Razones y sinrazones del discurso antiutópico

Ángel Rodríguez-KauthNota 1_1

Universidad Nacional de San Luis, Argentina


Publicado en la revista Utopía y Praxis Latinoamericana 4/6 (1999), pp. 55-65, que se edita en Venezuela.(Email: utopraxis@luz.ve)

Reproducido por gentil autorización del autor y de la publicación, que ESPAÑA ROJA agradece de todo corazón


RESUMEN

La contemporaneidad observa --entre azorada y despreocupada-- cómo día a día se va devaluando con mayor intensidad el sentido de la utopía. Los comunicadores sociales y los pretendidos filósofos de la postmodernidad, aliados a los pensadores del mercantilismo --no se le puede llamar de otra forma a los teóricos y pragmáticos del mercado-- no paran en sus permanentes ataques contra la o las utopía/s. Todo aquello que pueda expresar una forma de pensamiento o sentimiento que se salga de los escaques, donde pretenden hacernos jugar a su ajedrez, es despectivamente calificado de utópico. Más aún, el lenguaje del discurso antiutópico ha prendido a punto tal que no es extraño escuchar a los jóvenes decir que la expresión de una idea para ellos desconocida sea utópica. Con esta nota pretendemos encontrar las raíces del antiutopismo a partir del discurso del propio Moro que usara originalmente el término para referirse a un estado ideal de cosas que se pueden alcanzar. Creemos haber podido rescatar el sentido de la utopía y que este nos sea útil para enfrentar a los discursos de la opresión que nos arrastra a una realidad de miseria e indignidad.



Si se asumen como verdaderas las postulaciones de la moderna física cuántica, entonces debe aceptarse por una razón de principio que nada, ningún objeto, ninguna partícula, puede estar en reposo, nunca en estado inmóvil. «La situación fija inmóvil está prohibida en mecánica cuántica, por lo tanto no se puede dejar de tener residuos de actividad o de vibración, que se llaman las fluctuaciones cuánticas» (Gunzig, 1997).

Estas fluctuaciones cuánticas de las que habla este discípulo de Prygogine, no son fluctuaciones que solamente puedan observarse en el laboratorio con la electricidad o las ondas magnéticas o en el espacio astronómico, también suceden en los individuos, en las personas comunes y corrientes que, aunque a veces lo ignoremos, también estamos cargadas de las mismas partículas permanentemente vibrantes y que --aun después de muertos y en estado de fosilización-- siguen emitiendo sus señales. Con este recurso a la física heredera del talento de A. Einstein, simplemente quiero introducir el concepto de que la historia no tiene fin, como han pretendido demostrarlo algunos teóricos de la historia, por ejemplo valgan los nombres del mismísimo K. Marx y del reciente F. Fukuyama.

Y así como la historia no tiene un punto final, tampoco tiene principio, pese a los modernos físicos astronómicos que, en un alarde de ciencia ficción, pretenden vender la teoría del Big-Bang como la verdadera historia del Universo. Y si la historia no tiene principio ni final, entonces el hombre, sujeto único capaz de construir reflexivamente la historia, siempre tendrá un punto más allá que alcanzar, pese a los designios de los profetas historicistas o científicos que pretenden asignarle un final bello: el paraíso comunista o el actual sistema capitalista que impera bajo el sol con la pretensión de eternidad. Y es en este punto donde aparece para el sujeto humano el valor de la utopía y --consecuentemente-- el disvalor de la misma.

Para el lugar de fantasía pensado por Tomás Moro (1993), durante el reinado absolutista de Enrique VIII en la Inglaterra de los Siglos XV y XVI, Utopía no era una ficción, era su propuesta de un deber ser político. Se trataba del Estado ideal de gobierno y de convivencia --no en vano la ubicó en una isla--, en donde las relaciones entre gobernantes y gobernados estaban basadas en un principio de igualdad y no en los meros honores de nacimiento. En dicha isla, los bienes pertenecían a la comunidad y no existía el dinero que podía corromper las pasiones de los hombres y mujeres que la habitaran. El modelo en el que se basó T. Moro fue el de la República de Platón.

Moro presenta y ofrece un discurso de género prototípicamente proposicional (García Negroni y otros, 1992), donde el que dice el discurso, el locutor, se hace absolutamente responsable por sus dichos y deja la marca de su impronta en aquellos.

Eso llega a punto tal que Moro es decapitado por el Rey Enrique VIII a consecuencia que él no aceptaba los argumentos que pretendía argüir su patrón y príncipe para reclamar ante el Vaticano por sus pretensiones de desvinculación matrimonial. Su resistencia a aceptar dichos mandatos no se trataba de una cuestión de principios religiosos puros, ya que no aceptó reconocer la autoridad espiritual del Rey de quien era Canciller --desde 1529 hasta 1532--, en realidad, su negativa estuvo fundada solamente por defender principios lógicos y éticos en los cuales creía y por los cuales fue al sacrificio; Enrique VIII lo hizo declarar culpable de alta traición y ordenó su decapitación, hecho que se produjo en 1535.

Los valores sociales que han de presidir a aquella sociedad utópica, tal como la soñara Tomás Moro, tienen su asiento en el reinado de la razón como estado de la excelencia en que se testimonia la relación entre los individuos. Sólo con el uso de la razón y su ejercicio cotidiano se van a ver garantizados los dos principios humanos fundamentales: la libertad y la justicia. Las pasiones humanas, aplicadas al espacio de lo público o institucional sólo permitirán distorsionar la presencia y el poderío de la razón; y es por dicha causa que en las instituciones pensadas para Utopía se procure evitar que las pasiones se pongan por encima de la racionalidad.

Para Moro existe en este mundo terrenal --y el único conocido por él-- una causa básica de las injusticias sociales: la propiedad privada. Y Moro hace desaparecer de un plumazo (literalmente hablando) a la propiedad privada de su país utópico, ya que considera que merced a aquella la avaricia de cada uno de los individuos y de los individuos agrupados en élites será el punto donde se articulará la tan temida injusticia, que, por otra parte, tendrá como correlato la ausencia de la tan ansiada libertad.

Moro lleva hasta sus últimas consecuencias el discurso igualitario y termina por arrancar el derecho a la propiedad privada que estaba --y hoy continúa-- vigente en las relaciones sociales entre los individuos soberanos y el príncipe. La propiedad privada tiene un vicio elemental en su configuración, se trata de su condición de hereditaria. Este hecho hace que quienes gobiernen a la sociedad civil de su época --como así también de la nuestra-- no sean los mejores en su dotación racional, sino que sean los que merced a la avariciaNota 1_2 hayan acumulado mayor cantidad de riquezas. En contraposición a esta idea aparece que los que menos bienes de propiedad dispongan para sí mismos irán descendiendo en la escala social de manera directamente proporcional a su escasez de propiedades.

De aquí se deviene que Moro --en la actualidad-- es un enemigo en potencia y en presencia de los regímenes centrales que han hecho del Nuevo Orden Internacional el gran desorden político en la red de relaciones sociales interpersonales e internacionales, a partir de que han hecho del paradigma llamado neocapitalista --que es otra forma de expresarse el viejo capitalismo-- la única forma de relacionarse.

La Utopía de Moro no fue más que eso, una mera utopía, hasta alcanzada la segunda década del Siglo XX. Con la aparición en la escena política internacional de la revolución bolchevique, el mundo de los ideólogos apegados --y bien pagados por el sistema de clases dominantes-- advirtió que lo de Moro no era solamente una utopía; podía ser una realidad.

La ficción se convertía en cruel actualidad que acosaba los intereses de quienes venían detentando el Poder, aunque con pequeños dolores de cabeza que les produjeron --por citar algunos-- la Revolución Francesa que a más de uno literalmente se la cortó; las ideas de Marx o los episodios de la Comuna de París, entre otros hechos de rebeldía y oposición al sistema instituido. Pero a los cuales siempre se los pudo reducir con la fuerza, o bien ignorar, como se hizo con los delirios del joven Marx que tenían mucho de contenido utópico, pero que fueron plasmados en la práctica a través de la Revolución de Octubre.

El discurso de T. Moro ofrece un panorama de complejidad al orden de los discursos imperantes y hegemónicos de la actualidad que se ven en figurillas para poder argumentar con sus contradiscursos al tan bien estructurado discurso de la utopía (Rodríguez Kauth, 1998). Se trata de que el componente --en el decir de Verón (1971)-- del discurso de Moro es esencialmente didáctico; es decir, propone y predica un orden de verdades --inconcebibles por entonces y actualmente renegado-- que tienen el carácter de universales; a la vez que enuncia principios generales para la vida en sociedad y entre las sociedades. Esto es algo espantoso y trágico para los poderes transnacionales que tienen su propio discurso didáctico sobre el mismo orden temático, aunque con contenidos diametralmente opuestos.

Esta breve descripción del discurso de Moro puede hacernos comprender por qué los mass media dependientes del sistema hegemónico del Nuevo Orden Internacional permanentemente desprecian a todo aquello que aparezca --en la escena ideológica-- como algo que no está presente en la realidad dada para el consumo de la población en sentido general y amplio, entonces a todo discurso diferente se le define como algo utópico.

Hoy Utopía es casi sinónimo de estupidez; en el lenguaje coloquial interpersonal o en el que nos ofrecen los medios masivos, la Utopía es sistemáticamente desvalorizada, despreciada, bastardeada y hasta prostituida en sus alcances originales. La experiencia de vida de Moro fue, con las diferencias debidas en el orden de los contenidos, semejante a las experiencias de aquellos que están sentados al pie del trono del Poder y renuncian a esa posiciónNota 1_3 para ofrecer su vida sin traicionar sus ideales, a lo que con deslealtad lingüística y metafóricamente se les llama utopías.

Moro es en el espacio de las ideas lo que fue la antigua Yugoslavia en el espacio de los acontecimientos políticos (Rodríguez Kauth, 1994), un enemigo al que hay que destruir porque su discurso puede ser exitoso y llamar con sus cantos a voluntades rebeldes que no se conforman fácilmente con el orden establecido.

De ahí el fin de las ideologías sugerido por F. Fukuyama. En el pensamiento de Fukuyama las ideologías no mueren, lo que desaparece son las utopías en su testimonio superador de lo ficcional y como expresión de una realidad que es posible, aunque sea su búsqueda. Ante el fracaso experimentado por la Unión Soviética en lo económico y político --logrado merced al misil Gorbachov, que introdujo con todo éxito la CIA en el Kremlin-- sólo queda reducir a aquellos que portan pensamientos delirantes como una forma de unificar al mundo bajo el signo presagiado por Orwell (1950) de un ojo inmenso (El Hermano Grande) y omnipresente que controla todos los actos y acontecimientos que se suceden en el mundo.

Pero esta concepción de lo ideológico reducido a un solo ideólogo o a una sola ideología hace desvanecer las esperanzas de un mundo mejor, por la sencilla razón de que le falta su par opuesto y dialéctico que es la otra ideología. Hoy el mundo se debate en el Mar de los Sargazos (Bayer, 1994), como una suerte de barco que no encuentra puerto adonde acercarse porque partió del único puerto existente y está abandonado y a la deriva --al garete-- en medio de tormentas que lo acosan con el tan temido naufragio.

Es de hacer notar que Tomás Moro no es condenado de una manera total y acabada por el pragmatismo utilitarista imperante. También se rescatan argumentos de él, aunque sin mencionar el origen. Los políticos de la contemporaneidad han hecho un culto de la lucha contra la delincuencia,Nota 1_4 aunque normalmente ellos mismos están envueltos en escandalosos episodios de corrupción. Todos presentan panoramas paradisíacos a sus electores y lo hacen bajo la forma de utopías, aunque cuidándose bien de no nombrar dicho vocablo, ya que es más propio de libertarios que de políticos ajustados al establishment.

Moro no era ajeno a los temas de los delitos y las penas, de la ley y de los instrumentos coercitivos. Moro, como cualquier individuo medianamente sensato, no podía dejar de reconocer que la sociedad necesitaba --para organizarse-- de algún sistema legal que contuviese las pasiones desbordadas de algunos de sus miembros. Asimismo entendía que este orden legal era necesario precisarlo también para las relaciones internacionales, como una forma de evitar la injusticia y el desquicio entre aquellas relaciones.

Sin duda alguna que todo eso está ligado al tema de la autoridad, su legitimidad y su ejercicio como una forma de expresión del sistema de valores que potencian a la sociedad y a los individuos. Dicha autoridad es la que va a definir las conductas aceptadas y rechazadas, siendo estas últimas pasibles de sanción y castigo por cuanto han sido tipificadas oportunamente como delito.

En el pensamiento de Moro contra los delincuentes --que hoy podríamos llamar caracterológicos-- no existen penas prescritas que puedan ser útiles a la sociedad. Los magistrados han de ser los encargados de castigar a quienes infrinjan la ley en la República de Utopía, y contra los delincuentes recalcitrantes se los matará «como a bestias indómitas», en tanto que a los que hoy diríamos que tienen un menor índice de reincidencia, se los castiga a la esclavitud, debido a que no han sabido vivir como hombres libres. Para Moro, como para (San) Agustín, la esclavitud tiene un claro sentido afligente y penal, más que recuperativo para la reinserción del delincuente.

Si se observa con un poco de detenimiento, el pensamiento de Moro termina por asimilar al delincuente con aquel que no cuenta con bienes de propiedad privada, quedando reducidos los delincuentes y los viciosos a la porción más relegada de la escala social, el lumpenproletariat que luego definiría Marx. Incluso, si el delincuente reducido al estado de esclavitud hace caso omiso a los dictados de la razón, entonces se justifica la tan maldecida Pena de Muerte, ya que puede ser «muerto como una bestia dañina».

Este pensamiento que hoy bien podría ser calificado de infame e inhumano por aquellos que hacen criminología crítica,Nota 1_5 no es otra cosa que el pensamiento que atraviesa las capas más extensas del imaginario colectivo y sobre cuyas espaldas se asienta y se sostiene el Poder institucionalizado. Durante el primer cuatrimestre de 1994, se pudo observar cómo el gendarme encargado de cuidar los intereses del Nuevo Orden Internacional destinó la módica suma de quince mil millones de dólares para aumentar y acrecentar el sistema represivo en la lucha contra la delincuencia en el propio espacio de la sede del Imperio. El Presidente B. Clinton ha asegurado públicamente, durante el mes de Marzo de 1994, que esa sumaNota 1_6 permitirá reducir las altas tasas de criminalidad que agobian a los residentes norteamericanos.

Más aún, no sólo se pondrá un mayor énfasis sobre la lucha contra la delincuencia organizada callejera, sino que también se aumentarán de manera considerable las penas previstas para las diferentes tipificaciones delictivas. Este trámite no fue mayormente engorroso para la administración estadounidense, debido a que sus legisladores representan con total exactitud y coincidencia el pensamiento expresado sin «pelos en la lengua» por el titular del Ejecutivo de los EE.UU., tema sobre lo que ya nos ocupáramos en alguna oportunidad acerca de quiénes son los que sancionan las leyes en las llamadas «Repúblicas Representativas» (Rodríguez Kauth, 1971).

Un capítulo aparte merecen las consideraciones de T. Moro sobre la coerción en el amplio espacio de las relaciones internacionales, donde es diferente la forma de relacionarse entre los Estados de lo que acontece en el espacio interno al propio Estado. El concepto de coerción es clave en el ámbito del Derecho, ya que pone en tela de juicio el debate jurídico y filosófico sobre si la coercibilidad es requisito indispensable a la existencia de un Estado de Derecho (Ossorio, 1992); asimismo no se debe perder de vista que el origen etimológico del término en cuestión es latino siendo sinónimo de «reprimir».

Ése es un elemento de conocimiento que nos permite comprender la presencia de la coerción en el vocabulario y quehacer de la Iglesia Romana. En la sociedad internacional tradicional no existíaNota 1_7 el reconocimiento de una instancia que sea capaz de fijar y promulgar la legislación que regula dicho tipo de interrelación, y mucho menos el poder de policía que pueda sancionar al infractor de las normas generales y amplias que pautan las relaciones entre los Estados.

Durante el Medioevo este problema era de alguna manera fácilmente resoluble por parte de los pueblos que formaban la sociedad cristiana. El Papado era la institución obligada que dirimía las disputas entre sociedades definidas como cristianas, todo esto sobre la base ideológica de que el Papa era el representante de dios en la Tierra y estaba imbuido del poder divino conferido para ser capaz de dirimir los conflictos. De ahí aquello que aún supervive en el habla eclesial de Soberano Pontífice. Pero este panorama se complica cuando el Papado pierde credibilidad entre los Príncipes y también entre la gleba, cosa que alcanza su punto culminante con la Reforma luterana de los protestantes.

Pero no sólo en este lugar termina el problema que arrastraba la cristiandad. Debe tenerse en cuenta que cada vez con mayor frecuencia e intensidad se mantenían contactos y relaciones entre pueblos cristianos y no cristianos, en cuyo caso el Soberano Pontífice perdía legitimidad para dirimir los conflictos, ya que no era reconocida su autoridad y legitimidad por una de las partes (la no cristiana).

La falta de solución a los posibles conflictos entre Estados lleva con altas probabilidades a la situación de guerra como único medio para zanjar las disputas. Es decir, se termina por imponer la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. Para Moro, los utópicos «abominaban de la guerra» debido a que la misma es contraria a la fuerza de la razón y, en consecuencia, la violencia bíblica se opone a la naturaleza humana en cuanto el hombre se deja arrebatar por las pasiones que lo arrastran a actuar y comportarse en condiciones infrahumanas, es decir, condiciones que no le son propias.

Sin embargo, y pese al argumento humanista utilizado por Moro, él mismo cae en la trampa ideológica de justificar algunas guerras. Al respecto pone por caso la defensa de las fronteras de los Estados, ya que el derecho natural sobre el que basa su pensamiento justifica la defensa propia. También la justifica cuando se trata de proteger los intereses agraviados de un amigo.Nota 1_8 Hasta llega a justificar la guerra como solución para libertar a pueblos oprimidos por sus tiranos. Como se ve, no tenía muy en cuenta el derecho a la autodeterminación de los pueblos, ya que en Utopía no se deja expresa constancia de cuáles serán los parámetros a utilizar para juzgar el estado de tiranía.

Esta última argumentación de Moro es bien conocida por los pueblos periféricos en el orden internacional que permanentemente han visto acosados sus derechos y elecciones con determinaciones fijadas en la metrópoli central para imponer la forma de vida Americana. Como ejemplo --no precisamente más reciente-- de falta de respeto hacia la alteridad de otros pueblos, y de cómo dicha falta de respeto a la autodeterminación puede esconderse bajo un ropaje altruista de defensa de los Derechos de los mismos, voy a reproducir la Proclama emitida por el General Nelson A. Miles, del Cuartel General del Ejército de los Estados Unidos en Puerto Rico, el 28 de Julio de 1898:

«¡A LOS HABITANTES DE PUERTO RICO!:

Como consecuencia de la guerra que trae empeñada contra España el pueblo de los Estados Unidos por la causa de la Libertad de la Justicia y de la Humanidad, sus fuerzas militares han venido a ocupar la isla de Puerto Rico. Vienen ellas ostentando el estandarte de la Libertad, inspiradas en el noble propósito de buscar a los enemigos de nuestro país y del vuestro, y de destruir o capturar a todos los que se resistan en las armas. Os traen ellas el apoyo armado de una nación de pueblo libre, cuyo gran poderío descansa en la justicia y humanidad para todos aquellos que viven bajo su protección y amparo. Por esa razón, el primer efecto de esta ocupación será el cambio inmediato de vuestras antiguas formas políticas, esperando, pues, que aceptéis con júbilo el Gobierno de los Estados Unidos... No tenemos el propósito de intervenir en las leyes y costumbres existentes que fuesen sanas y beneficiosas para vuestro pueblo, siempre que se ajusten a los principios de la administración militar, del orden y de la justicia».

El discurso transcripto, paradigma del oprobio y la sujeción al imperio armado que impone la razón de la fuerza, puede perfectamente insertarse en el discurso utópico propuesto por Moro para justificar la invasión de un territorio soberano y autodeterminado. Vale decir, ¡cuidado con la expresión de cualquier utopía!, ella puede llegar a ser peligrosa para los intereses de los pueblos.

Para Moro, al igual que para (San) Agustín, la guerra es el mecanismo de coerción que tienen los justos para defenderse de los inicuos rechazando la intermediación escolástica, ya que en la lectura imaginaria que hace de su República Utópica, la cristiandad se había vaciado y viciado de contenido.

Por último el propio Moro justifica la guerra cuando han existido «malintencionadas interpretaciones de las buenas» en los tratos comerciales entre particulares de diferentes países. Esta también es una práctica conocida por nuestros pueblos dependientes que ha sido más de una vez utilizada por los imperios de turno en el Poder. De todas formas es preciso aclarar que Moro no justificó en momento alguno la guerra de conquistas a la que solían lanzarse los príncipes de entonces,Nota 1_9 las cuales estaban motivadas en el afán de conquistas territoriales para expansión demográfica y explotación de riquezas.

Ya he dicho que Moro se oponía a la propiedad privada desde el marco del Derecho Natural, y aquella --la propiedad privada-- no es otra cosa que una consecuencia del Derecho Positivo --civil-- que se opone de manera absoluta al Natural. Esto puede llevar a concluir que si bien el robo, como figura jurídica, estaba penado, sin embargo aquél que necesitara de una tierra inútil y sin explotación para quien fuese su propietario, tenía derecho a hacer uso de la misma. Si este orden de lo particular lo trasladamos al de lo internacional, Moro pega justamente en el tema de la colonización.

Esta figura política internacional, que en la actualidad ha tomado nuevas formas de expresión y testimonio (Rodríguez Kauth, 1993), es protegida por los utopistas de la República imaginada por Moro, ya que sus conquistas sobre pueblos que no explotan sus territorios naturales les permiten a los aborígenes someterse a las leyes impuestas por los colonizadores, todo esto sumado a que podrán disfrutar la prosperidad que aquellos crean, juntamente con la felicidad que tal prosperidad trae aparejada a quienes están dispuestos a someterse al mandante externo.

En definitiva, Moro cae en la trampa de aceptar y proponer la guerra como un medio de zanjar diferendos, su posición no es otra que la del hipócrita que condena la guerra pero que la auspicia y la lleva adelante como una forma de satisfacer sus espurios intereses. José Ingenieros (1918) en su momento, y más humildemente quien esto escribe (Rodríguez Kauth, 1994a), hemos rechazado cualquier argumentación en favor de los hechos bíblicos por ser los mismos falaces e inmorales. Desde hace tiempo entendemos que la paz es el único instrumento legítimo para la vida entre los hombres (Rodríguez Kauth, 1989); y este es un ideal utópico, ya que se sabe que es casi imposible de alcanzar (por aquello de las pulsiones tanáticas) pero que es un bien irrenunciable para quienes luchan por un mundo mejor.

Como conclusión se puede señalar que para Moro existía, en su limitación temporoespacial, una sola utopía: la pergeñada por él.

Sin embargo el mundo de las ideas trascendió aquel espacio limitado que ofreció Moro y fue mucho más allá; las utopías no tienen límites y alcanzan territorios que sólo la imaginación audaz, fértil y esencialmente crítica puede alcanzar (Rodríguez Kauth, 1997).

En realidad Moro solamente sacudió un esquema del pensamiento hegemónico, cual fue el de la propiedad privada. Sin embargo el daño que su pensamiento actualizadoNota 1_10 infligió a la hegemonía fue el de mostrar que se puede pensar más allá de lo que está pautado y de lo que los esquemas mentales impuestos piensen que ellos --en su pretendida magnanimidad sin límites-- han permitido. Moro metió la cuña para demostrar algo que sucedió cuatro siglos después: que la imaginación puede llegar al Poder, como lo manifestaron los jóvenes --y no tan jóvenes-- franceses de Mayo del 68.

Ésa es la única razón de la vigencia del discurso antiutópico desde el locutorio del Poder, ya que, en última instancia, Moro no fue un enemigo per se, sino que el gran daño que él produjo fue enseñar que se puede llegar a pensar con las propias células grises. Es sólo cuestión de ponerlas en funcionamiento y ser capaces de imaginar no que existe un más allá, sino que en el aquí y ahora de la contemporaneidad se puede desear y actuar para concretar el deseo de un mundo y una vida mejor no sólo para sí, sino para compartirla con toda la humanidad.

Esto fue lo que pretendieron alcanzar aquellos que fueron calificados --denostativamente-- como socialistas utópicos. Y en esto del discurso antiutópico también han participado los padres del marxismo. El propio Engels (1854) lo dice textualmente en el Prólogo a la obra de Marx Miseria de la Filosofía, cuando expresa --en referencia a la economía política propuesta por el anarquista Proudhon a partir de los principios del economista Rodbertus-- que «Una vez prendido en su utopía, se impide a sí mismo toda posibilidad de progreso científico». Y el propio Marx, en el Apéndice de la citada obra --escrita como forma de réplica a la de Proudhon-- es un monumento de intolerancia intelectual para todos aquellos que conformaron el socialismo utópico, pasando por Saint Simon, Fourier, Owen y el propio Proudhon, quien es el objeto de sus dardos verbales envenenados, cuando hasta llega a sospecharlo de plagiario. Es que para Engels y Marx, la utopía no es otra cosa que un mecanismo individualista y egoísta, no pudiendo alcanzar a observar que la utopía --realizada en grupo y sin sectarismos-- puede alcanzar a ser un fin colectivo.

El propio Marx fue un utópico en sus trabajos de juventud, pero su afán por convertir en científicos sus propósitos políticos, lo llevaron a convertirse --también a él-- en un enemigo de la utopía, debido a que en ésta la organización política no tiene un papel preponderante, en realidad, por entonces, la utopía era propiedad intelectual de sus acérrimos adversarios, los anarquistas, los libertarios o también llamados maximalistas. Pero no debe olvidarse que fueron esos anatemizados socialistas utópicos quienes fueron los primeros y auténticos precursores del socialismo, cuando denunciaron y pusieron en discusión y al descubierto las lacras que tenía --y tiene-- el capitalismo.

No es de extrañar que Marx y Engels criticaran de manera ácida al socialismo utópico. Si se observa la fecha que tiene el libro que vengo comentando de Marx, se verá que el mismo apareció un año antes en que produjeran el Manifiesto Comunista (1848), obra ésta que no solamente tiene el sentido de la organización política de clases, sino que a los efectos que aquí nos interesan, tiene la cualidad de utilizar el término comunista como una forma de diferenciarse --sus autores-- del socialismo utópico, el cual había nacido al final de las guerras napoleónicas.

En realidad, para el marxismo --término acuñado a finales del siglo XIX por F. Engels-- le adjudicaban al vocablo `utópico' el sentido de idealista y, por consiguiente, era despreciable en tanto y cuanto se oponía radicalmente al sentido materialista que pretendían ofrecer al movimiento obrero. Quizás, uno de tantos errores del marxismo fue olvidarse que él también tiene fuertes contenidos idealistas y que el idealismo, como tal, no es despreciable en sí mismo cuando está apuntando a la modificación de las condiciones de vida materiales del proletariado y, agrego aval, de los que no tienen las características objetivas de proletarios pero viven la indignidad de la falta de respeto por los derechos humanos de segunda generación (Rodríguez Kauth, 1992), como ocurre en la actualidad.

En esta finisecularidad que nos presenta un panorama adornado por el reino de lo post,Nota 1_11 vuelvo a insistir que hablar de utopía es un sinónimo --en el lenguaje coloquial-- de estupidez. ¿A quién puede ocurrírsele pensar en un futuro que está más allá del aquí y ahora? Solamente a un imbécil que prefiere pensar en algo que lo trascienda y no en transitar la moda de la actualidad finita. Sin embargo, prefiero seguir siendo un viejo imbécil que todavía quiere creer en el valor de los valores --valga la tautología-- como forma de superarme a mí mismo.

A veces creo estar solo en el mundo cual un cruzado quijotesco que arremete contra molinos de viento, sin embargo no es así. Somos muchos más de los que imaginamos los que atravesamos esta forma de vivir. Lo que ocurre es que no tenemos a nuestra disposición la tecnología de los medios de comunicación masiva. Pero el Imperio tiene sus propias y tradicionales contradicciones insalvables y, merced al uso extensivo de Internet y del correo electrónico, puedo contactar con gente que también porta utopías en sus planes de vida.

Puede aparecer como contradictorio el hecho de que hable de que una utopía se instala en un plan de vida; pero no lo es, ya que la utopía es una forma altruista de superar el egoísmo que a todos nos aqueja. Inclusive, el mismo hecho de luchar por algo que está más allá de mí mismo es un testimonio egoísta, pero que apunta a generar formas de vida más libres e igualitarias para todos. También quienes elevan el estandarte utópico son egoístas, aunque en menor medida y, en todo caso, su egoísmo termina por ser altruista (Guisan, 1992), ya que la alteridad está dirigida hacia algunos miembros de la comunidad --los menos protegidos-- en detrimento de otros que son los opresores.

La utopía significa --para mi-- pensar y trabajar desde el lugar en que cada uno pueda hacerlo, un mundo en el cual impere la libertad y la igualdad. Una y otra se necesitan indisolublemente. Sin igualdad, la libertad aparece como una forma de opacar las desigualdades estructurales, la libertad debe existir --en todas sus manifestaciones-- para todos por igual y no solamente para el grupo de «elegidos» que pueden disfrutarla. La igualdad sin libertad --comunismo real, por ejemplo-- conduce a la uniformidad y a algo que los psicólogos cuidamos mucho: la despersonalización de los individuos.

La libertad que pretendo no es la libertad que leía más arriba como oferta para los portorriqueños. Es la libertad en tolerancia (Rodríguez Kauth y Falcón, 1996), donde cada individuo no pueda ser violado en sus derechos fundamentales, como son los de circulación, trabajo, educación, expresión, etc. De este modo, libertad e igualdad se implican de manera circular --merced a una metáfora del habla-- retroalimentándose a sí mismas en la medida en que cada una de ellas pueda testimoniarse en el quehacer cotidiano de cada individuo.

Para terminar con esta exposición, repetiré, unas palabras escritas por el ensayista y amigo uruguayo Eduardo Galeano en su libro Las Palabras Andantes, para decir poéticamente lo que significa utopía. «Ella está en el horizonte --dice Fernando Birri--. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar». Como dicen los versos de Antonio Machado, caminante no hay camino / se hace camino al andar. El que pretenda que le hagan el camino asfaltado para transitarlo a altas velocidades quiere la comida servida y se pierde la oportunidad de la creación, del pensar libremente de que se puede ... al menos se puede pensar y sentir. Según el propio Galeano, la utopía es ese punto de luz que refulge en la oscuridad y que nos permite saber que hay algo más que oscuridad. Esta humana capacidad de clavar los ojos más allá de la infamia. Esa es la utopía. Y la infamia es, en última instancia, la negación de la utopía como senda para llegar a algún lado.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS






[Nota 1_1]

Director del Proyecto de Investigación «Psicología Política», con el auspicio de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de San Luis, Argentina.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_2]

Propia o de sus antecedentes familiares.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_3]

Che Guevara, por ejemplo, entre los latinoamericanos.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_4]

Pero sólo en una de sus expresiones que es la de la violencia física. La delincuencia que gira alrededor de los delitos sin violencia física, aunque con violencia económica y financiera sobre la población, tal como fuera definida hace cincuenta años por Sutherland (1969) como de white collar (cuello blanco) no es objeto de mayor esfuerzo gubernamental para su persecución y erradicación.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_5]

Con lo cual coincidimos en muchos aspectos.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_6]

Algo menos de la cuarta parte de nuestra inmoral deuda externa, como fuera definida por Fidel Castro en más de una oportunidad.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_7]

Como actualmente tampoco existe un reconocimiento formalmente acabado y totalmente aceptado acerca del papel de las Naciones Unidas.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_8]

Puede leerse un aliado.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_9]

Y los actuales también.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_10]

Y la difusión parcializada del mismo.volver al cuerpo principal del documento




[Nota 1_11]

La post-modernidad, el post-comunismo, la post-terapia (adornada con Flores de Bach), las post-ideologías, el post-trabajo producto del desempleo galopante, etc.volver al cuerpo principal del documento




Copyright © 1999 Ángel Rodríguez-Kauth


Volver al portal de ESPAÑA ROJA
Enviar un mensaje electrónico a
Lorenzo Peña
eroj@eroj.org
Director de ESPAÑA ROJA

volver al comienzo del documento




mantenido por:
Lorenzo Peña
eroj@eroj.org
Director de ESPAÑA ROJA