Encontré a don Ramón pocos años después, en una tertulia literaria del antiguo Café Colonial, y allí me fue solemnemente presentado por Manuel Sawa: «Don Ramón del Valle-Inclán, el primer gallego de su siglo, y el mejor escritor de España». Don Ramón sonreía sin declinar el honor del elogio hiperbólico, y pasaba a hablarnos de sus hazañas en Méjico. Él había preferido siempre --así nos lo confesaba-- la espada a la pluma, y la profesión de literato, que, al fin, era la suya, le parecía un tanto subalterna para hombres de su laya.
A pura extravagancia achacaron muchos estas declaraciones de don Ramón, pensando, no sin motivo, que sus hazañas ultramarinas, de coronel del ejército mejicano en Tierra Caliente eran más fantásticas que reales. De su talento de escritor, en cambio --ya había publicado su libro Femeninas--, nadie podía dudar. En efecto. Pero yo no dudaba tampoco de la honda sinceridad de sus palabras. Porque aquellas hazañas que él se complacía en relatarnos eran, en parte, al menos, imaginarias, mas no por culpa suya: él fue siempre muy capaz de todas ellas. Don Ramón, como Don Quijote, no conocía el miedo; no había para él miedo que no superase por el espíritu, y estaba dotado de una enorme capacidad de resistencia para el sufrimiento físico. De ésta, sobre todo, puedo dar fe. Después de la pérdida de su brazo, don Ramón se disparó, por descuido, un pistoletazo en un pie. Hubo que operarle hasta el raspado de los huesos, para evitar la gangrena; y el doctor San Martín, que dirigió la operación, quedó maravillado de que nuestro don Ramón la resistiese sin cloroformo, con la sonrisa en los labios y sin el más leve gesto o movimiento de dolor. Era un andarín infatigable y, en sus conversaciones peripatéticas por el heroico Madrid, a todos nos cansaba, y no ciertamente por su palabra, sino por el infatigable vigor de sus flacas piernas. Todos oíamos con deleite y con respeto las fantasías de don Ramón, convencidos de que muy rara vez excedían a su capacidad para realizarlas. Por eso, cuando un día nos dijo que había venido a pie y en cuatro horas de Burgos a Madrid, disfrazado de fraile trapense, el más irónico de la tertulia no pasó de decirle: «Buen paso llevaría usted, padre Valle». Porque todos sabíamos que don Ramón, puesto a andar, no encontraría globetrotter o trotamundos que le aventajase, y que sólo podía dudarse de su capacidad para el cómputo del tiempo, o para el exacto conocimiento de nuestra geografía.
De sus proezas imaginadas --las que él hubiera deseado realizar-- sacó don Ramón uno de los rasgos más atrayentes de su carácter y que más lo recomendaban a nuestra dilección. Don Ramón, así le llamamos siempre los que alcanzamos mayor intimidad con él, tan literario, tan empapado en literatura, fue siempre mucho más que un literato. El capitán fracasado, no por su culpa, que llevaba consigo, proyectó acaso sobre toda su vida una cierta luz de heroísmo y abnegación militar, contribuyó en mucho a aquel sentido de consagración a su arte, como tarea ardua y espinosa que le distinguirá siempre entre sus coetáneos, por su capacidad de renunciación ante todas las comodidades del oficio, y por la inflexible lealtad a sus deberes de escritor. Como alguien nos refiriese el caso de un poeta, que, abandonando las faenas de su vocación, ponía su pluma al servicio de intereses bastardos, y se tratase de hallarle disculpa en la necesidad apremiante de ganarse el pan, don Ramón exclamó: «Es un pobre diablo que no conoce la voluptuosidad del ayuno». ¡La voluptuosidad del ayuno! Reparad en esta magnífica frase de don Ramón, y decidme qué otra ironía hubiera proferido el capitán a quien se intima la rendición por hambre de la fortaleza que, en trance desesperado, defiende. ¡La voluptuosidad del ayuno! Nuestro gran don Ramón la conoció muchas veces, aunque nunca se jactó de ello. Porque Valle Inclán, consagrado en los comienzos de su carrera literaria a una labor de formación y aprendizaje constante y profunda, a la creación de una nueva forma de expresión, a la total ruptura con el lugar común, a lo que él llamaba, la unión de «las palabras por primera vez», tuvo que renunciar para ello a todas las ventajas materiales que se ofrecían entonces a las plumas mercenarias, a las plumas que se alquilan hechas para el servicio de causas tanto más lucrativas cuanto menos recomendables. Desde este punto de mira --reparadlo bien-- ningún escritor menos fascista que don Ramón María del Valle-Inclán.
Nunca fue Don Ramón, ni aun en los tiempos de su mayor penuria, un bohemio a la manera desgarrada, maloliente y alcohólica de su tiempo. Don Ramón no bebía más que agua, sin presumir de abstemio (él sabía muy bien que la mera carencia de vicios no supone virtud), sin que su sequedad le inclinase a eludir el trato con los húmedos, cuando los húmedos, como el gran Rubén Darío, tenían talento. Don Ramón cuidaba el atavío externo hasta la extravagancia, y no, ciertamente, como pensaban los maliciosos, para recomendarse por la apariencia a falta de valores internos (nadie más afanoso de ser ni más desdeñoso de aparentar en literatura que nuestro don Ramón), sino para oponer con su apariencia de gran señor estrafalario una barrera indumentaria al señoritismo vulgar, y algo también --digámoslo en su honor-- para que no adivinásemos, los que más le queríamos, que don Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro se entregaba con demasiada frecuencia a la voluptuosidad del ayuno. Digámoslo con otras palabras: nadie llevó la pobreza y la mala fortuna del literato español con mayor dignidad y más carencia de toda mendiguez que nuestro don Ramón.
Cuando se haga un día la verdadera epopeya de Valle-Inclán, se empleará el copioso anecdotario de su vida, no para enterrar al escritor bajo un diluvio de hechos insignificantes --como se hace hoy-- sino para llevar un poco de luz a la más honda raíz de su personalidad.
La crítica literaria de su tiempo --llamamos crítica a todo cuanto se jactaba de serlo-- nos ayuda muy poco a conocer al hombre y al literato. De las primeras obras de Valle-Inclán, la crítica no dijo nada. ¿Para qué? Ya hablaba de ellas bastante su propio autor. Don Ramón, en efecto, disertaba en su cátedra de café sobre su obra y sobre la ajena. Además, no era don Ramón hombre que agradeciese demasiado el elogio arbitrario, ni mucho menos hombre capaz de soportar con paciencia --a pesar de su manquedad-- algo que también se ha llamado crítica en España: una cierta insolente matonería literaria, que ha solido ejercerse a mansalva por algunos sedicentes críticos que confunden, como decía un discípulo de Mairena, la crítica literaria con las malas tripas del literato.
En cuanto a los viejos, los escritores consagrados de mayor prestigio, no eran muy propicios a aceptar la obra de don Ramón, cada vez más copiosa y perfecta, como un nuevo valor. A sus oídos, algo tardos y embotados por el tiempo, sólo llegaban anécdotas, más o menos verídicas, y siempre interpretadas peyorativamente, de la procacidad y la insolencia hostil a los viejos de nuestro don Ramón. Don Ramón, en efecto, predicaba insistentemente contra el teatro Echegaray, y pretendía abrumado con burlas y sarcasmos. Los que más habían menospreciado a Echegaray en su tiempo, por cuanto hubo en él de intento renovador, se sentían ahora sus más fieles custodios. Y se olvidaba decir que don Ramón ponía cátedra también para defender las pocas realizaciones poéticas de nuestro teatro romántico, tan injustamente maltratado en su tiempo; para defender los valores olvidados e incomprendidos de nuestros clásicos, y para abrir paso a los dos nuevos valores que pugnaban entonces con la hostilidad de una crítica inepta y el desdeño de un público desorientado por esta misma crítica: el teatro de Jacinto Benavente, que venía a continuar y a enriquecer con una obra magnífica nuestra gran tradición dramática y las aportaciones que hacían al nuevo teatro las adaptaciones escénicas de un novelista muy justamente consagrado: don Benito Pérez Galdós. Pero don Ramón llamaba viejo idiota a don José Echegaray. ¿Había injusticia en ello? Sin duda, y don Ramón, que no escribió nunca estas palabras --reparad en que don Ramón no solía perder su tiempo en escribir contra nadie--, acaso lo sabía. Pero ¿por qué tantos ilustres ancianos contra quienes don Ramón nunca hizo armas con la lengua, habían de darse todos por aludidos? Lo cierto es que nuestro don Ramón tuvo hasta su vejez herméticamente cerradas las puertas de la Academia Española. Digamos, en su loor, que él nunca llamó a esas puertas ni, mucho menos, pretendió forzarlas. Sin embargo, ¡cuántos menos academizables que Valle-Inclán, y algunos aun en contra de sus propios deseos, penetramos por ellas! Él no fue nunca un enemigo sistemático de lo específicamente académico. Al contrario. Para él, más que para nadie, la lengua era materia inapreciable e instrumento precioso del arte literario. Muchos años de su vida había consagrado a conocerla, a manejarla, a enriquecerla, y hasta a pulirla. Todo cuanto se relacionaba con el lenguaje, desde la fonética hasta la semántica, le interesaba.
Las páginas de Valle-Inclán que hoy se reimprimen, han sido escritas en una época muy avanzada de la vida de su autor, en plena madurez de su talento literario, durante la dictadura de Primo de Rivera. En ellas se describe el aspecto picaresco de los días revolucionarios de una época anterior a todos nosotros y que nuestro don Ramón no había vivido. Nació Valle-Inclán el año 69 del pasado siglo, un año después de la famosa revolución de Septiembre y del destronamiento de Isabel II. En todos los manuales de Historia encontrará el lector relatos sucintos de los hechos políticos de aquellos días aborrascados a los que alude Valle-Inclán con frecuencia. Yo me atrevo a aconsejar su lectura a los jóvenes de nuestros días, como labor últimamente complementaria para la lectura de estas páginas vallainclanescas. Porque las postrimerías del reinado de Isabel II son ya para ellos muy distantes. Los jóvenes no tienen ya, como tuvimos nosotros en nuestra juventud, fuentes vivas de información. Don Ramón y el círculo de sus amigos escuchamos de labios de nuestros abuelos, de nuestros padres y de nuestros maestros, relatos de hechos vividos o presenciados, los más autorizados juicios sobre aquellos sucesos, y la historia escrita tiene para nosotros mucha menor importancia que tuvo la inmediata tradición oral. Don Ramón, que escribe para la posteridad y, por ende, para los jóvenes de hoy, olvida a veces lo que nunca olvidaba Galdós: mostrar al lector el esquema histórico en el cual encuadraba las novelas un tanto frívolas de sus Episodios Nacionales. Pero don Ramón, aunque menos pedagogo, es mucho más artista que Galdós, y su obra es, además, mucho más rica de contenido histórico y social que la galdosiana.
Dos palabras para terminar. Don Ramón, a pesar de su fantástico marquesado de Bradomín, estaría hoy con nosotros, con cuantos sentimos y abrazamos la causa del pueblo. Sería muy difícil, ciertamente, que encontrase un partido del cual pudiera ser militante ortodoxo o que coincidiese exactamente con su ideario político. Pero, ante la invasión de España por el extranjero y la traición de casa, habría renacido en don Ramón el capitán de nobles causas que llevaba dentro, y muchas de sus hazañas soñadas se hubieran convertido en realidades.
Los capitanes de nuestros días no tendrían ni amigo más sincero ni admirador más entusiasta que don Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro.
Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 239-244.