Véanse también otros documentos contra el paneuropeísmo

¿Amar a «Europa»? -- Las dudas de un euroescéptico

Lorenzo Peña


Índice
  1. Querer a su tierra, querer a la Tierra
  2. ¿Nuevas barreras?
  3. ¿Es la formación de los tres bloques un paso hacia la integración planetaria?
  4. ¿Qué países conviene agrupar? ¿Es «Europa» algo?
  5. Opciones para España: efectos de la entrada en el Mercado común
  6. La integración europea, arma del capital contra cualquier avance popular

§1.-- Querer a su tierra, querer a la Tierra

Desde pequeños, se nos inculcó el amor a la Patria. Y así ha sido desde hace miles de años. Antes, inculcábase a los niños el amor al clan, a la tribu, a la familia extendida, a los suyos y a la tierra en que vivían. Qué sea eso de la Patria ha ido variando, mas siempre ha comportado ciertos rasgos de proximidad de lengua, mentalidad, geografía, historia, empresas y vicisitudes políticas comunes. No siempre todos esos rasgos juntos, claro, mas sí varios de ellos.

Cuando Cristóbal Colón se lanzó a su aventura marítima, estaba equivocado. Sus cálculos geográficos eran erróneos. Él creía que la Tierra era mucho más pequeña de lo que es. Deliberadamente hacía caso omiso de los análisis y cálculos serios de los geógrafos desde la Antigüedad, que se habían aproximado a mediciones correctas. Su sueño aventurero lo empujaba a creer a cualquier precio en la viabilidad de su empresa de alcanzar la Costa de Asia navegando hacia el Oeste desde España. Afortunadamente existía América sin que él llegara a saberlo nunca. Sea como fuere, la historia de Colón viene a cuento porque era obsesión suya --que se esforzó en traer a colación en sus escritos y correspondencia-- la tesis de que la Tierra era pequeña.

Hoy --por otros caminos y en otro sentido que Colón no podía imaginar-- eso se ha hecho verdad: la Tierra es pequeña, pequeñísima. En unos segundos podemos acceder con el Internet a un sitio en China, en Japón, en Australia, leer un texto que allí se acaba de desplegar, enviar nuestros comentarios y recibir una respuesta. Las últimas guerras de agresión perpetradas por el imperialismo --como la brutal y sanguinaria guerra contra Irak en 1991-- se han podido ver en nuestras pantallas a la vez que sucedían. La vuelta al planeta ya no requiere los 80 días que concebía como un récord Julio Verne, sino que sobran 80 horas, y eso haciendo paradas para recorrer el centro de varias de las ciudades por las que se pasa.

Los astronautas que han salido de la atmósfera terráquea y se han adentrado en las zonas del espacio más cercanas a nuestro planeta han relatado una sensación profunda y emotiva: a la vez que, ante su vista, la Tierra se hacía más pequeña, y les aparecía como su lugarcito, los embargaba el sentimiento de pertenecer a ella, de que ese rincón era su tierra. El amor a la Tierra. El hogar, o patria, para ellos, no era el barrio, la comarca, la región o el «país»: era el planeta, el bonito y entrañable planeta que es nuestra casa común. Un planeta que hoy recorremos en mucho menos tiempo del que antes requeríamos para atravesar una provincia.

No sólo eso: el acercamiento que han posibilitado los nuevos medios de comunicación nos ha hecho relativizar las ideas de distancia, los prejuicios que nos hacían creer que las otras culturas eran radicalmente diferentes de la nuestra. De un lado, ese mismo acercamiento nos va fundiendo cada vez más en una cultura planetaria; de otro, aun en la medida en la que no sucede todavía así (o sólo lentamente), el acercamiento nos hace percatarnos de cuán superficiales y de detalle son a menudo las disparidades culturales; de en qué gran medida coinciden, en lo fundamental, las vicisitudes, aspiraciones, pautas de comportamiento y expectativas vitales del ser humano, que permanecen y se vuelven a encontrar allende las fronteras, los océanos, los mares y las montañas, sin que importen excesivamente las variaciones de religión, idioma, ciudadanía u otras de tal índole.

Ya los filósofos estoicos en la Grecia clásica habían formulado su concepción de sí mismos como ciudadanos de la Tierra, cosmopolitas. El español Séneca fue uno de los pensadores en el Imperio Romano que se adhirieron con entusiasmo a esa visión. Por encima de lealtades, precarias y condicionales, al estado o grupo de estados (el Imperio) al que pertenecieran estaba la fidelidad al género humano y el amor a la casa común del mismo, el planeta Tierra.

Hoy más que nunca es ésa una actitud congruente con todo cuanto sabemos y todo cuanto nos llevan a experimentar, a vivir, las circunstancias presentes de interacción e intercomunicación entre los seres humanos.

En vísperas del tercer milenio, percatámonos de que --sin que pierdan del todo su significación las viejas actitudes de querencia al terruño, a la comarca, al «país», a la comunidad de países de la misma historia o la misma lengua-- es más razonable que vaya tomando cada vez más la delantera, que vaya prevaleciendo por sobre cualquier otro sentimiento así, el amor a nuestra casa común, la Tierra, y el amor a la humanidad (y más allá, el amor a la familia animal de la que somos una parte).


§2.-- ¿Nuevas barreras?

Cuando son así las circunstancias objetivas del desarrollo humano y, a la vez, la evolución de los sentimientos, cuando todo ello nos lleva a una creciente vivencia de estar todos los humanos involucrados en una aventura común y depender unos de otros, los intereses de los poderosos, de los magnates del capital, están levantando nuevas barreras y nuevas fronteras, mucho más temibles --por ser más defendibles, menos caducas-- que las viejas fronteras nacionales. Las nuevas barreras, o nuevas fronteras, son las que separan los nuevos bloques de países que constituyen los nuevos reinos de Taifas imperiales, los nuevos feudos o señoríos de los consorcios financiero-comercial-militares. Nos han destinado un planeta dividido en tres bloques: el «europeo», el del extremo oriente y el norteamericano.

Está cargada de peligros la formación de este mundo de tres bloques. Cuanto más se perfila esa situación, más inflamable resulta ese material.

En primer lugar, dada la rapacidad del capital financiero, no puede descartarse del todo la posibilidad de que las rivalidades mercantiles entre esos bloques acabe por producir un conflicto que pudiera degenerar incluso en una guerra; guerra que sería más terrible que todas las anteriores guerras de la humanidad juntas. No estoy sosteniendo ninguna tesis de inevitabilidad: no digo --otros lo harán-- que la esencia o naturaleza del capitalismo imperialista lleva inevitable y forzosamente a la guerra. Desde luego, veo la base argumentativa en que reposa esa tesis: argumentos inductivos (basta con aprender de la historia y con ver cómo, a pesar de que teóricamente tendrían otras alternativas, los consorcios financiero-mercantiles juzgan que les es más rentable hacer sus más pingües negocios con el tráfico de armas). Toca a los adeptos de esa tesis de inevitabilidad aportar argumentos que no sólo hagan verosímil su conclusión, sino que la demuestren. Y eso de demostrar es mucho más difícil de lo que parece.

Así pues, sin abrazar ese inevitabilismo, lo que es, sin embargo, razonable es atenerse escéptica y vigilantemente a la experiencia histórica. Y ésta nos dice cómo el imperialismo se ha lanzado ya --por ambiciones encontradas entre los diversos bloques-- a guerras que han ocasionado sufrimientos tremendos a los pueblos, guerras que eran irrazonables aun desde su punto de vista, porque encerraban probabilidades de hacerles perder más de lo que podrían ganar, como así fue (tanto en 1919 cuanto en 1945).

Ojalá que no se confirmen nunca esta sospecha y este temor. Mas los pueblos no pueden meramente confiar en la buena voluntad de los gobernantes capitalistas. ¿Quiénes mandan hoy en el Japón, los EE.UU, Francia, Inglaterra, Alemania? Los mismos grupos financieros --y hasta frecuentemente las mismas grandes familias oligárquicas--, los mismos partidos políticos (u otros salidos de aquellos por pequeñas mutaciones) que mandaban en 1914. La misma socialdemocracia que, unas veces desde cargos ministeriales y siempre desde el Parlamento, mandó al matadero a decenas de millones de jóvenes, para el mayor enriquecimiento del capital.

Así las cosas, es razonable no bajar la guardia contra el peligro que se llegaría a cernir si, poco a poco, se consolidaran y afianzaran esos tres bloques y se acabara dibujando una división del planeta en tres zonas de influencia potencialmente hostiles.

Por otro lado, esta configuración trilateral en ciernes acarrea un nuevo sojuzgamiento del tercer mundo. Plásmase esa reforzada sumisión en las modificaciones siguientes.

En primer lugar, con vistas a promover su integración, los países capitalistas adelantados que se aúnan en uno de tales bloques (concretamente el «europeo») endurecen las condiciones a que se somete a los humanos oriundos del tercer mundo para cruzar las fronteras externas de dicho bloque. La integración de momento lo que está provocando es un mayor desempleo interno (causado por la concurrencia de la producción de otros países miembros); la presencia de una masa más numerosa de pobres provenientes de los países del Sur --que podrían llegar a hacer causa común con los desempleados locales-- podría acarrear un grado de malestar y desasosiego que llegara a amenazar la estabilidad social. Es fácil prevenir ese rumbo de las cosas propiciando --con medidas tendentes a cerrar las fronteras externas a cal y canto-- un sentimiento de pseudoprotección de los desposeídos (de aquellos de entre ellos a quienes se puede embaucar con esa añagaza), y una vana ilusión de que, por ese camino, acentuando aún más en el futuro medidas de esa índole, se salvaguardará, al menos en parte, el empleo o se reducirá el desempleo.

Si bien no es, por sí sola, ninguna solución global a los problemas del subdesarrollo, para un país del tercer mundo, la emigración de una minoría de su población como mano de obra poco o nada cualificada a los países de mayor desarrollo, no cabe duda de que puede ser un factor nada desdeñable que coadyuve a aliviar tales problemas e incluso a incentivar un despegue económico. Corrobóralo la experiencia en el pasado de países de fuerte emigración --como España e Italia. Luego el privar a los países atrasados, hoy, de esa posibilidad de alivio de su situación es condenar a la miseria, e incluso al hambre, a una buena parte de su población e impedirles la posibilidad del despegue económico.

En segundo lugar, poco antes de que se avanzara en la integración «europea», las antiguas potencias coloniales se estaban viendo forzadas a aumentar su ayuda a las colonias y excolonias (en parte para acallar la lucha de esos pueblos vasallos o ex-vasallos; en parte para no dar demasiadas armas a la denuncia antiimperialista y anticapitalista; en parte también por interés propio). Con la integración, disminuye drásticamente la ayuda. Son varias las razones. Una es que cada potencia o expotencia colonial tiene su esfera propia y sus prioridades, que no coinciden con las de otra potencia. (Tal vez Francia, con mayor interés en África, consiga --cuando se lo propone-- proteger a sus excolonias.) En general es pequeño, y aun exiguo, el interés conjunto o colectivo de la Unión «europea» por amparar a las antiguas colonias. Y en casos como el de las antiguas colonias españolas, el balance es tremendo: al ser España un país sin peso en el concierto «europeo», ninguna concesión suficiente viene a compensar la pérdida de las ventajas que podía esperar América Latina de un eventual intercambio comercial normal con España --propiciado por los lazos lingüísticos, históricos y poblacionales, así como por un alto grado de complementariedad económica.

De hecho las exportaciones de los países de América Latina a la unión «europea» se han visto gravemente afectadas en rubros importantes por la integración «europea», golpeando ello sobre todo a las exportaciones de los países más pobres. La integración es un club de ricos que no tiende sólo a competir con otros ricos sino también a dejar de lado en gran medida a los parias del tercer mundo.

Así llegamos a esta palmaria conclusión, que todos los datos corroboran: la formación del mundo de tres bloques es un golpe brutal a los intereses de los países subdesarrollados del Sur. Puestos aún más a la merced de los países ricos, esos países se ven así todavía más sometidos al dictado neoliberal del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Sus materias primas se ven aún más depreciadas, y sus posibilidades de despegue económico todavía más coartadas. La asfixia a que ello conduce posibilita al capital financiero internacional hacer en ellos y con ellos lo que quiera, a su libre antojo. Y desde luego no para beneficio de sus pueblos.


§3.-- ¿Es la formación de los tres bloques un paso hacia la integración planetaria?

Una de las falacias más socorridas de los magnates de la integración es que la constitución de esos bloques es sólo un paso hacia la integración mundial. Ésta no podría obtenerse de golpe, de la noche a la mañana; habría que ir acercándose a ella paso a paso, siendo el primer paso la integración de las grandes macrorregiones (como la «europea»).

Lejos de encerrar la más mínima verdad, tal alegato es una falsedad completa. No porque sea posible llegar a la integración planetaria de un plumazo. ¡No, por supuesto que no! Hay que ir paso a paso. Mas ¿de qué pasos se trata? ¿Qué es lo que propicia, favorece y acerca esa integración mundial y qué es lo que la obstaculiza y la aleja?

Es difícil dar una lista completa o exhaustiva de las medidas en un sentido o en el otro, de sus posibilidades o no, de su conveniencia en cada momento. En principio acuerdos como el del GATT e instituciones como la UNCTAD y la organización mundial de comercio pueden ser pasos positivos adelante (si bien en las actuales condiciones, y bajo la forma en que se han hecho, tienen muchísimos lados negativos, que azotan a los países africanos en particular; y es justo exigir una modificación importante de tales acuerdos para favorecer justamente a los países más pobres del planeta).

También sería un paso adelante el que se incluyera la mano de obra entre las mercancías cuya exportación e importación se beneficiara de una acrecentada liberalización. Para el capital es una mercancía. Para el proletario también, la que él puede vender. Excluirla de los acuerdos liberalizadores es impedir al proletario entrar en ese mercado y aprovecharse de él (en lo poco en que podría hacerlo). Sométeselo a la dictadura de la liberalización comercial mas no se le da la contrapartida de una liberalización del mercado laboral. Encierrase a los proletarios en los espacios circundados por las nuevas macrofronteras --como en macrocárceles--, mientras que los capitales pueden volar a dondequiera.

Mas erigir grandes bloques financiero-mercantiles en nada acerca ni propicia una integración planetaria. No sólo nada garantiza que tras ese supuesto primer paso vendrán otros que hagan avanzar en el proceso de integración planetaria, es que resulta bastante claro que tal integración se dificulta enormemente y se hace más y más improbable con la formación de los macrobloques.

En efecto, por la dinámica de concurrencia que generan, los macrobloques tienden a ser fortalezas agresivas, que utilizan muchas armas (lícitas e ilícitas, declaradas y ocultas) en su guerra comercial. Además, los bloques producen y aumentan la división del planeta, la polarización, y el clientelismo que hace gravitar a los países pobres en torno a tal o cual de esos bloques. Así, y por ambas razones, se desvanecen o se alejan --en lugar de aproximarse-- las probabilidades de acercamiento e integración planetaria.

Por otro lado, la experiencia histórica confirma que la formación de alianzas y bloques no conduce al acercamiento internacional, sino, más a menudo, a los enfrentamientos, a los conflictos. La historia de los últimos siglos (y la de los anteriores) ha visto la formación de alianzas, que a lo que ha conducido es a que esas alianzas acabaran entrando en un proceso de choque y concurrencia. Ni porque se fusionen varios países en uno se facilita la integración general; al revés, pónense frecuentemente obstáculos a la misma y se puede desestabilizar la situación internacional.

Baste recordar lo que pasó en «Europa» con la unidad alemana en 1871. Desde hacía siglos «Alemania» era una noción geográfica vaga sin otra unidad política que una mancomunidad fantasmagórica puramente nominal. A todos los efectos Baviera, Prusia, Hannover, Sajonia-Coburgo, etc etc, eran países independientes con su propio gobierno soberano. Cuando Prusia impone a los demás --excluida Austria-- una unidad bajo égida prusiana en 1871 podría creerse que era un paso en dirección a una mayor integración «europea». De hecho lo que nació fue una nueva gran potencia que desequilibró el mapa «europeo» y que acabó causando la I guerra mundial. ¿Habría tenido lugar ésta de no ser por la unidad alemana? Cabe dudarlo, mas no es éste el lugar apropiado para tales disquisiciones. Lo que sí es menester consignar es que ese hecho histórico no acercó para nada una unidad más amplia.

Y hay muchos más ejemplos históricos, claro. La unidad española en el siglo XVI no propició ni la paz ni la integración internacional (al revés, incrementó las suspicacias de otras potencias). Ni tampoco la unidad entre Inglaterra y Escocia a comienzos del siglo XVII. Igual que, en otro orden de cosas, la fusión de dos grandes empresas no conduce a una integración de todas las empresas del sector, sino sólo a situar la guerra comercial en un nuevo terreno.

Todo eso es tan obvio que tiene uno que forzarse a decirlo. Mas hay que recordarlo porque los ensalzadores de la unión «europea» se empeñan en ocultarlo y olvidarlo.


§4.-- ¿Qué países conviene agrupar? ¿Es «Europa» algo?

Aunque, según lo hemos visto, el proceso de avance hacia la integración planetaria no puede pasar por la formación de bloques enfrentados, no cabe duda de que, si fuera de otro modo, con otra orientación, y realmente en el marco de un proceso auténtico de integración planetaria, sería normal y positivo que ciertos grupos de países fueran dando también pasos para una mayor integración entre ellos. ¿En virtud de qué? De afinidades.

Así tenemos la integración entre los países nórdicos o escandinavos, con o sin unión «europea» (provocando ello la situación de que, por su derecho a entrar libremente en Suecia y Dinamarca, los noruegos pueden meterse libremente en la unión «europea», al paso que a los latinoamericanos, en virtud de la adhesión de España a la Unión, se les ha rehusado los derechos de que gozaban antes de un más fácil acceso a España).

Antes de constituirse la unión «europea», había un proceso de integración entre Francia y sus excolonias.

Asimismo, en el marco de la Commonwealth, la Gran Bretaña mantenía con sus ex-colonias --la mayoría de ellas, países de África y Asia-- relaciones de integración que se han visto deterioradas considerablemente al incorporarse el Reino Unido al Marcado Común Europeo.

Hay procesos de integración macrorregional; p.ej. entre los países andinos y otros en América Latina; son países de la misma lengua (o de dos lenguas hermanas y mutuamente comprensibles, como el español y el portugués), que comparten además mucho de su historia, geografía, mentalidad, cultura, etc.

Entonces, se dirá, ¿por qué no Europa?

La razón por la cual es particularmente mala esa opción «europea» es que --a diferencia de los demás casos mencionados-- no hay ninguna afinidad digna de mención en eso que se llama «Europa». Luego, no justificándose la constitución de ese bloque «europeo» por ninguna afinidad geográfica natural, ha de explicarse por otro motivo; y éste es, a todas luces, formar una fortaleza político-económico-militar, un gran centro de poder capitalista-imperialista que ponga en cintura a los países del sur y que pueda competir exitosamente con otros bloques capitalistas-imperialistas.

En verdad la noción misma de «Europa» es espúrea y vacua. No designa realidad aprehensible o delimitable alguna. No corresponde a ninguna demarcación natural, sino que es una invención artificial y arbitraria que, de tener alguna base, la tiene sólo en la ignorancia de las gentes del Mediterráneo oriental en la más remota Antigüedad, quienes desconocían que lo que llamaban «Europa» y lo que llamaban «Asia» no eran dos continentes, sino que estaban unidos formando una masa continua y compacta de tierra emergida, con tal de ir un poco más al Norte (costa septentrional del mar negro o Ponto Euxino).

América es un continente. Norteamérica y Suramérica tienen dos entidades geográficas diferenciadas porque lo que las une es un istmo (de formación geológica reciente; estuvieron separadas hace unos millones de años). Australia es otro continente. La Antártida es otro. El continente restante es el afroasiático. Lo que se ha venido en llamar «Europa» es una parte del continente afroasiático, pero una parte arbitrariamente delimitada y que no posee rasgo geográfico común de ningún tipo.

«Europa» no es, en efecto, contra lo que se ha dicho, una península del continente afroasiático. No la separa del resto del continente ningún istmo.

¿O es un istmo el territorio que va del Mar Negro al Océano Glacial Ártico y que abarcaría una buena parte de Rusia? Las nociones geográficas son difusas y elásticas, pero sería absurdo y grotesco estirar el sentido de `istmo' aplicándolo a un territorio donde no se aprecia estrechamiento y que se extiende por miles de Km a lo largo y lo ancho. Por las mismas Francia sería otro istmo, y habría un istmo entre el Adriático y el Báltico etc. Además, los adalides de la realidad de «Europa» suelen querer incluir en ella a Georgia y Armenia, países que estarían al este y al sur de ese pseudo-«istmo» de los Urales, y al este de países reconocidamente asiáticos como la Turquía asiática, Siria, Palestina y Jordania.

Si existe «Europa» --con realidad geográfica y no a título de prescripción estipulativa arbitraria--, ¿pertenece a ella Rusia? Sería absurdo excluirla y colocar los límites de esa supuesta realidad geográfica en una serpenteante frontera, fruto artificial y contingente de vicisitudes políticas recientes. Si sí pertenece, ¿hasta dónde? Lo de los Urales tiene tanta base para separar «partes del mundo» como la cordillera carpetovetónica o el Macizo Ibérico.

O sea, «Europa» hasta Vladivostok. ¿Con Rusia y sin Kazajstán, Turkmenistán, Usbekistán etc? Mas, si es con ellos ¿por qué no con China? Y, si es con la China, ¿por qué no con el Japón, Indonesia, la India, Persia, etc? Y finalmente, África está, cierto, separada del resto el continente afroasiático por un istmo (el de Suez) mas no por agua (el canal de Suez es una vía acuática artificial; de servir para separar «partes del mundo», «Europa» estaría dividida en dos desde que se completó la construcción del canal Rin-Danubio).

Cabe también señalar --como dato elocuente de lo arbitrario del trazado de ese pseudoconcepto de «Europa»-- cuán peregrino es que --por decisión estipulativa o edicto terminológico-- se incluya en «Europa» a Chipre o a Malta. Claro que lo que dicta tal inclusión es asunto de conveniencia de intereses mercantiles.

Nótese bien que no se trata meramente de que la noción geográfica discutida sea difusa, tenga límites borrosos o desvaídos. Muchas nociones geográficas son así sin perder su legitimidad. Y es que, cuando son legítimas, aúnan o agrupan a ciertos territorios en virtud de rasgos comunes no arbitrarios, aunque su aplicabilidad a diversos territorios sea asunto de grado. Así la noción de «extremo oriente» es difusa, imprecisa, elástica y relativa; mas no es espúrea. Hay una relativa comunidad cultural e histórica (y también económica) entre los pueblos de Corea, Mongolia, la China, el Japón, Indochina; en menor medida ya, eso abarca a la península malaya y al archipiélago indonesio, etc. Claro que esos nexos --que se remontan a miles de años en la historia-- son más estrechos en unos casos, menos en otros. Y se van debilitando y como adelgazando a medida que vamos hacia el Oeste: Birmania está ya menos naturalmente incluida en el extremo oriente, la India menos, Persia menos aún. Con todos sus problemas la noción geográfica de extremo oriente responde, empero, a una realidad palpable y genuina, tanto de geografía física cuanto de geografía humana.

Nada así sucede en el caso de «Europa». No es que Rusia sea menos «europea» que Polonia, Polonia menos que Alemania, etc. No hay nada semejante. Lo único que sucede es que se ha establecido un catálogo o lista de países a los que se ha dado en llamar «europeos» para asignarles un puesto en el club de los poderosos. (Y de hecho es curioso que esa noción indeterminada de «Europa» sólo empieza a manejarse como la denominación de una circunscripción geográfica significativa en el siglo XVII, con el auge del colonialismo y cuando España, Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda, Dinamarca, etc, se estaban repartiendo cuanto no era «Europa».)

Si «Europa» no responde a ninguna realidad de geografía física, tampoco responde a realidad alguna de geografía humana. No hay entre los pueblos que forman ese esperpento pseudogeográfico ningún lazo, ningún rasgo común salvo el de pertenecer a la especie humana. No hay comunidad de historia (lo contrario es verdad: la historia los divide cuanto pueda dividir a pueblos diferentes); no hay comunidad de lengua (hállanse en «Europa» lenguas tan alejadas entre sí como puedan estarlo dos idiomas humanos hablados en el planeta); no hay comunidad religiosa (no sólo porque en el mundo secularizado de hoy ya la religión como factor aglutinante ha perdido su importancia --y en «Europa» tenemos minorías hinduístas, budistas, isíacas, politeístas etc) sino porque, aun dentro del monoteísmo prevalente, hay en «Europa» importantes minorías islámicas; no hay comunidad de intereses económicos (salvo los de ciertos magnates financieros) y de hecho a la vista está lo que pasa: éramos más amigos cuando no se nos imponía el mercado común.

Quizá, sin embargo, hay algo que se le escapa al autor de este artículo. Algo que no se dice, inconfesable: «Europa» es el cúmulo de territorios del continente afroasiático habitados por «blancos». O sea, «Europa» es un concepto racista. Mas ni tan siquiera eso es del todo verdad. Los países árabes y semíticos son «blancos» también. Y lo es Persia. Y lo es Afganistán; y «blancos» son algunos habitantes del subcontinente hindostaní. Para no hablar ya de cuán espúrea y carente de fundamento biológico es esa noción de raza aplicada a nuestra especie. Así y todo, puede que, confesada o inconfesadamente, sí haya una dosis de racismo en la promulgación arbitraria de la idea de «Europa».

Por otro lado, muchos países incluidos en ese conglomerado arbitrario y artificial de «Europa» tienen, sí, lazos históricos, lingüísticos, culturales, económicos que los unen a terceros países. Lazos que han sufrido menoscabo con la formación del Mercado Común Europeo y de su ulterior desarrollo: la Unión Europea.

En el caso de España, hay lazos importantísimos con América Latina y con los demás países del Orbe Hispánico; lazos que se han deteriorado enormemente en estos años. Es difícil establecer un balance de lo que ha perdido la economía española a causa de tal deterioro. Pero salta a la vista lo que se ha perdido en terrenos afectivos y culturales. Al cerrarse a cal y canto la frontera española a los latinoamericanos, se desencadena un efecto similar allí en sentido opuesto (por reacción) y, por lo uno y lo otro, disminuyen los intercambios culturales y humanos entre personas hermanadas por su lengua y por muchos elementos de su cultura --y hasta, en no pocos casos, por su historia familiar (basta con remontarse 6, 8 ó 12 generaciones atrás, lo cual no es nada). No logra disimular ese deterioro la retórica de las «cumbres ibero-americanas» --que, al carecer de sustancia económica, carecen de relevancia.


§5.-- Opciones para España: efectos de la entrada en el Mercado común

Si carece así de base geográfica objetiva la inclusión de España en ese conglomerado artificial y arbitrariamente establecido de lo que se llama «Europa», al menos podría justificarse tal inclusión por razones pragmáticas (de interés económico) --justificándose así la integración de nuestra Patria en el Mercado común, ahora convertido en Unión Europea.

Los hechos cantan. Tal integración ha sido y seguirá siendo desfavorable para España. Simplificando y resumiendo a grandes trazos habría que decir que la economía española en los años transcurridos desde la entrada en el Marcado común ha perdido --a consecuencia de la concurrencia de allende los Pirineos y del adueñamiento de casi todas las empresas españolas por el capital transnacional-- millones de puestos de trabajo en la industria y la agricultura, aunque en buena medida la pérdida de ingresos derivada de ese hundimiento agrario-industrial se haya visto compensada --tal vez con creces-- por el aflujo de limosnas (dadas en buena medida a cambio de que no produzcamos) y de capitales-golondrina (del narcotráfico etc), que han venido a aprovecharse de altos tipos de interés, así como de la vista gorda y falta de curiosidad de las autoridades financieras.

Cuando entramos en el Mercado común se nos machacó hasta la saciedad aquel argumento-cachiporra de que la mayor parte de nuestro comercio exterior se hacía con países «europeos». Bien, lo que no se demostró es que la entrada fuera a incentivar el ulterior desarrollo de tales intercambios en un sentido favorable para España.

Ninguna muchacha vería como un argumento serio para casarse con un joven el que es el joven a quien ve más a menudo. Esa mera circunstancia no prueba que hayan de unir sus vidas.

Aparte ya del hecho de que, en el caso de la Unión «europea», el establecimiento de nexos comerciales es sólo el primer paso para una integración ulterior más amplia que llegue eventualmente a la unidad política federal (y, siendo ello así, cualquier consideración mercantilista --valga lo que valiere-- habría de contrabalancearse con consideraciones de otra índole acerca del cúmulo de lazos que un pueblo tiene con los demás), aparte de eso es que nadie probó, ni intentó probar, que si el país X tiene más comercio de exportaciones o importaciones con países A, B, C, D, , que con países U, V, W, , si eso es así, entonces automática y forzosamente, al integrarse X con A, B, C, D, , sale ganando en comparación con cómo saldría parado si se integrara con U, V, W. (En nuestro caso A, B, C etc son Francia, Alemania, Dinamarca, ; y U, V, W, son Argentina, México, Cuba, Colombia, Venezuela, .) Puede que al integrarse con los primeros salga perdiendo. Y es lo que nos ha pasado. Nuestra economía, lejos de ser complementaria, era competitiva con la de los países más fuertes, más desarrollados, del Mercado común. A la vista están los resultados.

Nos han dado y nos seguirán dando mamporros. Y, como la sociedad de libre mercado es la sociedad del más fuerte, y el más fuerte se impone, gracias a su dinero, no sólo por su superioridad competitiva mercantil y financiera, sino también por la fuerza bruta, seguirán produciéndose agresiones contra camioneros y pescadores españoles, seguirán siendo atacadas nuestras exportaciones y nuestra actividad económica en los poquísimos rubros en los que es competitiva. Seguiremos llorando y plañendo, rasgándonos las vestiduras y echándonos las manos a la cabeza.


§6.-- La integración europea, arma del capital contra cualquier avance popular

Al margen ya de cuánto ganen o dejen de ganar unos u otros magnates de la finanza, de la especulación, del tráfico lícito o ilícito, con la creación y ulterior consolidación de la Unión europea, no cabe desconocer una razón poderosa --tal vez la principal-- por la cual los círculos de la oligarquía bancaria de París, Berlín, Londres etc han optado por esa estrategia. Al diluirse en la Unión los Estados miembros, al reducirse primero, y aguarse y debilitarse después, su soberanía, los pueblos pierden capacidad de lucha.

¿Por qué? Muy sencillo. En Francia, España, Portugal, Grecia, los partidos comunistas y sus aliados --y otras fuerzas de sesgo más o menos anticapitalista-- tienen un apoyo electoral que alcanza o supera el 10%. En Italia también, si se suman los de Refundación y aquel sector del Partito Democrático della Sinistra que todavía guarda algo de su primitiva orientación.

¿Cuál es el peso de ese tipo de electorado en la Unión europea? Si tenemos en cuenta que es nulo, o casi nulo, en los países del norte, y que éstos tienen mayor peso demográfico, está claro que el porcentaje resultante será, a lo sumo, de un 2 ó 3 %. La burguesía puede dormir, sin que le quiten el sueño las perspectivas de lo del Sur. No la perspectiva de una revolución --con las cajas de caudales asaltadas y las masas gritando «¡Viva el poder obrero!». Pasó 1919, y nadie ha demostrado que vaya a volver. No, lo que podría quitarles el sueño es que tuvieran que hacer algunas concesiones sociales más, un poco más de seguridad social, seguridad en el empleo, garantías contra el despido, participación de los asalariados en la gestión, garantía para las pensiones. Y en un período de austeridad neoliberal, de cinturonazos al pobre en aras de la Santa Economía, el espectro de tales reformas tiene que producir un enorme desasosiego.

En el caso particular de la oligarquía española, la incorporación a la unión europea cumple, principalmente, el papel de legitimación de la monarquía borbónica legada por la dictadura fascista de Franco, y de prevención contra posibles convulsiones que fueran ecos lejanos de las de nuestro reciente pasado. Quienes causaron la guerra y se aprovecharon de ella y de la resultante posguerra --y se siguen aprovechando del resultado indirecto de aquella victoria-- son, paradójicamente, los que están obsesionados con el fantasma de la contienda. Por eso necesitan tales legitimaciones, en detrimento de los intereses nacionales. Y es que no tienen la conciencia tranquila.

(De ahí que nuestra oligarquía tenga que aceptar cualesquiera condiciones le dicten los países más poderosos de la unión; para poder levantar la voz, necesitaría tener en su manga una carta de recambio, poder amenazar con que, si nos aprietan las clavijas, nos vamos, porque con otros podemos hacer migas mejores y más suculentas; eso está totalmente excluido de antemano cuando la finalidad principal que se persigue con la adhesión a la «Europa» unida es ésa de legitimación del tinglado de poder existente.)

Mas no hay cuidado; la receta de la Unión europea ha sido el remedio adecuado, la panacea. Dos pájaros de un tiro: los pueblos embaucados, y las bolsas aseguradas contra los levantiscos que podrían reclamar reformas sociales y apalancar la caja con la presión combinada de una minoría parlamentaria y de un sector de la opinión pública, lúcido y con sensibilidad moral.

Es más, al alejar de los ciudadanos, de la base, de los de a pie, el centro de la política económica --y, por extensión, de la política a secas--, sustráese la determinación de las grandes líneas a la posibilidad de presión popular (manifestaciones, protestas, mítines), que es el más importante medio que tienen los de abajo para influir en las decisiones de los de arriba. Es dificilísimo coordinar manifestaciones conjuntas desde Calabria, Creta, Escocia y el Algarbe que marchen a Bruselas o Estrasburgo. No tiene eso comparación posible con la realización de una tarea similar en los EE.UU. (una marcha sobre Washington desde diversos estados de la Unión). Allí unen a los eventuales manifestantes la lengua común, la tradición organizativa, la pertenencia a un país con instituciones comunes, con una historia política y económica que los aúna. Y, en cualquier caso --a falta de buena coordinación que permita marchas desde lejos hacia el Distrito Federal--, siempre está la propia población capitalina, unida al resto de los ciudadanos de la Unión por lazos de esa índole. Es obvio que nada ni aun remotamente similar se da en el caso de «Europa».

Que no nos vengan con el cuento de que las cosas pueden cambiar. ¡Claro que pueden cambiar! Mas la historia demuestra que los avances no se logran simultáneamente y al mismo ritmo por doquier, sino que hay un desarrollo desigual. El mezclar el agua con el aceite (¡nunca mejor dicho!) no es lo que nos va a traer una mejor calidad de este último.

Separados, los diversos países de eso que se llama «Europa» podrían seguir sus rumbos diferentes y encaminarse, unos antes y otros después, a una paulatina evolución que los fuera sacando del capitalismo. Juntos, al no empezar a romperse la cadena por ninguno de sus eslabones, está descartada tal evolución.

Sí, claro, dentro de un siglo, o de diez siglos, las cosas cambiarán. No prevalecerá para siempre un sistema tan injusto e irracional como el de la economía de mercado y la propiedad privada. Mas de momento la Unión bloquea y tapona una vía posible --y relativamente indolora-- de evolución, imponiendo el poder férreo e intransigente de las fortalezas financieras, como el Bundesbank, reaccionarios sociales de tomo y lomo que no quieren ni oír hablar de reformas sociales ni de concesiones, sino que nos impondrán por la brava su doctrina neoliberal de flexibilización ulterior del mercado laboral, abaratamiento de los costes salariales, desregulación, austeridad.

Habrá que someterse a su lema de `menos Estado y más sociedad'. Y es que el Estado somos todos juntos --pues es el conjunto de los habitantes--, mientras que la sociedad, al parecer, es el individuo aislado y separado (y éste es tanto más sociedad cuanto más recursos posee.)

Si ésa es la «Europa» mala, ¿por qué no preconizar y añorar la buena? Por la misma razón por la que es absurdo querer un capitalismo sin clases sociales ni desigualdad social (el lema de John Major). Como alternativa realista, factible, operativa, no se da. Y como sueño utópico es algo mezquino. Nuestra perspectiva a largo plazo no es la unión europea, sino la comuna terráquea.

Lorenzo Peña

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