Sergi TRIPPODO<12>Nota 6_1
La malaria es un flagelo que cada año infecta entre 300 y 500 millones de personas y ha matado a tres millones en 90 países, sólo en 1996. Hoy la enfermedad es considerada más peligrosa que el SIDA, que el cáncer Y los infartos. Es cada vez más difícil combatirla.
Hasta el siglo XIX era un misterio. En 1880 el médico francés Charles Laverant descubre la causa de la malaria, el Plasmodium, y reconstruye el recorrido mosquito Anopheles-vector, parásito, enfermedad. Ahora se sabe que los parásitos son cuatro: Plasmodium Vivas, el más difundido; Plasmodium Ovale, presente sobre todo en África tropical; Plasmodium Falciparum el más peligroso y muy difundido en las regiones tropicales y subtropicales de la tierra; y Plasmodium Malariae, el más raro pero presente en todas las latitudes.
Los primeros europeos en sufrir los efectos de la malaria fueron los misioneros españoles residentes en América Latina. En el siglo XVII algunos de ellos iniciaron el estudio de las medicinas locales y descubrieron que las poblaciones autóctonas usaban un medicamento extraído de la corteza del árbol Cinchona, era la potente pero tóxica quinina. A los inicios de los años veinte, las casas farmacéuticas occidentales tenían ingentes reservas para hacer frente a los casos de infección, cada vez más frecuentes en las colonias. Pero la toxicidad del producto no permitía hacer su uso como profiláctico y su correcta dosificación representaba una seria dificultad.
También era la época de los grandes saneamientos, como el que efectuó Mussolini en La Pontina y el gobierno de EE.UU. en la zona del Canal de Panamá. Sin embargo, pensar en exportar aquel sistema a todo el trópico, estaba fuera de lugar.
En 1943, los laboratorios norteamericanos elaboraron una medicina menos tóxica, igual de potente y con mayor duración: la cloroquina, que fue distribuida a las tropas de infantería en la Segunda Guerra Mundial. El nuevo tratamiento ofrecía la ventaja de actuar con pequeñas dosis y podía ser administrado también antes de la infección, funcionando como profilaxis. Sin embargo la cloroquina causaba complicaciones colaterales en el hígado.
A los inicios de los años cincuenta se descubrió el DDT, aparentemente un verdadero milagro: poco costoso y se podía producir de forma sintética y era muy eficaz. En 1955, la OMS que aún no había reconocido su alta toxicidad y peligrosidad ambiental, lanzó una campaña «DDT + Cloroquina» prometiendo erradicar la enfermedad en pocos años. Inexplicablemente del programa de NNUU fue excluida África. Y éste es uno de los motivos por los que hoy las infecciones en el continente negro tienen respecto a otras partes del mundo una relación de 100:1.
El mosquito Anopheles se adaptó genéticamente al DDT y aprendió a no nutrirse en los espacios cerrados fumigados por el pesticida. También el Plasmodium, mientras tanto, se había adaptado haciéndose resistente a la quinina y derivados. Así, en 1972 la OMS admitió su primera derrota anunciando que era imposible erradicar la malaria en poco tiempo. Mejor proceder con programas de control.
Hacia 1960, los chinos habían hecho público el Chin Go Tzu, llamado también Qing Haosu, una antigua medicina china a base de hierbas conocida desde el siglo IV para curar fiebres de distinta naturaleza y muy usada por su escasa toxicidad. El mundo científico occidental y el interés de las multinacionales hicieron imposible la difusión de este medicamento. Aún hoy el Qing Haosu no ha traspasado las fronteras nacionales. Su eficacia ha sido probada con los Cascos Azules chinos durante la intervención de repatriación de los refugiados en Camboya, y sigue siendo boicoteada por la OMS por no adecuarse a los estándares internacionales. La Guilin, empresa farmacéutica china que produce la medicina, ha intentado adecuarse a los estándares productivos, pero aún no ha obtenido el permiso de exportación.
Los laboratorios occidentales, mientras tanto, han lanzado una serie de nuevos fármacos: Mefloquina, Halofantrina, Fansidar o el Lariam. Ninguno ha producido los efectos deseados.
Así, entre luchas económicas e inútiles rivalidades, la malaria ha vuelto a los niveles de 1948. O quizás más. En los últimos diez años, admite la OMS, el Plasmodium ha matado diez veces más niños que cuantos han muerto en todas las guerras habidas en el mismo período. La agencia sanitaria de las NNUU usa estos datos conmovedores para buscar más fondos: 85 millones de dólares al año para la investigación son realmente pocos. Pero las mismas cifras desvelan también la superficialidad y parcialidad de su estrategia.
Si no hubiera boicoteado durante tanto tiempo la vacuna colombiana de Patarroyo, a lo mejor las cosas serían diferentes y se hubiera prestado a tiempo atención a lo que ella misma llama la «globalidad del enfoque» al problema, se hubiera dado cuenta que los primeros en morir son los niños menores de cinco años, por pertenecer al grupo de máxima vulnerabilidad. Grupo al cual pertenecen también los pobres, ya que la malaria no mata a las personas con una constitución debida a una adecuada alimentación. No se trata, como se ha dicho recientemente, de redescubrir las viejas soluciones como los mosquiteros impregnados en insecticidas, porque los insecticidas --que duran como máximo seis meses-- continúan siendo tóxicos y los mosquiteros cuestan 5 dólares cada uno, una cifra prohibitiva en el Tercer Mundo. Mejor suministrar servicios higiénicos, a cuyo acceso se ha descendido del 36% al 34% en los años noventa, alimentación adecuada y asistencia sanitaria.
El mundo científico, hacia finales de los años 70, se da cuenta que la batalla contra la malaria no ha sido ganada en absoluto. Más aún el recrudecimiento de la enfermedad en muchas zonas del mundo preocupa más que antes. Los institutos de investigación y las casas farmacéuticas compiten para buscar un remedio que ponga fin a la difusión del Plasmodium transmitido por el mosquito Anopheles, pero también para asegurarse un mercado millonario. Los estudios y análisis no dan, sin embargo, ningún resultado de relieve.
En aquellos años, un equipo colombiano empieza a trabajar en silencio y con pocos medios. La investigación está coordinada por el Dr. Manuel Patarroyo, un bioquímico del Instituto de Inmunología San Juan de Dios de Bogotá, y por otros colegas de la Universidad Nacional de Colombia. La comunidad científica internacional no ve de buen ojo los experimentos de los investigadores del Tercer Mundo y, como siempre pasa en estos casos, no colabora para nada con su proyecto. Sin embargo el grupito sigue adelante igual y, en 1986, anuncia el descubrimiento de una vacuna antimalaria. Se trata de una mezcla de 3 péptidos, o fragmentos de proteínas, que no impide la infección si no que permite que el cuerpo humano reaccione eficazmente al Plasmodium de la malaria.
Patarroyo y colegas prueban la sustancia, llamada con la sigla «Spf66», obtenida por vía sintética, sobre los seres humanos. Son enfermos colombianos que se someten voluntariamente al experimento. El test, repetido en otros países de América Latina, no se reconoce como válido porque no se adecúa a los estándares internacionales impuestos por la OMS. El médico colombiano pide el permiso de repetir la prueba en Africa, en las regiones con alto riesgo de Gambia. Obstaculizado en todas las formas, en 1991 Patarroyo ve como se rechaza su permiso por el Medical Research Council (MRC). Y esto ocurre a pesar que, en esos cinco años, ningún laboratorio de investigación haya llegado a ningún resultado válido.
Pero la malaria reaparece en EE.UU. a finales de los años 80, después de que había sido erradicada desde 1950, y cosecha sus primeras víctimas en San Diego (California), expandiéndose en otros 23 estados. El dato preocupante es que los norteamericanos infectados no habían nunca ido al extranjero y ni siquiera a zonas de alto riesgo malárico. Entonces, la OMS y el MRC revisan sus posiciones y permiten el test del «Spf66» en Tanzania, Gambia, Tailandia y... EE.UU. Las pruebas llegan a buen fin, especialmente para los más vulnerables: entre los niños menores de 5 años la nueva sustancia hace efecto en el 77% de los casos.
En febrero de 1994, todas las principales organizaciones internacionales empiezan a elogiar a Miguel Patarroyo, subrayando que «también estaban ellos». Entre ellas, el Special Programme for Research and Training for Tropical Deseases, patrocinado por el PNUD, el Banco Mundial y la OMS. Más vale tarde que nunca.
LA MALARIA INFECTA CADA AÑO A 500 MILLONES DE PERSONAS. CASI 3 MILLONES DE RECIEN NACIDOS MUEREN POR DIARREAS
24 MILLONES DE ADULTOS ESTÁN INFECTADOS POR EL VIRUS DEL SIDA. HAN MUERTO MÁS DE 4 MILLONES.
LAS INFECCIONES DE LAS VÍAS RESPIRATORIAS MATAN A CASI CUATRO MILLONES DE NIÑOS AL AÑO
Al mismo tiempo, se inicia la carrera por el negocio que representa por parte de las multinacionales e industrias farmacéuticas. Pero el orgulloso Miguel rechaza todas las ofertas millonarias y cede los derechos científicos a la OMS. Después se toma la revancha en Edimburgo, donde se le entrega la prestigiosa Edimburgh Medal debido a la mayor contribución científica para el bienestar de la humanidad.