Esa palabra, `integrismo', se acuñó en nuestra Patria hacia finales del siglo pasado y sirvió para designar a una corriente particularmente dura e intransigente del carlismo, la de Ramón Nocedal. Tratábase de defender la integridad de los valores y principios del catolicismo oficial y tradicional (ya se sabe: los dulces nombres de Religión, Rey e Inquisición, etc). Los integristas, de la confesión o tradición que sean, se caracterizan por esa pretensión de integridad, por ese afán de volver a la plenitud, sin merma ni mezcla, de unos mandamientos, o unos juicios sobre la realidad, según se practicaron o profesaron anteriormente en su tradición o confesión. Eso en cuanto a sus pretensiones. La realidad es distinta, como vamos a ver.
Los integrismos no transigen, no aceptan grados, no toleran mezclas ni entrecruzamientos con nada ajeno a su propia tradición, que desean reinstalar y reimplantar en su total y absoluta fuerza y pureza. La vida, la realidad, son todo lo contrario: en la vida se está dando siempre una mezcla de elementos de toda índole infinitamente diversos entre sí; se están siempre entrecruzando múltiples facetas de las cosas; casi nunca se dan ni el «absolutamente sí» ni tampoco el «absolutamente no», sino que los hechos suelen suceder en variadísimos grados, sin que haya fronteras nítidas ni tajantes entre la verdad y la falsedad; y esos mismos hechos se entremezclan a menudo con sus opuestos de maneras infinitamente variadas y complejas. A esa infinita complejidad y gradualidad de la vida, el integrismo responde con un «¡No!» absoluto y brutal. Para los integristas, el mundo es blanquinegro, simplicísimo, y el criterio de demarcación sin vuelta de hoja: es el de la conformidad literal con los preceptos y asertos de su propia tradición.
Nada tiene de extraño que los integristas sean seres fanáticos, perseguidores, cuando tienen poder, de cuanto no encaje perfectamente en su receta de pureza y salvación. En España los hemos sufrido, a esos requetés que, en aras de la Verdad católica, apostólica y romana, y de la tradición monárquica, han implantado el feroz régimen fascista de Franco y, así, posibilitado la actual monarquía. Hoy, con esa facha, juegan poco papel (ya no son necesarios, aunque algo no muy dispar está siempre en reserva, por si llega a hacer falta).
En el mundo musulmán, el integrismo presenta un aspecto más inquietante para muchos, porque la implantación de la ley coránica acarrea el corte de manos, la imposición del velo para la mujer, la prohibición de bebidas alcohólicas y demás mandatos o prohibiciones que nos resultan --a nosotros en nuestra tradición no islámica-- insoportables. Sin embargo, también en esto hay que desconfiar, en primerísimo lugar, de los integrismos propios, antes que de los ajenos. Empezando por lo que podríamos llamar el integrismo antiislámico: un prestigioso periódico londinense ha dicho que la OTAN tiene que seguir en pie de guerra, no contra un mundo socialista ya inexistente, sino contra los del Sur, no sea que...; en particular contra los musulmanes, pues, si bien la mayoría de los europeos ya no creen en la divinidad de Jesucristo, no se han emancipado de él para venerar a Mahoma. (Los musulmanes no veneran a Mahoma, dicho sea de paso --aunque la incultura forma parte del bagaje de los periodistas burgueses.) Dicho en cristiano: tenemos el honor de pertenecer a una noble y linajuda tradición no-islámica, y hemos de guarnecer las fronteras para impedirles la entrada a los desharrapados musulmanes, que como es sabido son fanáticos. ¡Nosotros no! ¿Qué es eso sino un fundamentalismo antiislámico, por muy secular o secularizado que sea? Nada inocuo, por cierto: de prédicas así se valen los apaleadores y asesinos racistas.
Si miramos de cerca los componentes del integrismo islámico, nos percatamos de que su distancia respecto del euro-cristiano es mucho menor de lo que parecía a simple vista. Sí, hay unas cuantas cosas muy visibles, como la del velo. Pero el sojuzgamiento de la mujer no depende básicamente de tener que llevar velo o no. Nuestras abuelas también sufrían un sometimiento feroz, aun sin velo. Y la tradición euro-cristiana es peor que la islámica en muchas cosas: muchísimo más intolerante en materia religiosa, mayor práctica de la tortura inquisitorial. De todo eso no hace miles de años. Todo eso es lo que en parte restablecieron en España los franquistas, en parte querían restablecerlo pero no se atrevieron del todo.
Oponer, pues, al integrismo islámico el integrismo anti-islámico, la arrogancia de nuestra civilización euro-cristiana, o al menos no musulmana, supuestamente superior, es, no sólo desde luego tremendamente reaccionario e injusto, sino además hacer totalmente el juego a la burguesía, que siempre lanza y utiliza los integrismos, enfrentándolos unos a otros, para dividir a los pobres según líneas de demarcación confesionales, regionales y similares.
Lo que sí es cierto, no obstante, es que hoy para los pueblos de la tradición musulmana el principal peligro es el integrismo islámico. Pero, en vez de vociferar contra él, hay que entender qué está pasando. Y es, sencillamente, que ese integrismo es la principal fuerza que en dichos países utilizan los mismos imperialistas que justifican luego su organización de agresión y de guerra en nombre de la amenaza del fundamentalismo islámico. ¿Contradictorio? Bueno, sí y no. La vida de todos modos es así de contradictoria.
El principal financiador y propulsor del integrismo islámico es el régimen monárquico medieval de Arabia Saudita, seguido, en menor medida, por las otras petromonarquías del Golfo Pérsico. También juega un papel importante en el apoyo a ese movimiento la dictadura militar de extrema derecha del Paquistán. En Argelia, sin ir más lejos, la rama más dura del movimiento está formada por «los afganos», los guerrilleros entrenados por la C.I.A. norteamericana para combatir en Afganistán contra el gobierno no sometido al dictado yanqui. En Kuwait, la ley coránica (y muchísimas atrocidades más, que no se derivan de dicha ley) ha sido impuesta por la monarquía absoluta restaurada por Occidente a través de una de las más crueles guerras del siglo XX (hay quien calcula en 250.000 el número de iraquíes matados por los yanquis y sus aliados, incluyendo los hambreados).
Sin embargo, el movimiento islamista no es monolítico. No todas sus figuras son proimperialistas, aunque incluso las mejores, o las menos malas, tienen en su comportamiento y actitud muchas facetas reaccionarias (y la más grave de todas es la de dividir al pueblo en vez de unirlo). Por otro lado, la propagación y el auge del integrismo islámico es resultado de varios factores, siendo uno de ellos que ese movimiento ha conseguido presentarse como opuesto a la dominación de los imperialistas euro-norteamericanos, al injusto sometimiento que los pueblos árabes e islámicos llevan padeciendo desde hace varios siglos, y siguen sufriendo todavía hoy (entre otras muchísimas cosas, por la artificial y monstruosa implantación del Estado de Israel, cabeza de lanza de ese dominio occidental en el Cercano Oriente). Otro factor, insoslayable, es que ese dominio imperialista occidental, cuyo centro lo constituyen el Banco Mundial y el FMI (Fondo Monetario Internacional), ha impuesto en los países capitalistas pobres (incluyendo todos los países islámicos, salvo algún que otro rincón de prosperidad petrolera) la famosa y genocida política de austeridad, con su secuela de desempleo, inflación, hambre y enfermedades para los trabajadores. En Argelia eso es lo que ha venido haciendo Chadli desde hace años, bajo la bota y el dictado siempre del FMI. Sumidas en la pobreza y en la miseria más espantosas, las masas buscan entonces una alternativa, y equivocadamente creen poder hallarla en el islamismo.
Hay unos cuantos líderes del movimiento islamista que, si bien estamos en radical desacuerdo con ellos, no podemos dejar de apoyar cuando se enfrentan al imperialismo, como las víctimas del sionismo en el Líbano. Pero eso no quita nada para que la orientación preponderante de ese movimiento sea la que hemos señalado más arriba.
En el mundo de tradición cristiana la religión no ha podido --estos últimos tiempos-- jugar ese papel. Hay, sí, integrismos o fundamentalismos fanáticos, tanto de signo católico --acaudillado éste por el intratable y ferozmente retrógrado Juan Pablo II-- como de signo protestante (adventistas del séptimo día etc). Están ahí para hacer de apagafuegos (y en Guatemala la dictadura de Ríos Monts, ese cacareado cristiano vuelto a nacer, ha dado muestras de en qué se puede traducir en la práctica ese fanatismo). Mas en general el integrismo religioso cristiano no está ahora jugando un papel muy destacado. No es el momento. Hay otros cuentos con que embaucar a la gente. De momento. (En Filipinas Doña Imelda ya explota ese filón, y su ejemplo puede cundir.)
No menos peligroso, ni menos divisionista, es el integrismo o fundamentalismo antirreligioso, que explotan algunos que, curados ya de todo sueño juvenil de cambio social, no tienen nada más a que agarrarse. De vez en cuando amenazan reinventando sus espantajos anticlericales decimonónicos y dicen que no harían ejercicios espirituales ni con Dios, o cosas por el estilo. Entre nosotros es ése un integrismo mucho más peligroso, porque parece «progre» y no es sino un modo astuto de dividir a los pobres, enfrentarlos unos a otros según líneas de demarcación que nada tienen que ver con los intereses de clase.
No podemos confundir (que lo hagamos es lo que quieren los integristas de uno u otro signo) a los reaccionarios religiosos con los luchadores anticapitalistas y antiimperialistas que son llevados a posturas valientes de combate contra las clases dominantes desde su fe religiosa: los muchos curas, frailes y monjas que en América Latina y en países como Filipinas y el Congo («Zaire») practican la teología de la liberación y, viviéndola genuinamente, hallan en ella un resorte para la lucha de clases revolucionaria contra los explotadores. Un ejemplo lo da el Padre Aristide, el presidente constitucional de Haití, derrocado violentamente por los militares a sueldo del imperialismo yanqui. En España tenemos el caso del recientemente fallecido Padre Llanos, que dedicó buena parte de su vida a la causa de los trabajadores. Con todos ellos estamos. Ellos tienen el inmenso valor y el mérito de enfrentarse al integrismo de su propia tradición, de contribuir a la unidad de acción y de lucha de los proletarios, de denunciar la injusticia del sistema capitalista.
También hay un integrismo marxista --el de los talmudistas, como los llamaba Stalin. Lo inventaron los santones de la II Internacional hace casi un siglo. Consiste en profesar como dogmas ciertos asertos de Marx y Engels. Uno de tales asertos (al menos eso se les atribuye) es el de que la clase obrera había de tomar el poder en primer lugar allí donde las fuerzas productivas estén más desarrolladas. Que Marx y Engels hayan sostenido o no tal opinión es asunto de lectura que dejamos para los especialistas. Lo importante es que, sea cual fuere el valor de verdad de tales asertos en su momento, luego sobrevino un factorcito nuevo, la bagatela del estadio imperialista dentro del sistema capitalista, con la explotación y dominación de los países menos prósperos por los más prósperos. Lenin, Stalin y la Komintern vieron que de ahí se derivaba una estrategia de lucha de clases totalmente distinta y nueva, y que el foco de esa lucha se desplazaba a los países dominados y oprimidos. Los talmudistas ignoran eso, y salen por los fueros de la literalidad de lo que pudieron decir Marx y Engels hace 120 años. También eso es un fundamentalismo, un modo de profesar como dogmas tales o cuales asertos de manera que así, en vez de propiciarse la unidad y la acción revolucionaria del pueblo, se condenen todos los intentos que ha habido en los países económicamente menos avanzados por levantar un sistema no capitalista.
Los talmudistas comparten con los integristas de otras obediencias o denominaciones su modo de congelar, fosilizar, tales o cuales enunciados de los fundadores de su respectiva secta --pues, así concebida y practicada, de eso se trata. Los integristas de toda laya se reclaman adeptos de su propia y respectiva tradición, pero hay siempre una faceta, esencial en toda tradición, a la que son desleales: las tradiciones son corrientes en evolución, que se adaptan a nuevas situaciones, a nuevos requerimientos, que reinterpretan en función de ello los enunciados de sus fundadores y predecesores, dándoles nuevos sentidos, acogiendo nuevas ideas de otras fuentes, supeditando la letra al espíritu y a los propósitos. Jesús, inserto en su tradición hebrea, dijo que no se había hecho el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre. Los talmudistas piensan lo opuesto: la doctrina que profesan --o los asertos originarios de la misma que ellos privilegian cual dogmas de fe petrificados-- no la entienden como supeditada al propósito de emancipación o felicidad del ser humano, sino al revés.
Nominal y declaradamente los integristas quieren la vuelta a la doctrina y a la moral íntegras de sus respectivas tradiciones y orígenes. En realidad dista muchísimo de ser así. Los integristas islámicos no piden la restauración de la esclavitud, pese a que Mahoma vivió en una sociedad esclavista y entre los preceptos coránicos los había que regulaban ese sistema entonces existente. Lo mismo sucede con los textos de los fundadores del cristianismo, como es bien sabido. Los fundamentalistas de la tradición judeo-cristiana, ¿por qué no piden la puesta en vigor de los preceptos del Levítico sobre los leprosos, p.ej.? Su sexto sentido (alguno han de tener, al fin y al cabo) les dice que no, que eso sería pasarse. La burguesía no los podría utilizar si llegaran a eso. De integridad, pues, ¡nada! Y sin integridad se cae el fundamento de su fundamentalismo. Esa ambigüedad, esa práctica vergonzante de las medias tintas que profesan condenar y querer desterrar, es lo que revela la doble cara de los integrismos y demás maniqueísmos divisionistas.
En España, José Díaz, en 1936, tendió ya la mano a los cristianos para la unidad contra los privilegiados. (Sí, tuvo que ser el dirigente de ese partido comunista staliniano, cuando tantos hombres de «izquierda» veían en la quema de conventos y en la extirpación por la violencia de la religión el colmo del progresismo; muchos desconocen que en toda la zona republicana, salvo en el País Vasco, la poca práctica religiosa que sobrevivió fue gracias a esos mismos stalinianos a quienes se acusa de todo.) Hízolo recordando que el principal obstáculo a tal unidad había sido el carácter cerrilmente ultrarreaccionario del catolicismo español hasta ese momento (un carácter que habría de conservar, agravado, durante mucho tiempo --digamos hasta los últimos años 50 y primeros años 60, y aun eso sólo vale con relación a una minoría esclarecida).
Hoy tiene más vigencia que nunca la mano tendida por José Díaz, porque hoy están ahí quienes practican de veras la, entonces inexistente, teología de la liberación. Hoy más que nunca hemos de luchar todos --cada uno dentro de su respectiva tradición-- contra las desuniones fomentadas por los integrismos, contra todas las sutiles variantes del sectarismo divisor.
El lema de la burguesía es «¡Divide y reinarás!». El del proletariado ha de ser: «¡Une y destronarás!».
Artículo publicado en Octubre Nº 4 (abril de 1992). Fue reproducido en la revista Revolución de Colombia.volver al cuerpo principal del documento
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Director: Lorenzo Peña
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