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Introducción a «Los Fundamentos del Leninismo» de J. Stalin
por
Lorenzo Peña
Pocos folletos han alcanzado tanta repercusión y popularidad en la historia como el opúsculo de Stalin «Los Fundamentos del Leninismo» que hoy publica, electrónicamente, ESPAÑA ROJA. Posiblemente ninguno.
Durante un período de unos 6 ó 7 lustros (aproximadamente de mediados del decenio de los veinte a la segunda mitad del de los cincuenta), ese escrito fue el evangelio de (literalmente) millones de militantes comunistas, incluyendo cuadros de partidos revolucionarios que alcanzaron el poder en un tercio del planeta, más otros que --aun derrotados a la postre-- en un momento lo estaban ejerciendo en porciones amplísimas de sus territorios nacionales (así en Indonesia, Malaya, Tailandia, Birmania, las Filipinas), junto con otros que dirigían movimientos de cientos de millones de personas humanas en la India, Suráfrica, Brasil, Perú, Chile, México, etc.
Cabrá contrastar las virtudes o los defectos del trabajo aquí publicado en comparación con unos u otros escritos del mismo autor o de otros líderes comunistas rusos de esa época, como Lleñin, Trotski, Bujarin, Zinoviev o Kámenev. Cada uno tiene su estilo, sus características, sus cualidades y sus limitaciones. Cabrá también plantearse cuánto de todo aquello pueda guardar vigencia en el mundo de hoy y cuánto ha periclitado. Mas lo que habría de estar claro, de entrada, es que ningún escrito tuvo tantos lectores y tan influyentes en la lucha anticapitalista y en la cultura de las masas laboriosas, ni en nuestra época ni en ninguna otra, como este opúsculo de Stalin.
Texto básico en las escuelas de cuadros que producían hornadas de cientos de miles, si no de millones, de líderes revolucionarios, este opúsculo habrá tenido cien o mil veces más lectores que el libro más popular de León Trotski, p.ej. Y sin embargo hoy es inencontrable. El lector interesado en estos temas --sea por curiosidad histórica o porque juzgue que la lectura de obras así sigue siendo valiosa para orientarse en las tareas del pendiente empeño por una transformación social-- sabe que puede hallar en librerías (de viejo o de nuevo), en puestos callejeros, en bibliotecas, numerosos libros de Trotski, y todavía libros de Lleñin; más infrecuentemente libros de Bujarin. Hallar los de Stalin es poner una pica en Flandes. O sea, que casi casi parece como que el grado de encontrabilidad de textos de los clásicos revolucionarios rusos fuera inversamente proporcional a la influencia histórica de los textos en cuestión.
Cae fuera de los límites de esta Nota introductoria debatir con hondura acerca de las causas de esa curiosa situación. Séame permitido decir al respecto no más unos pocos párrafos.
Los círculos dominantes (el inextricable conglomerado mafia-oligarquía financiera) usan como su principal bandera en antistalinismo. Dentro del movimiento anticapitalista muchos juzgan que Stalin fue un monstruo que deformó y desfiguró la dictadura bolchevique convirtiéndola en una dictadura en su propio beneficio o en el de una capa privilegiada de burócratas (tesis de Trotski: la URSS fue un «estado obrero degenerado») o de una nueva clase de «burguesía burocrática» o algo así (tesis de Milovan Djilas, reelaborada luego por los maoistas). Mas aun esas personas reconocerán que, efectivamente, el antistalinismo es una bandera de la burguesía en el poder: desacreditar lo que fue la dictadura de Stalin, lo que significó en la vida de Rusia y en la de los pueblos del planeta, hacer ver que fue la experiencia de una tiranía trágica, negativa, amarga. Lo que quieren destacar los antistalinistas dentro del movimiento anticapitalista es que aquel fue un pseudosocialismo que poco o nada tuvo que ver con el socialismo auténtico. Mas esa línea de defensa es bastante vulnerable. Porque si aquello a que en realidad dio lugar la lucha de tantos millones de abnegados luchadores anticapitalistas fue un poder de esas odiosas características, si nunca --o sólo brevísimamente-- se consiguió fraguar una situación político-social más justa, más favorable a las masas afligidas y desheredadas, si, no más alcanzarse lo que parecía ser el primer triunfo de la clase obrera, éste se echaba a perder y degeneraba rapidísimamente en algo hediondo y repugnante, si todo eso es así, entonces, desde luego, gana plausibilidad la tesis de que ese empeño por una sociedad sin injusticias ni desigualdades sociales es una quimera peligrosa, un señuelo, que sólo conduce a inmensos sacrificios en aras de una utopía que, al ir a plasmarse en realidades, engendra una nueva sociedad de injusticias acaso peores que aquellas que se quería superar.
Por el contrario, si aquella experiencia fue parcialmente exitosa, si logró plasmar una realidad menos injusta, más equitativa, más socialmente armónica, una economía más racional; si logró dar un impulso a la consecución de avances para la vida de decenas y cientos de millones de proletarios, de hambrientos, de desharrapados en diversos territorios del planeta; si eso sucedió, entonces gana en plausibilidad la tesis de que vale la pena el empeño por traer una sociedad sin desigualdades, sin propiedad privada, sin economía de mercado.
Desde luego, que las cosas hayan sucedido de una manera u otra es independiente de que el opúsculo de Stalin aquí publicado sea bueno o malo, bien o mal escrito, certero o desatinado; y de que lo sea el cúmulo de los demás textos del mismo autor. De suyo son variables independientes. Mas, claro, habémonoslas con un texto que no fue un artículo académico, ni un escrito de salón, sino una obra de estudio masivo: un estudio llevado a cabo con el espíritu de aquella época: con fervor, con pasión encendida, con fe, con la ilusión de que, entendiendo y asimilando las ideas ahí expuestas, se equipaba uno para librar invenciblemente un combate por la causa de las masas proletarias y oprimidas.
Hoy vemos ese entusiasmo con una mezcla de ternura, ironía y desencanto. No creemos en escapularios que inmunicen contra las balas. Ni los militantes individuales ni los grupos, los partidos, las organizaciones quedan a salvo de derrotas, errores, retrocesos o tragedias porque se pertrechen de talismanes, reliquias o teorías. Por un lado, un amuleto de escaso valor de suyo puede cobrar una significación positiva si a quien lo posee da ánimos para afrontar dificultades en aras de una buena causa. Por otro, el mejor equipamiento material o ideológico surte el efecto deseado sólo condicionalmente, sólo hasta cierto punto, sólo transitoria y precariamente.
Hacer un balance de los logros y retrocesos de aquel período de la lucha anticapitalista y una apreciación crítica de la línea zigzagueante de su dirección moscovita es una tarea que dejamos para mejor ocasión. ¿Nos quedaremos al final con la «fórmula china» del 70%? ¿O no tiene sentido hablar en porcentajes? ¿O sí lo tiene, mas el correcto es otro (p.ej. el 30, o el 10, o el 90, o el 64,32, )? ¿O según en qué aspectos es uno u otro el porcentaje de aciertos o bondades frente al de desaciertos o maldades? (Tal vez, dado un aspecto, haya que relativizar con respecto a subaspectos y así al infinito.)
Quien esto escribe es un gradualista convencido. Así que se inclina a pensar que sí tiene sentido hablar en porcentajes, en esto y en todo. Otra cosa es que podamos estar seguros de que nuestras hipótesis acerca de tales porcentajes están fundadas en la realidad; o que podamos desplegar una evidencia persuasiva de que tales hipótesis son verosímiles o plausibles.
Mas, repito, sea de todo ello lo que fuere (y ya lo abordaremos en su momento, ¡no se preocupe el lector impaciente!), podemos leer y valorar un escrito como el aquí publicado, fijándonos en sus virtudes y defectos propios, cualesquiera que fueran los méritos o deméritos del autor. Podemos calibrar si nos ayuda a entender una época, unas generaciones de seres humanos que lucharon por un ideal noble y bello; si articula con claridad y rigor las ideas imperantes en aquella pléyade de combatientes; si creemos que hay algo todavía que guarda pertinencia en nuestra sociedad actual.
Ya he dicho más arriba que una de las facetas que hoy nos chocan (o acaso nos hacen sonreír, o a algunos tal vez los irrite) de un tratamiento sistemático como el de Stalin en «Los Fundamentos del Leninismo» es que casi idolatra a la teoría. Refleja esa convicción de tantas generaciones de luchadores anticapitalistas de que, armados con la filosofía del materialismo dialéctico-histórico, con la economía política marxiana (teoría del valor y la plusvalía), con la «doctrina del socialismo científico», un partido anticapitalista se hacía invencible. Ese sistema teorético era un saber científico. Y por lo tanto infalible, exacto. La ingeniería social en él basada habría de conseguir más éxitos que la que, fundada en las ciencias físico-matemáticas, nos proporciona ferrocarriles, puentes, rascacielos, acueductos, electrodomésticos que hacen nuestra vida más llevadera y agradable.
Tal vez esas desmesuradas expectativas fueron un poco irresponsablemente hinchadas y abultadas por los líderes para infundir en las huestes antiburguesas confianza y ardor. La célebre frase de André Malraux `La acción es maniquea' puede explicar muchas cosas. (Verdad a medias, sí, mas verdad de todos modos.)
Sin embargo, cabe reconocer que no todos los llamados «clásicos del marxismo» alentaron similarmente ese fervor doctrinal.
Cada uno tiene sus preferidos, en esto y en todo (en virtud de criterios y pautas que no se remiten a mera opción arbitraria, pero que tampoco son exclusivamente asunto de inferencia racional, sino que tienen que ver con presuposiciones previas, tradiciones, puntos de partida, valoraciones, influencias). Hay una legión de «marxoides», «marxianos», «marxistas», «neo-marxistas» etc que --para decirlo tosca e inexactamente, mas no sin cierta base-- tienen una visión del bueno de Marx y el malo de Engels, el bueno de Lleñin y el malo de Stalin, etc. Cualesquiera que fueran, en cada punto o en cada faceta del pensamiento o de la acción, los méritos o deméritos de uno u otro, habría de reconocerse que Engels y Stalin alertan contra la superstición de la teoría (aunque también ellos digan en otros lugares asertos susceptibles de propiciar esa misma superstición). Advierten que una teoría es, en el mejor de los casos, sólo aproximadamente verdadera; que tiene siempre un campo circunscrito de aplicabilidad; que cada teoría habrá de ser revisada y, a la postre, reemplazada por otra; que cada fórmula tiene una validez limitada (¡recuérdese el énfasis que pone Engels en subrayar esas consideraciones en su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, así como lo que dice Stalin contra «los talmudistas» marxistas!)
El hecho es que, con advertencias o no (que al fin y al cabo las advertencias, desgraciadamente, no se encuentran en la obra aquí comentada, sino en escritos posteriores y diseminados), «Los Fundamentos del Leninismo» sí incurre en propiciar esa divinización de «la teoría», la cual, si ha servido de armamento moral para la lucha, también ha acarreado coscorrones, rigideces, logomaquias, cerrazones, puntillismos y hasta desvaríos.
Mas, fuera o no acertada en su momento esa exaltación de la teoría (y de una determinada teoría, la cual encerraba una filosofía, una economía política, una sociología y una doctrina política), hoy sería ingenuo atenerse a planteamientos así. Varias son las razones de que así sea.
En primer lugar, como lo señalan los propios clásicos marxistas (y Engels en particular en repetidas ocasiones), aunque --según la tesis sacralizada del materialismo histórico-- las exigencias de la base económica de la sociedad «en última instancia» determinan la marcha de ésta y fijan la marcha de las superestructuras (jurídicas, políticas, ideológicas, culturales etc), esa acción causal sólo se ejerce por mediaciones, y en concreto por la mediación de los rasgos específicos de la cultura de cada sociedad, de cada generación, de cada agrupación humana; de suerte que aun las exigencias o demandas de suyo más justas --o más imperiosamente dimanantes de los requerimientos del avance social dictado por la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción-- sólo pueden abrirse paso y propiciar unas actitudes sociales que les sean favorables en tanto en cuanto logren «empatar» con la mentalidad de esos grupos humanos, o sea: logren adaptarse a esa mentalidad, entroncar con ella, insertarse en sus resortes, aun para modificarlos.
Y la mentalidad de las gentes de nuestro tiempo es reacia a esas sacralizaciones de teorías. El fervor doctrinal, que en otra época pudo conquistar a masas de cierta amplitud, hoy se queda para selectas minorías (y a menudo para minorías dentro esas minorías). Está muy bien que cada uno se esfuerce por convencer a los demás de lo que a él le parece acertado y basado en buenas razones. Mas es dudoso que vaya a tener éxito si pretende convertirlos a todo un cuerpo de teoría globalmente tomado. Cada vez somos más los que no creemos que haya un cuerpo de teoría sistemático que dé respuesta acertada a las cuestiones básicas de la filosofía, la economía política, la sociología y la política; un cuerpo que haya que profesar para militar en las causas de lucha contra la propiedad privada y por una sociedad planificada sin ricos ni pobres.
Que la mentalidad de la gente hoy sea de un modo u otro es, sin duda, un poco asunto «de moda». Las cosas humanas, como la realidad en general, se rigen por leyes complejas, y entre otras por la ley del péndulo: la oscilación y la preferencia alternativa por opciones opuestas entre sí cuando cada una de ellas tiene sus propias ventajas y sus propios inconvenientes. Tal vez esa ley explique ese fenómeno de la moda, palabra ésta con una connotación superficial y hasta frívola, pero que no deja también de encerrar un contenido profundo y válido. Decía el general De Gaulle que no hay política ajena a las realidades (¡vamos! Que una política así no es una política). No hay proyecto ni propuesta que puedan inspirar un empeño valioso y que merezca la pena si se estrellan contra el sentir de las generaciones a las que vaya dirigido.
El que la mentalidad de la gente de hoy esté alejada del entusiasmo por «la teoría» es sólo una de las razones por las que incurrirán en una equivocación quienes aspiren a renovar tal entusiasmo, ya periclitado. Otra razón es que mucha gente piensa que aquella teoría, la teoría marxista, ha fracasado, y que ese fracaso (la prueba de fuego de la práctica) la descarta, aunque tal vez no descarte o arrincone al ideal de una sociedad sin propiedad privada, ideal muchísimo más viejo (milenario en verdad).
No se plantea aquí si se produjo, o no, ese fracaso. Puede que sí, puede que no. Al fin y al cabo la historiografía cristiana tradicional no creía que el cristianismo hubiera fracasado porque el primer gobernante en convertirse a esa religión lo hiciera más de tres siglos después de los inicios de la misma; tres siglos cargados de peripecias, vicisitudes, altibajos. (Cuando ya parecía casi triunfante la nueva religión al cabo de unos dos siglos, comenzó un período de nuevos martirios y retrocesos.) No, lleven razón o no quienes señalan el fracaso, el hecho es que hoy muchos, muchísimos creen en ese fracaso. En estas condiciones, persuadirlos de que la teoría marxista (o cualquier otra) es la guía certera para la acción sería una proeza quijotesca. Y, aunque en este caso no cabe decir que sería digna de mejor causa, lo seguro es que, en aras de esa causa, otros recursos --doctrinalmente más neutros-- son preferibles y tienen mayores perspectivas de éxito.
La tercera razón por la que es hoy desaconsejable el afán misionero en pro de una teoría determinada es que el balance histórico revela que, si por un lado ese pertrechamiento teórico o doctrinal inspiró fervor y confianza y elevó el nivel cultural y la capacidad argumentativa y razonadora de amplísimos sectores de militantes y cuadros, por otro lado empobreció, echó para atrás a quienes no comulgaran con ese cúmulo de ideas, abrió escisiones, cismas, hendiduras, provocó las disidencias, banderías intransigentes, los anatemas, las estigmatizaciones, las cazas de herejes. Y en una sociedad como la de hoy, mucho más plural (culturalmente), ha de reinar el espíritu de «¡que florezcan cien flores!» (¡Qué cien! ¡Miles y millones!).
La publicación de «Los Fundamentos del Leninismo» de Stalin no aspira, pues, a poner en manos de los luchadores anticapitalistas un manual teorético de «guía para la acción». ¿A qué aspira?
1º, a propagar el conocimiento de lo que fue la magna obra de aquella titánica lucha anticapitalista. Una lucha en un mundo diverso del de hoy, con tareas y métodos diferentes de aquellos que se requieren hoy, pero sin que no obstante la diversidad sea tal que no haya nada en común, ni mucho menos.
2º, a subsanar una falta, a poner ante los ojos del lector curioso un texto que, si no, seguramente nunca conocerá, y que es uno de los escritos más leídos en la historia de la humanidad.
3º, a propiciar un debate en torno a los aciertos o desaciertos tanto del texto aquí presentado como de su autor y de aquella generación de luchadores y aquella cuasi-Iglesia de la emancipación que fue la Internacional comunista.
4º, a contribuir a la cultura plural del movimiento proletario, la cual no requiere la eliminación de las tradiciones variadas, sino el diálogo entre las mismas; diálogo que se irá traduciendo paulatinamente en una confluencia --al menos parcial--, en tanto en cuanto cada tradición se vaya reexaminando autocríticamente, y --abandonando la parte de su propio legado que no se acopla con las realidades y las demandas de hoy-- vaya desarrollando, con espíritu de innovación, nuevos enfoques --sin por ello renunciar a la fidelidad a su propio legado.
5º, a provocar el desasosiego y el furor de quienes --ennegreciendo a aquella lucha y a sus líderes sin tomarse siquiera la molestia de documentar o fundamentar en evidencia sus alegaciones-- quieren aniquilar para siempre el anhelo de una sociedad sin ricos ni pobres, sin propiedad privada, de una sociedad en la que todos los humanos seamos al fin miembros de una verdadera familia que compartamos penas y alegrías en común.
He aquí otra salvedad de las muchas que podrían hacerse con relación a las tesis de Stalin en este opúsculo. Aunque Stalin no fue un extremista que contrapusiera radicalmente reforma y revolución, aunque sus tesis al respecto fueron siempre o casi siempre las comunes en esa tradición marxista y leninista a la que él pertenece --las reformas preceden la revolución, facilitándola, y la revolución a su vez propicia nuevas reformas (véase al respecto lo que dice Stalin en este mismo opúsculo y en otros muchos escritos)--, no cabe duda de que su óptica es básicamente la de un revolucionario. Si hubiera que establecer porcentajes, Stalin posiblemente atribuiría un 90% de atención y finalidad a la revolución y apenas 10% a la reforma. Lo esencial es la toma revolucionaria del poder, el establecimiento de la dictadura revolucionaria del proletariado y la construcción de una nueva sociedad desde esa base del poder proletario.
Hoy muchos somos bastante más escépticos y dubitativos, y hasta no pocos nos inclinamos al reformismo. ¡Entendámonos bien! Una cosa es el reformismo de quienes lo único a que aspiran es introducir reformas (léase: retoques, casi parches, correctivos) dentro del cuerpo del desorden establecido, la sociedad de ricos y pobres, la economía de mercado, el capitalismo en suma.
Otra cosa es el reformismo de quienes aspiramos a marchar, por una vía evolutiva, a una sociedad sin ricos ni pobres, sin propiedad privada, sin fronteras, a una sociedad en la que el colectivo de los humanos lo posean todo en común y una autoridad centralizada planetaria planifique la actividad económica en aras del bien común, distribuyéndose el disfrute de los bienes comunes por el criterio de las necesidades de los individuos.
Esa propuesta de marcha evolutiva, gradual, pacífica (y, consiguientemente, por reformas) aspira a salir del marco de la presente sociedad, no a conservar esta sociedad debidamente arreglada, decorada o, si se quiere, mejorada.
Stalin comparte con la tradición a la que pertenece y también con los reformistas del primer tipo (los que quieren conservar esta sociedad, sólo que reformada) la idea de que es el ejercicio del poder lo único que permite cambiar las cosas.
El problema está en que la toma revolucionaria del poder se ha ido revelando cada vez más difícil. La revolución rusa fue posibilitada por una confluencia de causas que tal vez nunca más vuelva a darse: una guerra interimperialista que enfrentó entre sí a los bandoleros capitalistas y que impidió que acudieran a sofocar al nuevo poder cuando éste estaba empezando a establecerse (y luego ya fue demasiado tarde); un estado monárquico obsoleto cuya potencia se había desmoronado porque no estaba ni técnica ni organizativamente preparado para una guerra de aquella envergadura; el concurso del levantamiento de las naciones y nacionalidades oprimidas por el zarismo así como de los campesinos contra el yugo semi-feudal de los terratenientes.
Al parecer en una ocasión en los años 20 Stalin profetizó que no habría revolución obrera en Europa occidental en los siguientes 90 años. La historia lleva trazas de darle la razón. Y es que aquella coyuntura fue excepcional y seguramente irrepetible. Insurrección proletaria como aquella tal vez no volverá a haberla nunca. La vía de octubre (de 1917) es la vía que siguió Rusia. Stalin se equivoca en «Los Fundamentos del Leninismo» al pensar que, así y todo, era la vía válida (con correcciones y adaptaciones) para todo el planeta.
Otra vía de toma revolucionaria del poder fue la de las guerrillas, practicada por diversas modalidades --unas veces con éxito y otras sin él-- en muchos países del tercer mundo: la estrategia de guerra prolongada de Ho Chi Min y Mao Tse-tung, la de los focos guerrilleros de Fidel Castro y el Che Guevara. Cualesquiera que sean las perspectivas futuras para esas estrategias, en el mundo de hoy será mucho más difícil su triunfo, porque no hay un bloque de países desarrollados o semi-desarrollados (el campo socialista) que sean favorables a tales luchas (ni siquiera un grupo de países importante o influyente que tenga al menos una actitud de neutralidad benévola). Claro que las muchas pugnas de intereses entre diversos sectores de las burguesías locales y transnacionales pueden propiciar triunfos localizados de luchas guerrilleras aquí o allá (lo de ahora en el Congo ex-belga, p.ej.); mas, de llegar a tener un sesgo anticapitalista algunas de tales luchas, es casi seguro que serán ahogadas.
Ante el agotamiento de las vías violentas, cundió la esperanza o la ilusión de una vía parlamentaria. Fue el gran engaño de Jruschov, que en nuestra Patria propaló Don Santiago Carrillo Solares. Los hechos (y los datos que ya se tenían antes, sin tener que esperar a esos hechos) han demostrado cuán infundada y quimérica era esa ilusión.
Mas, si no se ve ninguna perspectiva de toma del poder político ni por vía violenta ni por vía electoral, ¿qué queda?
Queda, sencillamente, una vieja evidencia: no todo estriba en tomar el poder. El poder político siguió estando en manos de los ricos propietarios de esclavos, mas éstos se vieron obligados a abolir la esclavitud (¡sí! ¡ellos mismos!), ante el clamor de la opinión y la nueva cultura que había fraguado entre fines del siglo XVIII y mediados del XIX.
Las mujeres no echaron del poder a los varones machistas. Mas la nueva cultura --que demandaba la igualdad-- forzó, contra su voluntad, a esos mismos machos, orgullosos de su masculinidad y prepotencia viril, a ceder poco a poco, dando paso a la igualdad entre los sexos (al menos legal).
Gracias a la revolución bolchevique, a la amenaza de los movimientos obreros de dirección comunista, la burguesía dominante en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia y otros países hizo concesiones al proletariado: asistencia sanitaria, jubilación, cierta seguridad en el empleo, subsidio de paro, vacaciones pagadas, limitación de la jornada laboral, nacionalizaciones, servicios públicos subvencionados, medidas de protección al medio ambiente, de amparo al consumidor, de ayuda a los más necesitados.
Hoy quieren quitar todo eso, y volver a la ley de la jungla. La lucha, palmo a palmo, será durísima. Mas desde luego la defensa de esas conquistas y la lucha por su ulterior ampliación marca un camino. Y no se ve opción alternativa. Un camino de reformas, de conquistas parciales, de ensanchamiento de la zona en la que las autoridades públicas se comportan para con sus subordinados con paternalismo --si se quiere decir así-- en vez de comportarse hacia ellos como enemigos. (Desgraciadamente la franja en que se comportan de esta última manera es predominante; y, lo que es peor, a raíz de la caída de la URSS, el retroceso es terrible, y nos acorralan sin piedad: un ejemplo de ello es la contrarreforma laboral que ha impuesto en España la patronal con la complicidad de gerifaltes sindicales que no defienden los intereses de los asalariados).
Tal vez el lector discrepe de este enfoque. Muy posiblemente esto le parecerá una renuncia inadmisible a la revolución. Bueno, el futuro irá diciendo qué perspectivas haya (perspectivas y posibilidades reales y no abstractas o sobre el papel). Sea de ello lo que fuere, son temas para un debate que no hemos de omitir.
¿Qué luz pueden arrojar para ese debate textos como el aquí publicado? Pueden ayudar a que veamos el contraste entre las realidades y expectativas fundadas de la sociedad humana hace 70 años y las que tenemos en el mundo de hoy.
Hay otro punto importante, y hasta espinoso, que se halla en estrecha relación con las dos cuestiones más arriba planteadas (la de si las organizaciones que trabajen a favor de la abolición de la propiedad privada han de estar colocadas bajo la advocación de una determinada teoría; y la de si el objetivo principal con vistas al cual han de llevar a cabo su labor es el de la toma del poder). Trátase del problema de qué tipo de organización se quiere erigir y a qué principios y normas ha de atenerse.
Ni Stalin ni ningún marxista sacralizaron estas cuestiones. Fueron conscientes de que son cuestiones derivadas y, en esa medida, secundarias. Las formas de organización vienen y van; varían a tenor de circunstancias y demandas de las situaciones históricas.
Sin embargo, Lleñin y Stalin pensaron que, en la época en que luchaban ellos, la forma idónea de organización era un partido proletario organizado como una asociación con bordes muy precisos, con una tajante y abrupta demarcación entre miembros y no-miembros, quedando los primeros sujetos a una estrictísima disciplina «rayana en la disciplina militar»; una asociación entregada, en cuerpo y alma, a la tarea de la toma revolucionaria del poder; inspirada por un espíritu de abnegación y sacrificio; una asociación monolítica, unificada por profesar homogéneamente la misma teoría revolucionaria, y de la cual quedarían, por consiguiente, descartadas las fracciones. Cuando la perspectiva era la de prepararse para asaltar el poder, ese tipo de organización era, sin duda, adecuado. En otras condiciones no lo es.
No sólo no lo es: la gente sabe que no lo es. Aun en las condiciones de entonces no resultaba siempre fácil hacer comulgar a todos con una organización así (desde Rosa Luxemburgo a Ignacio Silone fueron muchos los que se apartaron --o se hubieran acabado apartando-- de la Internacional comunista principalmente por no estar dispuestos a aguantar una disciplina tan férrea).
Hoy quien preconice formas de organización que recuerden aquello de la disciplina férrea y el monolitismo sólo conseguirá desacreditarse y aislarse. Las generaciones actuales --en las que han echado hondas raíces la cultura plural, la ebullición, y la diversidad-- no son reacias a agruparse para llevar a cabo una labor que propicie la transformación social. Mas las formas de organización han de ser otras: más variadas, con una panoplia o un abanico de asociaciones, colectivos, tendencias, sensibilidades. Y también han de abrirse a esa pluralidad los «partidos políticos» consagrados a esa tarea (partidos que, para prosperar, han de reconvertirse también, dejando de ser entidades que hagan girar toda su vida en torno a la participación en órganos de poder político). Han de resignarse a la existencia de sensibilidades, de corrientes estables, incluso más o menos organizadas. Ir por ese camino es enriquecer. Por la senda estrecha del monolitismo --justificado en otra época en virtud de las tareas de entonces-- sólo se accede a un páramo desolado, el de la soledad.
Es éste el primer escrito de Stalin que publica ESPAÑA ROJA. Seguirán otros: Los problemas económicos del socialismo en la URSS; Materialismo histórico y materialismo dialéctico; El marxismo y la cuestión de la lingüística; y El marxismo y la cuestión nacional.
Lorenzo Peña
ESPAÑA ROJA. <http://www.eroj.org>
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