lo cierto es que no lo sabe nadie.) La abstención ha sido abultada en algunos lugares y en casi todas partes ha ganado terreno. Entonces, si pensamos que Izquierda Unida ha perdido votos por su discurso, lo verosímil es que esos abstencionistas del 13 de junio no se han sentido en absoluto atraídos al discurso de ninguna otra formación, sino que aspiraban justamente a otro discurso, y que, al no hallarlo en Izquierda Unida, han decidido abstenerse. Desde luego hay en esta consideración una elevada dosis de especulación y, en el mejor de los casos, de conjetura. Pero no es una especulación puramente gratuita. En efecto. Pensemos en quien se abstiene el 13 de junio, y no se abstiene meramente por ser apolítico, o indiferente o mero desconocedor. Ese abstencionista más o menos consciente y deliberado se abstiene por una razón: porque no lo han satisfecho las propuestas de los partidos. Ahora bien, si las de Izquierda Unida no lo han satisfecho ¿es porque se parecían demasiado a las de otros partidos o es porque se parecían demasiado poco? Si fuera porque se parecían demasiado poco, o porque era excesiva la distancia entre Izquierda Unida y algún otro partido (concretamente el PSOE), lo verosímil es que se inclinara más a votar al PSOE, no a abstenerse.
(Claro que puede haber gente para todo, y alguien que titubee entre votar al PSOE y votar a Izquierda Unida puede abstenerse en la duda, como el famoso asno de Buridán, que pereció por no decidirse ni por la comida que tenía a su derecha ni por la que tenía a su izquierda; pero conductas así son atípicas y presumiblemente infrecuentes.)
Lo más probable es, por consiguiente, que muchos de quienes se abstuvieron lo hicieron porque el discurso de Izquierda Unida les sonaba demasiado similar al de las demás formaciones.
Además, si ha bajado el electorado de Izquierda Unida respecto del de precedentes consultas electorales, lo más probable es que (a igualdad de otras condiciones, que desde luego nunca se da, ni se da en este caso) la causa, o una causa, la constituyan los cambios que entre tanto haya tenido el discurso deIzquierda Unida. ¿Qué cambios ha tenido ese discurso en años recientes? Y, por lo tanto, ¿qué hallaron en consultas precedentes muchos electores en el discurso de Izquierda Unida que no han hallado esta vez, por lo cual se han sentido decepcionados y no han concurrido a las urnas para votar por IU?
Es ocioso darle vueltas al problema de las causas de la derrota del 13 de junio y de los posibles remedios sin poner el dedo en esa llaga.
Y la llaga o lacra es que en estos últimos 2 ó 3 años Izquierda Unida ha ido aguando una buena parte de su discurso. En pasadas ocasiones había proclamado enfáticamente, a bombo y platillo: que jamás pactaría con nadie sobre la base de siglas; que, en lugar del engañoso lema, `¡Todos unidos contra la derecha!', su consigna era `¡todos unidos contra la política de derechas!'; que nunca entraría en pactos de componenda de `aquí te apoyo yo para que allí me apoyes tú'; que lucharía hasta el fin por denunciar y extirpar la corrupción y que no apoyaría a los corruptos.
En ese período de mayor auge de Izquierda Unida, esta formación estaba significándose por el énfasis en el discurso republicano, así como por una oposición irreductible a la reconversión industrial y las privatizaciones del PSOE, al Pacto de Toledo (recorte de pensiones), al abaratamiento del despido (sucesivas reformas laborales de los gobiernos oligárquicos de turno), a la unión euro-monetaria de Maastricht, a la política de guerra imperialista (guerra contra Irak en 1991).
Hay que recordar que esa política fugazmente más firme de Izquierda Unida coincidió con el momento de mayor éxito electoral. ¿Mera coincidencia? Tal vez, pero, en cualquier caso, el dato está ahí, constituyendo un indicio de que una política así (o quizá todavía más clara, firme y más de izquierda) es lo que quería el electorado de Izquierda Unida. Quienes aleguen que se trataba de mera coincidencia nos deben un argumento a favor de lo que alegan. En cualquier caso, lo que resulta a primera vista poco probable es que muchos electores votaran a Izquierda Unida en esos años a pesar de su discurso más firme y claro (que el de ahora) y se hayan abstenido de votar a Izquierda Unida el 13 de junio de 1999 a pesar de que ahora el discurso es más tibio, difuminado e insulso. Lo probable es lo opuesto: que entonces votaron a IU por tener ese discurso de entonces más firme y claro, más de izquierdas, y que ahora se han abstenido de votar a IU por tener ésta un discurso más flojo, más diluido, más insípido, más apagado, menos alejado del de las formaciones políticas al servicio de la oligarquía.
Si todo ello es así, la conclusión que se impone es que, verosímilmente, Izquierda Unida perderá todavía más y fomentará más la abstención si sigue diluyendo su discurso, si da pasos ulteriores en ese proceso de borramiento de diferencias respecto de las fuerzas del sistema. Lo probable es que ello no atraiga sino a unos pocos (porque en general los pro-sistema ya tienen a quién votar y están acostumbrados a hacerlo) y en cambio descontente a más de entre los que tenían depositadas esperanzas en Izquierda Unida; esperanzas que se han ido apagando a medida que Izquierda Unida ha ido descafeinando su mensaje a los electores.
A cuanto precede hay que añadir una consideración especial con relación al tipo de campaña electoral. Izquierda Unida ha incurrido en el mismo vicio de la campaña fotogénica que ha puesto de moda la oligarquía dominante, representada por el PP, el PSOE etc. Siempre nos habíamos reído de las campañas electorales norteamericanas en las que lo que contaba era la foto, la cara del candidato. Lamentablemente, Izquierda Unida ha aceptado hacer como los demás y llenar de retratos el espacio de propaganda electoral. En vez de un retrato facial hubiera podido desplegarse un cartel con un motivo de lucha y de protesta. Naturalmente allí donde el argumento decisivo es la cara del nº 1 de la lista respectiva (aparte de lo aberrante de que Izquierda Unida se sume a esavisión personalista de la vida política), hay que concluir que: o bien los electores otorgan importancia a ese factor fotogénico (y que los candidatos han sido buenos o malos según lo persuasivo que haya sido tal «argumento», o sea lo electoralmente rentable de esa exhibición facial); o bien les ha resbalado. Si lo último, se ha desperdiciado una ocasión de vehicular un mensaje, porque lo que se ha estampado en la retina del viandante ha sido una cara. Si nos tomáramos en serio lo de que ha tenido su efecto, habrá que tomar nota para seleccionar en función de la claque (y, para otra ocasión, tomar ese factor como criterio principal de selección).
En cualquier caso, y con mayor seriedad, en campañas tan personalizadas (de lo cual Izquierda Unida habría de huir en el futuro, porque la deshonra y no dice nada bueno de ella el prestarse a esos concursos fotográficos), habrá que otorgar un peso importante al factor de persuasión personal del respectivo número 1 de cada lista. Dondequiera que la lista de IU haya salido mal parada, el número 1 debería dimitir; no porque sea, sólo por eso, una persona inadecuada, mas sí porque, como cabeza de lista, no ha logrado transmitir un mensaje persuasivo. Si creemos que la personalidad del cabeza de lista es indiferente, o muy poco importante, entonces es inadmisible que se enfatice esa figura como se hace, incluso en la propaganda electoral de IU; si, por el contrario, creemos que tiene importancia para el resultado cuál sea la personalidad del número 1, entonces éste ha de asumir en cada caso su responsabilidad, sin merma de que también, y por otras razones, en el futuro se abandone ese culto al número 1 (y, por consiguiente, no haya entre el número 1 y el número 2 más distancia ni diferencia relevante que entre el número 2 y el número 3).
Otro factor que habría que considerar, en concreto, es el mal resultado en las elecciones europeas, donde el cabeza de lista --además de representar a un partido que, si compareciera solo ante los electores, no podría seguramente alcanzar presencia institucional ni siquiera mínima-- exhibió públicamente, en vísperas de la jornada electoral, ante todos los telespectadores españoles su pseudo-neutralismo pro-NATO (con una tajante declaración de que ni por asomo ponía a Solana en el mismo plano que a Milosevic: con relación a éste último --añadió-- rechazo total). Si muchos electores habituales de IU no han votado a una candidatura euro-parlamentaria encabezada por una persona así, ¿no habrá de sacar ésta la conclusión de que ha sido ella la rechazada por los electores (ella y su mensaje)?
Así pues, podría Izquierda Unida ir adoptando cinco medidas prudenciales.
En primer lugar, dimisiones de los cabezas de lista que hayan obtenido resultados adversos.
En segundo lugar, volver al discurso de hace 2, 3 ó 4 años, un discurso más firme y claro, más resueltamente distanciado del de las fuerzas oligárquicas.
En tercer lugar, reiterar ante el electorado el compromiso de no concertar pactos de toma y daca, y de no atender a siglas sino sólo a programas, decidiendo siempre las bases (no en una consulta por la forma, con la boca chica, sino de verdad, asambleariamente, con auténtica democracia participativa y decisoria).
En cuarto lugar plantearse en serio la tarea de poner coto al taifado que se ha ido instalando subrepticiamente, un tanto en consonancia con lo que está sucediendo en general en toda la vida política del país --donde las autonomías se están a menudo convirtiendo en satrapías. La formación de esos reinos de taifas en IU produce una cacofónica disonancia que deja perplejos a no pocos electores. La dirección federal debe imponer su autoridad democrática; si no se siente con ánimos o con títulos de legitimidad suficientes para ello, ¡queconvoque al efecto una asamblea extraordinaria, pero con el claro propósito de instaurar una dirección federal de veras! (Y, desde luego, ¡no se vaya a empeorar la cosa, entre tanto, acrecentando aún más ese tendencia a los reinos de taifas y transformando a la dirección federal en un senado confederal de representación territorial!)
Y en quinto lugar, puestos a empezar a darle vueltas a la idea de un replanteamiento del discurso, hacerlo en frío, ponderando bien todos los factores y, desde luego, democráticamente, en una asamblea extraordinaria de la coalición; recordando oportunamente la libertad de cada partido, individuo, colectivo o tendencia de Izquierda Unida a separarse de la coalición si, al cambiarse el «discurso», se siente insatisfecho y añora el discurso anterior.
Y es que habría fraude en haber captado adhesiones con un discurso y luego meter de rondón una nueva política diferente. Si se cambia, hay que decirlo a las claras, con toda publicidad y claridad. No con ambigüedad, a la chita callando, entre gallos y medianoche, de suerte que no sepa uno a qué atenerse. Al pan, pan; y al vino, vino.
Permitida la reproducción total o parcial, incluso sin citar la fuente, con tal de que se haga con el ánimo de reforzar las corrientes de izquierda dentro de Izquierda Unida de España
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