Bien hizo el Servicio Español de Información en publicar, hace ya muchos días, las palabras de nuestro gran lírico, a su llegada a América:
«Madrid ha sido --dice Juan Ramón Jiménez--, durante este primer mes de guerra, yo lo he visto, una loca fiesta trágica. La alegría, la extraña alegría de una fe ensangrentada rebosaba por todas partes; alegría de convencimiento, alegría de voluntad, alegría de destino, favorable o adverso. Y este frenesí entusiasta, esta violenta unión con la verdad, habrían decidido desde el primer momento del triunfo justo del pueblo si la rebelión militar no hubiese sido amparada por codiciosos poderes extraños. Y España, la República española, democrática y legal, estaría hoy reorganizándose, completando su firme ejemplo ante el mundo».
Palabras son éstas de testigo presencial, algo más, de quien hizo suya y vivió con el pueblo, con su pueblo, la gran experiencia trágica de la España actual. «Yo he visto», dice Juan Ramón Jiménez, aludiendo sin la menor jactancia a ojos excepcionales, los suyos, de verdadero poeta, que ven en lo profundo. «Como una violenta unión con la verdad» nos define Juan Ramón aquel ímpetu popular que realizó el milagro de Guadarrama y obró, luego, tantas hazañas portentosas, que son hoy el asombro del mundo. En efecto, nuestro pueblo ha necesitado siempre de la violencia; del frenesí entusiasta para unirse con la verdad, con su propia verdad; tantos son entre nosotros los poderes sombríos que contra ella militan, tantos los enemigos de la más humilde como de la más egregia verdad española. Por suerte abundan ya los ojos que la han visto desnuda. Tal ha sido para muchos, para los mejores, la gran revelación de la guerra; la verdad española está en el corazón del pueblo como un arco tendido hacia el mañana, y es hoy una consciente voluntad de vivir en el sentido de la historia.
Cuando Juan Ramón escribió las nobles palabras transcritas, eran los días en que la contienda que ensangrienta a España nos aparecía con vagos caracteres de guerra civil entre dos categorías de españoles, o, si queréis, entre dos Españas: la España popular, ávida de nuevas experiencias humanas, España viva y, por ende, incapaz de vivir a retrotiempo, y la España desmayada y sombría, tantas veces cobarde ante la historia, que invoca vanamente una tradición de cultura que ella nunca hubiera contribuido a crear, y cuya tradición verdadera está hecha de renuncias, fracasos y traiciones: una España triste que alguien, no yo, llamará burguesa, con adjetivo sobradamente holgado para su mezquindad, una España de viejas infecundas, que compró al hambre africana los brazos que habían de defenderla.
La guerra civil, tan desigual éticamente, pero, al fin, entre españoles, ha terminado hace muchos meses. España ha sido vendida al extranjero por hombres que no pueden llamarse españoles: quien vende a su patria se desnaturaliza y ha de sobreentenderse que renuncia a su patria para buscar cobijo en la patria del comprador. De suerte que ya no hay más que una España, invadida, como otras veces, por la codicia extranjera y, como otras veces, a solas con su pueblo y con su destino, quiero decir con su razón de ser en lo futuro, para luchar sin tregua ni desmayo por su propia existencia, contra dos potencias criminales, tan fuerte como viles, que le han salido al paso en la más peligrosa encrucijada de su historia.
Mucho alienta escuchar las voces de los buenos --su claro timbre español--, en los momentos más trágicos, que han de ser también los más fecundos, de esta magnífica soledad española.
Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero.
Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983.