Estamos sumergidos en un ambiente --fomentado por los medios de comunicación y difusión-- en el cual se proclama el fin de las revoluciones comunistas, la bancarrota final del sistema comunista, el triunfo y, con él, la justificación definitiva del capitalismo, de la economía de mercado. Lo que al respecto se nos presenta no es únicamente el hecho de que en la mayor parte de los países en los que se habían implantado regímenes comunistas éstos están siendo reemplazados por poderes orientados a la restauración del capitalismo --cosa que es desde luego bastante obvia--, sino que eso sucedería por la crisis interna de tales regímenes, los cuales revelarían así su incapacidad para mantenerse estables, su vulnerabilidad y --más que nada y en definitiva-- su fracaso total. Pareciera --de aceptarse las tesis que de mil modos se nos inculcan desde los órganos de comunicación-- que las revoluciones comunistas, tras devorarse a sí mismas, sucumben por no poder impedir que quede de manifiesto la inviabilidad del sistema que pretendían establecer o, si no inviabilidad, sí al menos inferioridad patente frente a los beneficios que comportaría o posibilitaría el capitalismo.
Paréceme que esta situación es muy comparable con otros dos momentos históricos: 1660 y 1815. En 1660 la opinión pública europea, al asistir a la restauración de los Estuardo en Inglaterra, y con ella a la consolidación de las monarquías absolutas --o casi absolutas--, está convencida (con una convicción que ronda la unanimidad) de que lo recién acaecido es, no sólo la derrota definitiva de la revolución y el fin de las ilusiones de modificar un orden de cosas heredado, inevitable y --habida cuenta de todo-- preferible a cualesquiera tumultos o desórdenes provocados por la revolución con sus señuelos de mejora, sino además una derrota provocada, no por una inferioridad de los revolucionarios en el campo de batalla, no porque la suerte de las armas les hubiera sido adversa, sino porque el propio régimen revolucionario lleva los gérmenes de su autodestrucción y de su fracaso y no deja tras de sí más que el recuerdo de años de confusión, de muertes, destrucciones y desastres, así como de una dictadura --la cromwelliana-- con todos los defectos, y más, que tuvieran las monarquías, sin ninguna ventaja para el pueblo pero con esos agravantes. Ante ese balance, el porvenir, en 1660, parece claro: el fracaso de la revolución inglesa inaugura un período largo --sin fin seguramente-- de afianzamiento del poder monárquico.
Similar es la situación en 1815. Esta vez, existiendo la prensa, es mucho mayor el alcance de la «opinión pública»: mayor es su poder de influir en los pareceres de mayor número de personas pero mayor también el reflejo, aunque indirecto, de tales pareceres. En 1815 la casi unanimidad es, pues, mucho más reveladora e interesante que 155 años antes. Y esa casi unanimidad estriba en el balance más negativo de cualquier alteración del orden monárquico. La opinión europea de 1815 es prácticamente unánime en reconocer que la revolución sólo ha llevado a horrendos derramamientos de sangre, a la autodestrucción fratricida de sí misma, a un espantoso incremento de sufrimientos para el pueblo, saldándose con un fracaso operado a través de la acción de los propios revolucionarios, no sólo al matarse unos a otros, sino al abrir ellos mismos las puertas a la Restauración (primero la napoleónica, y luego --ya sin las medias tintas bonapartistas-- la borbónica); un abrir puertas a la Restauración por haberse percatado de la inviabilidad, del absurdo, de los sueños revolucionarios. El anhelado reino de la razón sólo había sido un sueño; los intentos de realizarlo, una pesadilla.
Hoy es igual. Por casi unanimidad pronuncian quienes dejan oír su voz en el «mercado de opiniones» un veredicto condenatorio de las revoluciones comunistas del siglo XX, derrotadas, no por la fuerza de las armas, sino porque a la postre los comunistas, en los países que dominaban, no han podido ocultar el fracaso, el desbarajuste, de su sistema, la inferioridad del mismo frente al capitalismo, la necesidad por lo menos de injertarle mecanismos de economía de mercado propios del sistema capitalista, así como procedimientos de gestión política --la democracia-- que hasta ahora sólo el capitalismo había posibilitado. Con lo cual se revela la inutilidad de tantos sacrificios exigidos por las revoluciones comunistas en aras de un señuelo irrealizable, de un ideal cuya puesta en práctica sólo ha sido una serie de horrores y que deja tras de sí un saldo de destrucción y de impotencia para mejorar la vida de los seres humanos.
Sabemos hoy cuán equivocada estaba la opinión en 1660 y en 1815. No pasarían ni 40 años desde la última fecha hasta el estallido revolucionario que alteró no poco la faz de Europa. Al menos en algunos aspectos. ¿Qué pasará ahora? Es mi convicción que la opinión está igual de equivocada. El triunfo del capitalismo no va a ser ni definitivo ni duradero. La terrible opresión que sufren muchos pueblos bajo el capitalismo, los fermentos de levantamiento popular que salen a flote de vez en cuando --con estallidos incluso recientes como los de Sto. Domingo, Caracas, Buenos Aires, Lima, Seúl, Mogadishu, Dakar, El Cairo, Rabat, Túnez etc.--, todo eso --a mi entender-- son indicios de lo poco estable que es el sistema de la economía de mercado y de cuánto material inflamable sigue ahí, material cuya ignición acabará dando lugar a una nueva serie de revoluciones. Revoluciones ¿de qué signo? ¿De qué sesgo? Revoluciones comunistas, sin duda; revoluciones que se orientan a abolir la economía de mercado en la que a esos pueblos les está reservado un destino de miseria, de hambre y de sufrimiento.
§2.-- Comunismo y marxismo
Pudiera tomarse la predicción histórica con que ha finalizado el apartado anterior como una mera expresión de un dogma de fe marxista: la inevitabilidad del advenimiento del comunismo, al ser éste la formación social postcapitalista, viniendo determinado el paso de una formación social a otra por la lógica dinámica de la correspondencia entre fuerzas productivas y relaciones de producción.
Pues bien, he de advertir que no es así. Mi opción personal --como luego lo diré-- es hoy, más que nunca, a favor del comunismo, pero no del marxismo. Debiera ser ociosa esta aclaración, pero no lo es: el comunismo es un ideal cuya aceptación es independiente de la adhesión a las concepciones filosóficas, económicas y sociológicas de Marx y Engels. El comunismo es un ideal muy antiguo. Seguramente existe --aunque con modalidades inconsecuentes-- desde la Antigüedad, pero, en cualquier caso, está bien documentado desde por lo menos el siglo XVI la realidad de un proyecto de comunidad total de bienes y de cuánta influencia ejerció la adhesión a tal proyecto en movimientos como los de los anabaptistas de Alemania. (Pero ya antes hay tendencias claramente en esa dirección, p.ej. entre los lolardos ingleses y otros movimientos populares de los siglos XIV y XV. Y, por otra parte, aunque sea confusamente, han poseído una orientación comunista cuantos movimientos populares contra la propiedad privada se han sucedido en la historia desde la Antigüedad, por lo cual no me parece desenfocado englobar entre los precursores de esa tendencia a los Graco o a Espartaco, p.ej.) Luego han seguido muchos pensadores que han abogado por regímenes comunistas. En la primera mitad del siglo XIX llega a su apogeo ese movimiento de ideas, aflorando una pléyade de corrientes con esa orientación. (Y ya bien entrado el siglo XIX el gran poeta jesuita inglés Gerard Manley Hopkins profesó su adhesión al comunismo; en esa actitud cabría tal vez rastrear pasos inferenciales interesantes desde las concepciones teológicas de ese autor.) Marx y Engels tildaron a los otros pensadores comunistas de utopismo. Acaso llevaran en eso razón con respecto a muchos de sus contemporáneos. Es dudosísimo, no obstante, que quepa con justicia motejar de utopis ta a Louis Auguste Blanqui, p.ej.
Sea ello como fuere, la concepción de la historia que inspira las conclusiones a que he llegado más arriba no es la del materialismo histórico de Marx. Para mí el marxismo es sólo una de entre las muchas concepciones que a lo largo de la historia han abogado por el comunismo. Mi adhesión al comunismo es la opción por un ideal a favor del cual se ha argumentado desde enfoques filosóficos y sociológicos muy dispares. No es menester aceptar uno de esos enfoques en particular para adoptar dicha opción. Más bien aspiro yo a situarme frente al marxismo desde fuera de él, tratando de ser capaz de llevar a cabo un balance equilibrado de dicha doctrina --en sus múltiples componentes no todos los cuales son tan inseparables como lo creen los, o muchos, marxistas. Es mi convicción que la teoría marxista ha sido la mejor pergeñada de cuantas hasta ahora se habían pronunciado a favor del ideal comunista; que ha dado una contribución valiosísima al quehacer del pensamiento; que tiene en su haber grandes aciertos, como la defensa de la dialéctica --aunque esos mismos aciertos los haya tenido sólo a medias, al haber practicado dicha defensa de manera un tanto estrecha, obtusa, por carecer de instrumentos conceptuales adecuados para la tarea. Pese a sus logros, el marxismo no tiene por qué ser la única doctrina comunista, ni la última o definitiva. Vale más --a mi juicio-- renunciar a profesar ese sistema teorético; desde fuera, lo ve uno más desprejuzgadamente; si en algo o mucho coincide uno con él, está bien; si en algo o mucho se encuentra uno discrepando de él, tampoco eso está mal: el avance de las ideas ha de pasar por el surgimiento de otras nuevas y también por una reelaboración tal de ideas anteriormente ya profesadas que el resultado sea un nuevo cúmulo de puntos de vista, gené ;ticamente ligado a sistemas precedentes pero claramente diferenciado de ellos.
A mi parecer --además-- el marxismo ha arrojado por la borda concepciones valiosas que lo habían precedido y que no pueden quedar al margen de nuevas síntesis teoréticas. En eso el marxismo pecó de una cierta estrechez que caracterizó la época postromántica en la cual surge.
Dentro de esa libertad que ha de otorgarse a sí mismo cualquier pensador genuino --y que en el fondo se otorgan también quienes profesan adhesión a un sistema previamente existente (la discrepancia entre las dos actitudes acaso ronda casi lo nominal)--, yo puedo llamarme hoy (en filosofía) marxista tanto como fregeano, hegeliano, leibniziano, cusaniano o, más que nada, platónico. Y es que cada uno tiene sus corrientes preferidas, las que más han influido en su modo de pensar. Lejos del rechazo encarnizado de tantos «ex», mi actitud al respecto es la de simpatía pero independencia.
Mi creencia en la inevitabilidad de futuras revoluciones comunistas se basa, no en el materialismo histórico (si bien con esto no lo estoy rechazando tampoco, sino que más bien pienso que está menesteroso de una reelaboración a fondo y que, en espera de la misma, se pueden alcanzar algunas de sus conclusiones más vitales y significativas sin esa mediación). Básase en una filosofía de la historia sin duda emparentada con esa concepción, pero diversa de ella. Cabría conceptuarla como una teología histórica de la cual cabe buscar precedentes múltiples, del propio S. Agustín a Nicolás de Cusa. La historia es el entrecruzamiento y la composición de múltiples tendencias asintóticas a la realización del ser humano en sus diversos valores, mutuamente en conflicto. Porque de hecho entre esos valores hay conflicto, no sólo se queda en el desideratum su armonización, sino que tampoco ninguno de ellos se realiza plenamente. No obstante, dándose por grados todo (o, más bien, casi todo) --en vez de darse a través de una alternativa tajante entre el totalmente y el en absoluto--, existen grados de realización mayor o menor de unos u otros valores y grados de armonización más o menos comprensiva de unos valores con otros. La historia avanza en cada época por la mayor realización de aquel valor que, en esa época --y dadas todas las circunstancias-- es el único, o el más, susceptible de realizarse más. El paso del comunismo primitivo a la sociedad de mercado fue, en detrimento de la justicia --que en esa época no podía realizarse más de lo que estaba--, un incremento en la realización del valor de producción de bienestar (bienestar, eso sí, de unos pocos).
A mi juicio hoy existen indicios de que el valor más susceptible de realización mayor es el de la justicia, la igualdad. No es porque el comunismo produzca un ulterior crecimiento de la producción aherrojada por el capitalismo (aunque no creo tampoco que los acontecimientos hayan desmentido esa esperanza marxista, ya que ni de lejos se ha realizado la cláusula del cæteris paribus), sino que, aunque el comunismo condujera, al menos transitoriamente, a un retroceso en la producción, así y todo constituiría aquello cuya realización es tarea de la presente época histórica. Por un lado, el capitalismo no tiene nada que ofrecer, salvo el mantenimiento de una situación en la cual, si bien hay una cierta prosperidad de una minoría de la población que vive bajo ese régimen, la mayoría de los sometidos al sistema --que es internacional-- sufren una terrible miseria, sin verse ninguna perspectiva de alteración radical de tal estado de cosas dentro de ese marco. (Es curioso que los adalides de la economía de mercado que tanto reprochan a los comunistas el haber querido sacrificar una generación a las venideras estén abogando constantemente por austeridad y sacrificios para los pueblos de los países capitalistas no dominantes, pasando las sucesivas generaciones sin que se vea el fruto de tales sacrificios. Lo de la Argentina es tan sólo un botón de muestra al respecto.) Por otro, el comunismo, con todos sus horrores, ha permitido una redistribución mucho más igualitaria y, a fuer de tal, más justa. Eso puede avalarlo cualquier comparación de las desigualdades sociales existentes en el mundo capitalista y en el comunista. Considérese a Cuba frente al resto de Latinoamérica, p.ej. Pero todavía más decidor es comparar cuánta desigualdad haya en la sociedad soviética anterior a la Perestroika co n la que se da dentro de la esfera de lo que ha sido hasta hace pocas décadas --y sigue siendo de hecho-- el «Empire français», una entidad cuya área comprende Libreville y París. Y eso a pesar de la tremenda inferioridad económica, política, militar y tecnológica del campo no occidental.
Concluyo este apartado con una duda. ¿Tiene sentido entregarse a comparaciones de esta índole? Deseo aclarar que --según lo diré después-- no estoy seguro de que sean conmensurables el capitalismo y el comunismo en lo tocante a realización de valor, o de desvalor, porque cada uno de ellos realiza más que el otro cierto valor. Lo que no creo sin embargo es que sea ociosa o esquivable la comparación, con conmensurabilidad o no. En primer lugar, todo juicio histórico comporta un elemento de comparación. No cabe, p.ej., una valoración de los agentes de la Guerra social en Roma que se abstenga de todo enjuiciamiento comparativo de lo hecho por Mario y de lo hecho por Sila.
Por otro lado es dudoso que sea tan inocente como parece el deliberadamente abstenerse de llevar a cabo cualquier comparación del género aquí considerado. No veo bien cómo podría ser lúcida una opción por uno de los dos sistemas que no comportara en absoluto una comparación entre lo que se ha hecho en aras de establecer o consolidar el uno y el otro. Y, sin criterio ninguno de opción, socavándose cualquier base inferencial para la opción misma, creo que el resultado más probable es el de, absteniéndose uno de optar de manera explícita, dejarse llevar por la inercia y por la corriente que se dan la mano a favor del orden o desorden establecido. No obstante, desde mi punto de vista --como luego se verá-- lo más importante para la opción no es la comparación global entre los dos sistemas, o sea no es aquella que se haga cuenta habida de todo.
§3.-- ¿Qué modelo de comunismo?
Cabría pensar que, si fracaso ha habido del comunismo, ha sido sólo de un determinado modelo, uno imperfecto, con desviaciones, frente al cual estaría en reserva otro modelo mejor, alternativo, de suerte que, de haber sido en cambio éste último el que se hubiera puesto en práctica, no habría habido fracaso.
No es tal mi parecer. Cualquier ideal se realiza imperfectamente. Dándose por grados las [más] determinaciones, por grados se da la realización de cualquier ideario, de cualquier proyecto. Las revoluciones son mucho menos revolucionarias de lo que las querían y concebían los revolucionarios. Tras la ruptura aparente de las crisis, revolucionarias o contrarrevolucionarias, se da una gran continuidad en la vida cotidiana, en lo más real, que sólo cambia en algún grado, y eso más paulatinamente de lo que pareciera a sobrehaz o de lo que quisieran quienes están exaltados por el ideal revolucionario. A mi juicio no constituye eso una razón válida para no ser revolucionario, sino para serlo con mayor realismo.
Cualquier «modelo» de comunismo ha pecado y pecará de gravísimos defectos, de desviaciones con respecto al ideal que anima a quienes tratan o traten de implantarlo. La propia acción de éstos no será como ellos habían concebido que sería. En muchas cosas, esas realizaciones del comunismo se apartarán del ideario en el sentido de un mantenimiento de muchos aspectos de la sociedad capitalista, por debajo de la apariencia de cambio y ruptura. En otras, los defectos estribarán en que, al abandonarse --en la medida en que de hecho se abandonen-- los mecanismos de la economía de mercado propia del capitalismo, piérdense también ventajas de esa economía, el aguijoneo que difícilmente puede conseguirse sin ella y que da como resultado la laboriosidad de amplios sectores de la población.
Existe, y está muy difundida, la creencia en la perfecta compatibilidad de los valores. Sin embargo, paréceme mucho más plausible la tesis de que son mutuamente opuestos ciertos valores a otros, de suerte que la realización de unos comporta que, en la medida en que se realicen, no se realizarán otros. Nuestra experiencia va mucho más en esta línea. De ahí los conflictos de valores y de deberes. El mundo de los valores no es menos contradictorio que cualquier otro.
Ello es --a mi juicio-- muy palmario en el caso que nos ocupa. El comunismo es, en sus realizaciones, defectuoso, no sólo porque toda obra humana es sumamente deficiente incluso con respecto al ideario que la anime o al proyecto que tienda a ejecutar, sino también porque su realización conlleva al abandono de ciertos logros de la sociedad capitalista. Si esos logros podrán o no a la postre venir recuperados en el ulterior proceso de las sociedades comunistas es algo sobre lo cual no creo que quepa pronunciar una respuesta tajante y general. Nada en la filosofía de la historia que yo profeso asegura que nunca se pierdan irrecuperablemente [grados de realización de] valores previamente realizados; sin embargo ese punto de vista (aunque puede estar equivocado, desde luego) concibe que, con todo, se da un avance, una mayor realización global de valor, ya sea en un sentido de balance global, si éste es posible --e.e. si cabe conmensurabilidad--, o bien en la realización constantemente mayor de algún valor preeminente, como el grado de realidad de la propia especie humana. (Lo de `constante' ha de tomarse con una serie de precisiones y cláusulas de salvaguardia en las que no quiero entrar.)
Ni que decir tiene que los pocos que hoy profesamos esa opción por el comunismo tendremos mucho que criticarles a quienes hasta ahora han intentado plasmarlo en la realidad. Personalmente, mi crítica apuntaría a aquellos aspectos en los cuales su práctica se ha alejado del principio mismo de igualdad, mientras que otras críticas, desde otros horizontes, se centrarán en aspectos como los de no realización de valores que, dentro de ciertos límites, sí se realizan en algunas [partes de ciertas] sociedades capitalistas. La discrepancia estriba en esto: desde mi punto de vista lo más grave consiste en que haya desviaciones con respecto al principio propio y diferenciador del sistema que se quiere implantar, no en que esa implantación se efectúe en desmedro de valores que, en cambio, encuentran mayor realización con una organización como aquella como alternativa frente a la cual se lleva a cabo la implantación. Así pues, no es --desde mi punto de vista-- la ausencia de democracia lo que constituye el grave defecto de las sociedades orientadas al comunismo que hasta ahora se han establecido, sino el que haya sido tan imperfecto el establecimiento de la igualdad. Claro que en alguna de ellas, como Albania, se han dado pasos hacia un mayor igualitarismo que yo aplaudo --igualitarismo plasmado tanto en un gran nivelamiento salarial cuanto en una participación de todos en el trabajo manual--, pero ni son suficientes ni eso se ha hecho en tan vasta escala como hubiera sido deseable.
A este punto de vista que acabo de exponer cabe dirigirle varias objeciones, pero seleccionaré dos no más. 1ª objeción: el comunismo es la propiedad colectiva de todo el pueblo, la cual requiere que éste sea colectivamente el detentador de los medios de producción; y eso a su vez necesita la democracia, pues sin ella los dueños de los medios de producción --en un régimen que se pretenda socialista o comunista-- serán los detentadores del poder. 2ª objeción: lo [más] importante son las relaciones de producción, no las de distribución.
Respuesta a la 1ª objeción: no creo que lo que haga a un bien mío o nuestro sea que yo pueda (o nosotros podamos) elegir «libremente» a quienes dirijan el uso de tal bien. En la medida en que la gestión sea injusta, vejando a uno, a varios o a muchos de los electores, el bien no es suyo. Lo que justifica --en la medida en que lo haga-- a una dirección, o una gestión, o un poder, no es quiénes y cómo hayan confiado su responsabilidad o su cargo al gestor, sino cuál sea efectivamente la labor de gestión, si es justa o injusta, y en qué medida lo sea. Una economía con grandes desigualdades sociales no será nunca un régimen comunista. Ni dejaría de ser comunista uno en el que una élite autoritaria ejerciera un poder que asegurara una grandísima igualdad.
Respuesta a la 2ª objeción: no me siento obligado a atenerme a la dicotomía marxista entre relaciones de producción y de distribución, pero, en cualquier caso, aun desde el marxismo creo que la relación es flexible, la frontera difusa. Una gestión o dirección del uso de medios de producción hecha de tal manera que los gestores resultan privilegiados en la distribución es también, en la medida en que así suceda, una relación de producción caracterizable como explotación y similar a las relaciones de producción capitalistas. (Claro que hay grados, no lo olvido).
Quiero advertir que el igualitarismo que profeso no es el de una igualdad de remuneraciones para todos, sino el de compensación. A trabajo más duro, menos deparador de satisfacciones internas o de consideración social, p.ej., mayor remuneración. Todo lo contrario de lo que se practica en nuestra sociedad capitalista; y en cierta medida contraria también a la práctica de las sociedades orientadas al comunismo (sociedades que, en la medida en que no aplicaban ese principio no se orientaban al comunismo).
Mi idea al respecto es, pues, que el defecto de las sociedades orientadas al comunismo ha sido, no el de ser demasiado comunistas, sino el de serlo demasiado poco. Sin embargo, no creo que tenga yo, o que tenga nadie, un modelo bajo el brazo cuya realización esté exenta de imperfecciones y cuyo triunfo quede asegurado una vez que se empiece a implantar. Ni lo uno ni lo otro. No hay garantía ninguna. Todo procedimiento es falible y frágil. En verdad los procedimientos no tienen realidad fuera de los grupos e individuos encargados de aplicarlos. Cualquier barandilla procedimental es vulnerable y resulta inútil cuando la voluntad de los grupos e individuos involucrados entra en conflicto con el propósito de quienes idearon el procedimiento. (En este terreno sucede algo similar a lo que pasa en teoría del conocimiento. Los fundacionalistas exigen siempre, para que haya algo aceptable --en el un caso, como conocimiento, en el otro como proyecto asumible-- un basamento inquebrantable que asegure su solidez. En ambos casos es difícil ver otro resultado de tales exigencias salvo el escepticismo. Sólo que en el terreno que nos ocupa el escepticismo es dejarles el campo a los conservadores.)
Mi adhesión al comunismo no conlleva, pues, ninguna fe en un modelo perfecto: En verdad no hay modelos. Cada nueva revolución inventará su propio proyecto. A nosotros nos toca tan sólo meditar sobre las grandes líneas de esta temática, no redactar planes específicos que sirvan de pauta a los legisladores de futuros poderes revolucionarios.
§4.-- Una opción moral
Tampoco resulta mi opción a favor de comunismo de mi convicción de que --con miles de tropiezos, altibajos, retrocesos y virajes-- acabará realizándose en este planeta, y que, en todo caso, habrá nuevas revoluciones tendentes a la realización de ese ideal. No, esa convicción desde luego juega su papel, al alentar la opción ética con una perspectiva de realización de la misma. Sin embargo, son dos cosas bien distintas. Cabe tener la convicción sin la opción y viceversa. Aunque es más probable que se den juntas o no se dé ninguna.
La opción ética no entra en conflicto con el determinismo implícito en esta filosofía de la historia. Si todo está determinado, también lo está el que uno adopte tal opción en vez de otra, sin que ello sea óbice ni a la opción ni a sus motivaciones. (Los librearbitristas que siguen aduciendo la supuesta incompatibilidad entre determinismo y responsabilidad moral podrían releer al respecto Jacques le fataliste de Diderot.) Igualmente, no obsta a que una inferencia sea correcta --e.d. que la conclusión se siga efectivamente de las premisas-- el que venga causalmente determinado un proceso mental consistente en que alguien lleve a cabo dicha inferencia.
Ahora bien, una opción es un acto volitivo o valorativo, y deseamos sin duda que nuestros actos volitivos se ajusten a una racionalidad práctica. Muchos piensan que, por un principio de universalizabilidad, no es posible que tenga racionalidad práctica una opción de alguien si no la tiene una opción igual de otra persona. Frente a ese principio de universalizabilidad, en esa versión tan fuerte, me parece mucho más plausible un cierto relativismo moral. Quizá hay conmensurabilidad entre las realizaciones de valores dispares, o entre realizaciones cada una de las cuales es mejor que la otra en determinados aspectos, Quizá no se da tal conmensurabilidad. (Yo me inclino a pensar que sí se da, y que es --habida cuenta de todo-- valorativamente superior la mayor realización del mayor bien.) Dése o no, no tiene por qué ser racional tan sólo la opción a favor de aquello que, habida cuenta de todo, sea preferible o más valioso. No conozco ningún argumento convincente a favor de ese absolutismo. (Ni algoritmo alguno que permita el cálculo en cuestión.) Antes bien veo como más plausible que para cada uno haya unas opciones que son racionales para él, a tenor de los valores que son predominantes desde su [legítimo] punto de vista (y no está dicho que cualquier cúmulo de creencias y actitudes forme, tal cual, un legítimo punto de vista).
Sentado eso, está claro que la opción por un sistema puede ser racional para una persona y no serlo para otra. Dependerá de qué experiencias hayan determinado que para la persona en cuestión sean prioritarios ciertos valores más que otros. La libertad individual es un gran valor. Y yo creo que, siendo prioritaria para muchos, es racional que opten por el capitalismo. Por mi parte, es prioritario para mí el valor de la justicia. Desde él vienen rechazadas la economía de mercado en todas sus modalidades, las desigualdades sociales, la existencia de ricos y pobres, de habientes y no habientes. Convencido estoy de que esa opción acabará siendo la de la mayoría pero también de que durante mucho tiempo será una opción minoritaria que no podrá llegar a realizarse por acuerdo de los más. En ese intervalo, me siento muy a gusto yendo contra la corriente, contra el torrente arrollador del individualismo.
Intervención en el debate sobre ese tema celebrado en el Instituto de Filosofía del CSIC el jueves 15 de febrero de 1990, organizado y moderado por Agapito Maestre. También participó en el debate Manuel Ballestero. La intervención fue ásperamente criticada por uno de los asistentes, el Profesor D. Santiago González Noriega.volver al cuerpo principal del documento
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Director: Lorenzo Peña
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