Diario de Sesiones de las Cortes
27 de agosto de 1931
No quisiera hoy inaugurar el torneo oratorio con motivo de la Constitución republicana, y así las empresas desde su origen se encauzan o extravían, yo quisiera, en nombre de la Comisión, afirmar que esta faena es más de hacer que de hablar. Cierto que en tareas de esta naturaleza la palabra es el instrumento, pero hemos de ser todos excesivamente parcos en su uso para no transformar en grandes oraciones elocuentes lo que ha de ser la gran obra que España está aguardando, que la está aguardando con prisa extraordinaria. Esa urgencia con que la opinión pública y el Parlamento nos fue acuciando a los miembros de la Comisión, fue la causa de que realizáramos, como más tarde demostraré, en sólo veinte días, una tarea que en otros Parlamentos ha llevado muchos meses. Ello es una prueba de que esta Comisión ha estado bien dispuesta al sacrificio, al sacrificio que suponía componer una obra de tanta trascendencia en jornadas tan parcas.
No estaría de más que quienes así nos hemos sacrificado pidiéramos también a los noveles diputados de la Cámara, justamente ansiosos de destacar su valía oratoria, que dejasen este deseo legítimo para una época más propicia, después de aprobada la Carta constitucional.
Nosotros hubiéramos querido ofrecer paradigma con nuestro silencio, después de la obra realizada, pero es imprescindible que alguien diga unas palabras respecto de la composición de esta ley política y del contenido de la misma, y sobre todo que supla el preámbulo que la urgencia con que ha sido redactada esta obra política no nos ha permitido escribir. Vienen, pues, estas palabras a reemplazar, con la imperfección que siempre tiene la palabra oral respecto de la palabra escrita, lo que hubiera sido el preámbulo.
En primer término, ha de ir en vanguardia nuestro más rendido homenaje a la Comisión Jurídica Asesora. No ha sido la opinión pública justa con la obra que fue escrita y redactada por esa Asesoría Jurídica; pero nosotros tenemos el leal deber de afirmar que, tanto la ponencia como los votos particulares, no sólo nos han servido de guía indispensable, sino que nos han ahorrado mucho tiempo en esta faena apresurada.
También es preciso destacar la heterogeneidad de la Comisión, en la que se hallan representados todos los grupos de la Cámara, circunstancia que hace bastante difícil la posición de la presidencia, porque en vez de hablar en nombre propio o del grupo a que está afiliado, tiene que hacerlo como voz colectiva de la Comisión o, al menos, de la mayoría de ella. Por eso los argumentos nacidos del ideario que sustentamos han de quedar a un lado, aunque alguna vez me sea preciso cruzar algún argumento socialista en el curso de mis palabras.
A pesar de la heterogeneidad de la composición de los comisionados, cumple decir que la más absoluta cordialidad, la más segura cordialidad ha presidido nuestra labor, hasta el punto de que nadie, ninguno de nosotros, puede blasonar de ser él solo creador de la Carta política que ahora se os ofrece, como igualmente nadie puede ser descartado de la responsabilidad de su engendro. Es, por tanto, una obra de todos; pero esa misma heterogeneidad de la labor realizada ha hecho que tenga que ir a su lado, junto a ella, una larga cola de votos particulares; tenemos la seguridad de que si esta faena se hubiera realizado con más tiempo, muchos de esos votos habrían sido ahorrados. También este sacrificio se ofrece al Parlamento porque lo que tal vez hubiera aminorado la discusión, la premura con que la obra se ha compuesto, hace que acaso se alargue, perjudicando en demasía el debate.
Antes de entrar en el examen de los títulos que integran el proyecto de Constitución que ofrecemos, yo quisiera salir al paso, desde este momento, de una argumentación que estoy seguro ha de esgrimirse como habilidad, más que como contenido propio, en el debate que ha de seguir. Vamos a escuchar constantemente: «Eso no es constitucional»; y de esa manera, algunos de los principios básicos de la parte dogmática se tratará de que sean excluidos.
En primer término, quisiera afirmar que la Constitución por nosotros redactada no es excesiva en el articulado, pues sólo contiene 121 artículos. La parte propiamente dispositiva de la Constitución alemana tiene 165, y 150 la austríaca, y no olvidéis que la Constitución de Cádiz tenía 384 artículos; porque la experiencia nos enseña que las Constituciones populares son siempre largas, y lo que aquí vamos a hacer es una Constitución popular.
Cuando hablemos del Título III, en el que se legisla sobre los derechos y deberes de los españoles, aludiremos a la transformación de la llamada parte dogmática de las Constituciones. Hoy, más que una parte dogmática, puede afirmarse que se trata de una parte substantiva, porque han de ser llevados ahí todos aquellos derechos, aspiraciones y proyectos que los pueblos ansían, colocándolos en la Carta constitucional para darle así, no la legalidad corriente, que está a merced de las veleidades de un Parlamento, sino la superlegalidad de una Constitución. Y por eso nos encontramos con que las ansias populares van a esas Constituciones, porque desde la de México, de 1917, a la de Rusia, de 1918, y a la de Alemania, de 1919, cada una a su estilo, tienen en su texto una serie de preceptos y de principios que antes no correspondían al concepto puro constitucional, que desde los tiempos de Aristóteles se consideraba que no era más que el orden referente a las diversas magistraturas y su funcionamiento, y que un puro sentido puede decirse que es lo relativo a la ulterior elaboración de las leyes. Pues bien; haciendo una breve comparación con otras constituciones, nos encontramos que van a parar a sus textos infinitos preceptos que antes no figuraban en ellas; y si se comparan aquellos derechos del hombre, que en 1789 se declararon en Francia sagrados, con un tono más declamatorio que verdaderamente eficaz, y los que hoy la Constitución alemana ha consagrado, nos encontramos con estas profundas diferencias; porque es preciso reconocer que hay una lucha entre el concepto técnico y el concepto popular, y por eso cualquiera que compare el anteproyecto redactado por la Comisión asesora jurídica y el que trae en su dictamen esta Comisión, verá que se han respetado en mucho esos principios técnicos, pero que también se han llenado con la sangre viva política que ha sido transfundida de las venas democráticas.
Observamos, por ejemplo, que en la Constitución de Checoslovaquia, en los artículos 128 y siguientes, se establecen los derechos de las minorías religiosas e idiomáticas; que la Constitución de Finlandia, en su artículo 37, exige para el Canciller de Justicia grandes y profundos conocimientos de Derecho; que la Constitución alemana, en el artículo 150, coloca a los paisajes bajo la protección del Estado, y en el Art. 152 prohíbe la usura; nos encontramos con que en la Constitución de México --artículo 27-- se trata de los petróleos. Y aún hay más; hay algunos preceptos, como los que voy a citar, que pueden sonar de una manera extraña. En la Constitución federal suiza, en su artículo 25, se protegen la caza y la pesca, especialmente la caza mayor y los pájaros insectívoros; y vemos también, como demostración de la sensibilidad suiza y probablemente como una reminiscencia antisemítica, que en el artículo 25 bis se ordena que las reses destinadas a ser carneadas sean insensibilizadas previamente. En la Constitución rusa de 1º de julio de 1918, cuando establece el derecho de reunión, se le quiere garantizar, de una manera bien clara y terminante, obligando al Estado a ofrecer locales con mobiliario, luz y calefacción. Todos estos son preceptos constitucionales en esos países.
Y en España tenemos el ejemplo en la Constitución de Bayona, en la de Cádiz y en la de 1869, en las que vemos preceptos que establecen normas para los gentileshombres que se preocupan de la educación del rey menor, e incluso el proyecto de Constitución de 1873 establecía el derecho a la corrección por medio de la pena.
No es posible, por tanto, argüir que no es constitucional cualquiera de los preceptos que en nuestra Ley fundamental van a figurar, y no lo es porque el ansia popular lo está reclamando; y cuando nosotros llevamos la prohibición de los castigos corporales y el establecimiento del divorcio, es para que un Parlamento veleidoso, el día de mañana, no pueda, contra los principios y derechos que en el pueblo reclama, vulnerar todas esas ansias populares que están latentes y la Cámara ha de recoger.
Tenemos, pues, demostrado que en nuestro proyecto no se extravasan las modernas normas constitucionales. Queremos hacer una Constitución que arranque del propio pueblo. Hoy, esas ansias democráticas hacen que en los primeros artículos de las Constituciones de Alemania, de Austria, de Checoslovaquia y de Estonia se establezca que el Poder emana del pueblo. Otras constituciones, como las de Polonia y Grecia, hablan de nación. Nosotros constantemente hemos querido emplear esta palabra más clara y más certera, de pueblo, y no la de nación, que todavía en cuanto a su definición, está en el crisol. Decimos que el Poder emana del pueblo, en el Art. 1º, y en los artículos 49 y 95 hacemos residir el Poder Legislativo en el pueblo y decimos que la justicia se administra en nombre del pueblo.
Pasemos ahora a un breve examen de los títulos. He de advertir que yo no propongo explicar cada uno de los artículos; sería una faena estéril, y sobre todo, redundante. Habrán de ser aquí objeto de debate y ha de recibir esta Comisión de todos los lados del Parlamento ilustraciones que, desde ahora mismo, agradece. El título preliminar ha querido establecer principios. El primero es el de la definición de España como una República democrática cuyos poderes emanan del pueblo; el art. 2º consagra la igualdad; el 3º, el laicismo estatal; el 4º, el idioma; el 5º, la capitalidad; el 6º y el 7º tienen envergadura internacional; en el 6º se declara el pacifismo de España, y en el 7º, el valor de las normas internacionales.
Importa mucho que ilustremos, procurando poner el mayor cuidado en las palabras, lo que referente al título I, que se denomina «Organización nacional». Deliberadamente no hemos querido declarar en nuestra Carta constitucional que España es una República Federal; no lo hemos querido declarar porque hoy, tanto el unitarismo como el federalismo, están en franca crisis teórica y práctica. Sírvanos de ejemplo el caso de Alemania, de que más tarde he de hablar. Vemos en su Constitución de 1919 cómo se ensanchan los poderes del Reich y cómo los antiguos Estados reciben el nombre de «Lánder». La autonomía va haciendo que, en vez de tratarse de una Constitución federal, se trate de algo de que he de hablar más tarde; de un Estado integral. Está, pues, en franca crisis todo lo referente a esta antítesis de Estado federal y Estado unitario. El Estado unitario estaba ya en franco «crack» desde el comienzo de la presente centuria; pero después de la guerra, todo el enorme volumen de menesteres que cae sobre él hace imposible realizarlos con el sistema férreo e inflexible de unitarismo. Pero, al mismo tiempo, tampoco puede el sistema federal ofrecernos bases teoréticas y prácticas; el sistema sinalgmático de pacto que ilustró Pi y Margall hoy no se recibe por la teoría ni por la práctica, ni tampoco ha llegado a cuajar el sistema orgánico.
No hablamos de un Estado federal, porque federar es reunir. Se han federado aquellos Estados que vivieron dispersos y quisieron reunirse en colectividad. Sólo hay dos ejemplos parecidos al de España; el de Brasil y el de Austria, pero el caso de Austria es a este punto altamente significativo; en primer lugar, porque, de hecho, Austria, bajo la Monarquía, vivió en un sistema federal y porque, además, a pesar de llamarse en su art. 2º la Constitución Federal, si comparamos los preceptos de esa Constitución con los artículos 14 y 15 del proyecto que nuestra Constitución es más federal, valga la palabra, que la de la propia Austria.
No aceptamos, por tanto, esos términos que están en franca y definitiva crisis. El ensayo de Hugo Preuss, ese gran talento que vio cerradas todas las vías oficiales por la incomprensión de Gierke y Jellinek, representantes del oficialismo de Alemania, ha fijado, con su gran mente poderosa y elegante, las doctrinas del Estado integral y ha intentado llevarlas a la Constitución, obra suya, de 1919, aun cuando no lo ha logrado por entero, tratando, de una parte, que los residuos de la soberanía de los Estados queden reducidos a una autonomía que no es más que politicoadministrativa, y por otra, dando a las provincias de Prusia una gran descentralización.
Esto es lo que hoy viene haciéndose y esto es lo que ha querido hacer la Comisión: un Estado integral. Después del férreo, del inútil Estado unitario español, queremos establecer un gran Estado integral en el que son compatibles, junto a la gran España, las regiones, y haciendo posible, en ese sistema integral, que cada una de las regiones reciba la autonomía que merece por su grado de cultura y de progreso. Unas querrán quedar unidas, otras tendrán su autodeterminación en mayor o menor grado. Eso es lo que en la Constitución ofrecemos y queremos hacer, y así vemos claramente atacado el unitarismo en los artículos 15 y 19, y en cambio, proclamado el integralismo absoluto en los artículos 16, 18 y 20.
Yo quisiera ahora, y perdonadme, hacer un ligero inciso, fijar la posición de nosotros, socialistas. El socialismo tiende a grandes síntesis, el socialismo quisiera hacer del mundo entero un Estado de proporciones mayúsculas; la federación de Europa y aun del mundo sería su aspiración más legítima. Somos nosotros, los socialistas, no un partido político, sino una civilización y precisamente eso es lo que nos ha hecho pensar en el Estado integral y no en el Estado federal; y por lo mismo que somos una civilización, no podemos desconocer que las regiones tienen su derecho a vivir autónomas cuando así lo quieran. No encontrará jamás una región española, que tenga su civilización y su cultura propias, sus perfiles y sus características definidos, un obstáculo en el partido socialista. El ve los hechos reales y comprende precisamente esas disidencias, las respeta y las acepta.
Trata el título II de la nacionalidad. No desconocemos que la mayor parte de las constituciones vigentes dejan a una ley la reglamentación de estos problemas; pero la tradición española constitucional es consignarla en su propia carta a la cabeza, y como estamos haciendo una Constitución de España y no traducida del francés o del alemán, aun cuando, como ya veremos, no ha de negarse el influjo que las constituciones de México y Alemania ejercieron sobre nosotros, hemos querido seguir esta tradición consignando en los artículos de este título quiénes son españoles, cuándo se adquiere y se pierde la nacionalidad. Y en este punto hay algo que yo quisiera, en pocas palabras, exponer a la Cámara: el párrafo último del Art. 22.
Un sentimiento cordial de las colonias españolas que viven del otro lado del Atlántico nos ha hecho pensar en la urgencia de permitir la doble nacionalidad; pero no hemos querido hacerlo con un carácter general porque ello engendraría problemas insolubles en el Decreto. Ni aun siquiera para esos Estados de lengua española y portuguesa hemos admitido de una manera absoluta la doble nacionalidad. La condicionamos a la reciprocidad; es decir, a que aquellos Estados de América o Portugal hagan lo mismo con sus propios súbditos, y ello traerá inexorablemente una ventaja inmensa para el hispanoamericanismo.
El hispanoamericanismo, hasta ahora, no ha salido más que de las burbujas del champán a los postres de los grandes banquetes de fraternidad, y nosotros quisiéramos encauzarlo por otras rutas más prácticas y verdaderas. Con la reciprocidad se obliga necesariamente a esos Estados a que, por Convenios internacionales, tracen las normas jurídicas por que han de regirse los derechos de esos individuos de doble nacionalidad de habla española y portuguesa, y así es como haremos la más práctica, la más eficaz, la más grande obra hispanoamericana.
Y entramos en el título III, que se ha denominado hasta ahora la parte dogmática de la Constitución: los derechos y deberes de los españoles.
No es imprescindible que una Constitución tenga esta tabla de derechos. Una de las leyes constitucionales francesas, la de 1875, no tiene esta declaración de derechos, aun cuando la mayor parte de los comentaristas opinan que está vigente la declaración de los derechos del hombre de 1789. La Constitución austríaca tampoco tiene esa parte dogmática; pero nosotros creemos que esa parte es tan importante o más que la orgánica, y, por eso la llevamos a la Constitución.
Mas obsérvense todas las evoluciones por que ha pasado esa parte dogmática y esa declaración de derechos. Desde esa declaración primera que quiere verse en la Carta magna inglesa del año 1215 y, después, en las colonias norteamericanas y en el Regerisform de 1634, de Suecia, hasta la declaración famosa y conocida de los derechos del hombre en Francia, han ido ensanchándose de una manera extraordinaria esos derechos llamados del hombre, y esto ha sucedido porque se ha ido ampliando la propia vida humana. Fijémonos en que ya a mediados del siglo XIX, el año 1848, la Constitución francesa establece el derecho al trabajo y a la asistencia, dando con ello entrada, no a la protección individual, sino a la protección del trabajo y de orden económico; pero, sobre todo, desde la Constitución mexicana de 1917, la Constitución rusa de 1918 y la Constitución alemana de 1919, se engrandece el territorio de los derechos del hombre de una manera extraordinaria, y van a parar ahí, no sólo los derechos individuales, sino los derechos de las entidades colectivas: sindicatos, familia, etc., mas todavía la evolución no se detiene aquí, estableciendo, al lado de los derechos individuales, estos otros derechos de la vida familiar y económica, sino que busca que no sean las declaraciones de derechos del hombre declamaciones de derechos, como se dijo al discutirse la Constitución de Weimar.
Lo que pretendemos es que no sean declamaciones, sino verdaderas declaraciones, y por ello no basta con ensanchar los derechos, sino que les damos garantías seguras; de una parte, la regulación concreta y normativa; de otra, los recursos de amparo y las jurisdicciones propias para poderlos hacer eficaces. Esto es lo que tratamos de hacer; ensanchar ese territorio, que ya no es tal parte dogmática, que ya no es, como era antaño, una ley secundaria y garantizadora, una declaración de derechos sagrados en aquella tesis, arrumbada al fin, del concepto superestatal de los derechos del hombre, que provenían de un derecho natural hundido para siempre. Es preciso dar garantías a los ciudadanos contra ataques del Poder ejecutivo, y estas garantías se hallan en nuestra Constitución.
El título IV trata del Parlamento. También aquí hemos tropezado con un asunto de gran densidad y volumen; el del régimen bicameral o unicameral. Hay que reconocer que, a pesar del concepto democrático que corre por las nuevas Constituciones, son muy pocas --las de Estonia, Finlandia y Yugoslavia-- las que declaran la unicameralidad; pero, en cambio, fijémonos cómo van decayendo y quedando como huellas y residuos las Cámaras llamadas hoy secundarias y que en una época fueron las primeras Cámaras, como todavía se denominan en los Países Bajos. Esas Cámaras ya no son primeras Cámaras ni Cámaras secundarias; no son más que recuerdo de antaño que el tiempo barrerá: La reforma de la Cámara de los Lores de Inglaterra, de 1911, no sólo la impide mezclarse en la política activa y en materia de Hacienda, sino que no la deja más que un mero veto suspensivo en la legislación ordinaria. ¿Y qué es el Reichstag alemán en la Constitución de 1919, cuyas facultades legislativas son harto discutibles? Es decir, que hay, evidentemente, una decadencia del sistema bicameral y nosotros hemos observado que cuando los pueblos realizaron grandes llamamientos populares, no hicieron más que una sola Cámara. Así, por ejemplo, ocurrió en Francia en 1791 y en 1848; así ocurrió en España en las Cortes de Cádiz contra el parecer de Inguanzo, que bien combatió Toreno. Establecemos, pues, por ser altamente democrática nuestra Constitución, una sola Cámara. El sistema bicameral es sobremanera nocivo. Lo es porque, no sólo obstaculiza las leyes progresivas, sino porque, a veces, reyertas entre las dos Cámaras sirven de obstáculo a la buena marcha legislativa, y la debilidad de las mismas puede hacer pasto de un Poder ejecutivo acometedor.
Establecemos, pues, una sola Cámara, porque, ¿qué razón tendría el Senado? Ya el viejo argumento de Sieyés sobre esta materia es terminante: «Si las dos Cámaras van unidas y representan la voluntad popular, una sobra; si la otra se opone, entonces no representará la «volonté générale», que es lo que debe representar el Poder legislativo». No es, pues, posible mantener el viejo Senado, porque si hoy quisiéramos resucitar con el Senado el lugar en donde las excelencias de edad, de cultura o de riqueza estuviesen representadas, estableceríamos un concepto diverso, antigualitario, incompatible con el sistema democrático; y si lo que se quiere hacer con el Senado es establecer dos elementos. No admitimos, pues, el Senado, entre el capital y el trabajo; lejos de hallar una solución, se ahondarían más profunda, más fuerte, más insondablemente los antagonismos entre esos dos elementos. No admitimos, pues, el Senado, sino sólo una Cámara.
Una novedad trae la Constitución en orden al Poder legislativo. Está en el artículo 61: es la Comisión parlamentaria. No es una Comisión legislativa; lo que hace es prolongar la función fiscalizadora de la Cámara. Encontramos antecedentes gloriosos en España: las diputaciones permanentes de Cortes, que establecieron las de Cádiz. Ahí encontramos la ascendencia, y hoy, en Alemania, en Austria, en México y Checoslovaquia están establecidas estas Comisiones parlamentarias.
Los títulos V y VI versan sobre el Poder ejecutivo: la Presidencia y el Gobierno. Es aquí, probablemente, donde los grandes tratadistas de Derecho constitucional están riñendo más enconadas batallas y el problema que se halla hoy en crisis; por eso la mayor parte de las soluciones se muestran como tanteos y en germen. Los Estados buscan el rendimiento en el presidencialismo o en el parlamentarismo.
Obsérvese que en las constituciones compuestas después de la guerra no se ha establecido el sistema presidencial. Acudimos, por tanto, al sistema parlamentario. En el presidencialismo pueden seguirse dos grandes caminos: o el Presidente fuerte, a la alemana; o el Presidente débil, a la francesa. El presidente fuerte es elegido por el pueblo, tiene el poder de legislar por decreto, puede en ciertos casos disolver la Cámara. El Presidente francés, de tipo débil, es elegido por la Asamblea, reunidos la Cámara de los Diputados y el Senado y prácticamente no tiene facultades para disolver las Cámaras. Nosotros tratamos de establecer una síntesis entre el Presidente fuerte y el Presidente débil. Al igual que en Alemania, es elegido por el pueblo, puede legislar por decreto, pero no puede disolver la Cámara, porque en último extremo tiene que ir a pedir el referéndum, el parecer popular, jugándose el cargo en la empresa.
Desde el punto de vista del Gobierno, tratamos también de hacerle fuerte contra posibles votos de censura eventuales y caprichosos, exigiendo un voto calificado.
Al mismo tiempo, también el Poder legislativo podrá solicitar, antes de que termine el plazo de vigencia del mandato presidencial, que el Presidente sea destituido: pero asimismo jugándose el Parlamento su existencia, porque en último término puede ser disuelto.
Es así, como hemos querido estabilizar el juego de estos Poderes; porque obsérvese que la separación del Poder ejecutivo y del legislativo, que arranca de la doctrina de Montesquieu, está hoy en franca crisis. Hoy el Poder reside en el pueblo, encarna en el Estado y se ejerce por sus órganos; no hay necesidad de hacer esa división, sino de afirmar más bien la seguridad y la permanencia de la labor de cada uno.
El título VII introduce una novedad: los Consejos técnicos. La democracia no es enemiga de la técnica; sería uno de los grandes errores de la democracia el proclamar que los técnicos no sirven para nada. Buena prueba de lo contrario es que esta Comisión parlamentaria compuesta en su mayoría de gentes populares, de gentes eminentemente políticas, ha tratado con respeto y a veces se ha inspirado profundamente en los trabajos de la Comisión Asesora Jurídica, y su labor ha sido principalmente el estímulo para crear estos Consejos, los consejos técnicos, inseparables de un buen sistema unicameral.
Los Consejos técnicos, tal como los traemos nosotros, tienen antecedentes en los Consejos económicos, de Alemania, Irlanda y Yugoslavia; pero nosotros, de una parte, hemos achicado su poder, y de otra ensanchado. No llegamos a tanto como en la Constitución alemana, en donde, cuando no quiere el Gobierno llevar a la iniciativa del Consejo, uno de los miembros de él podrá presentarse el Parlamento para defenderla. En esto, digo, no hemos llegado a tanto; pero, en cambio, no son sólo Consejos económicos, sino que son diversas clases de Consejos técnicos los que hemos creado.
Los Consejos técnicos están hoy en embrión. Acaso el porvenir hará de ellos uno de los más interesantes capítulos del Derecho público, y no pasará a él la vieja savia del Senado, sino, por el contrario, el poder de reflexión que se quiere buscar en otras segundas Cámaras. Por eso los Consejos técnicos son para nosotros cosa indispensable en nuestra nueva Constitución.
Pasemos al título VIII, versante sobre la Justicia. Se observa en todas las Cartas políticas contemporáneas el deseo de hacer del Poder judicial un poder fortísimo. Parece como si el Estado-soporte y el Estado-guía quisieran quedar bajo el cuño del verdadero Estado de derecho; por eso al Poder Judicial se le da una prestancia que antes no tuvo; porque, a pesar del mentido nombre de Poder, no era más que una Administración de Justicia sometida al Poder ejecutivo. De aquí que en el Art. 97 al presidente del Tribunal Supremo se le elija por una Asamblea en que elementos del Parlamento y elementos de la sabiduría jurista cooperen a esa elección. De esta manera, hemos hecho un Poder fuerte, un Poder que pueda servir de garantía al Estado de Derecho español. Y también hemos creado el Tribunal que llamamos de Garantías Constitucionales, del que más tarde, al final, hablaremos.
El título IX trata de la Hacienda. Yo voy a ser aquí extraordinariamente parco, porque va por delante la declaración de mi impericia en asuntos de esta índole; pero muchos de los preceptos que ahí encontraréis, y que algunos consideran como no constitucionales, buscan precisamente la garantía de que no se haga lo que se hizo durante la Dictadura: dilapidar los caudales de la nación.
El último título trata de las garantías y reformas de la Constitución. Es ahí donde creamos este Tribunal de Garantías Constitucionales que es parecido, en parte, el de Austria, pero sobre todo, es una síntesis del Tribunal Constitucional de Norteamérica, del de Juicio de Amparo de México y del de Conflictos de Francia. Cierto que nosotros no hemos llegado a considerar a este Tribunal como capaz de declarar la inconstitucionalidad de las leyes; el artículo 118 conserva la soberanía del Parlamento; pero podrá denunciarse por el Tribunal al Presidente, la inconstitucionalidad de una ley, y éste traerla a la Cámara para ceñirse a lo que ella determine o acudir al referéndum.
En última instancia, veis cómo estamos constantemente apelando al pueblo, en este caso y, sobre todo, en el otro; para resolver el conflicto entre el Presidente y la Cámara popular, porque si los dos son de elección del pueblo, sólo el pueblo puede ser juez en sus conflictos.
Las garantías de reforma constitucional dan a nuestra Carta política el aspecto de Constitución rígida; pero es que hoy han desaparecido, casi en absoluto, las Constituciones flexibles, o bien exigiendo una mayoría calificada para la reforma, o pidiendo unas Cortes Constitucionales para enmendarla. Es evidente que hoy la flexibilidad va perdiendo terreno.
Y ahora permitidme unas palabras de epílogo. Esta Comisión ha compuesto la ley fundamental para la República española en veinte días. Pensad la premura con que ha tenido que ser hecha. Es muy probable que vuestra sagacidad y cultura encuentren en algunos artículos un descuido de redacción, acaso un error de concepto. Esta Comisión, no ya dispuesta, sino deseosa de escuchar de vuestros labios las objeciones, para aceptarlas, cuando así le parezca que es preciso y que no atacan el núcleo fundamental de su obra.
Queremos avanzar; vamos a ser muy parcos en la oratoria, y, a ser posible, esta Comisión, en las discusiones de totalidad, no quisiera hacer uso de la palabra más que una sola vez, al final, para contestar a los oradores.
La rapidez con que se ha compuesto la Constitución es insólita en las Comisiones parlamentarias europeas. Se tardó tres meses y medio en Alemania, porque desde el 4 de marzo de 1919 al 18 de junio de ese año estuvo trabajando la Comisión, y eso que trabajaba sobre el gran proyecto de Hugo Preuss: en Letonia tardó once meses; en Polonia, dos meses, en Yugoslavia, otros dos; en Austria, no tenemos datos muy exactos, pero pasan cerca de tres meses antes de que pueda aprobarse la Constitución, desde el comienzo de los trabajos que la Comisión, y también aquí fue un gran hombre el que avaloraba el proyecto: Hans Kelsen. Pues bien, nosotros, con premura inusitada, hemos compuesto esa Constitución que aquí ofrecemos. Quiero ahora, sin enmascarar nuestro pensamiento, decir que es una Constitución avanzada; deliberadamente lo ha decidido así la mayoría de los comisionados. Una Constitución avanzada, no socialista (el reconocimiento de la propiedad privada la hurta ese carácter), pero es una Constitución de izquierda. Esta Constitución quiere ser así para que no nos digan que hemos defraudado las ansias del pueblo. Los que quieren, a pretexto del orden, transformar a España en una Monarquía sin rey, encontrarán siempre en esta Comisión la lucha más decidida y la más absoluta negación a ceder.
Hacemos una Constitución de izquierdas, y esta Constitución va directa al alma popular. No quiere la Comisión que la compuso que el pueblo español, que salió a la calle a ganar la República, tenga que salir a ganar su contenido. Por eso, porque es una Constitución democrática, liberal, de un gran contenido social, la Constitución que os ofrecemos es conservadora, porque los elementos que pueden alterar el orden con tal pretexto, no es preciso que en estos instantes, que no son de polémica, sino de exportación de nuestra obra, sean mencionados por mi. Lo dice la pastoral de los prelados del 17 de este mes.
Nuestro proyecto de Constitución es una obra conservadora, conservadora de la República.
28 de agosto de 1931. (Ext. Ofic. No. 29. Pág. 2).
Reproducido en el tomo XII de la Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara: Textos y documentos de historia moderna y contemporánea (siglos xviii.xx). pp. 378-90.