El cortejo de los paladines

por Joaquín NAVARRO ESTEVAN{14}NOTA 5_1

Terminaron los festejos constitucionales. Este año han alcanzado su cota más alta, el Everest del elogio. Nada importa el espectáculo de una renovación del Constitucional pactada diez meses después de lo ordenado. Nada importa que en la última sabatina de Guadalajara el chiquito Benegas afirmase que el Supremo violó la Constitución porque no respetó el derecho de Barrionuevo y Vera a la presunción de inocencia. ¿Lo diría a propósito de que el máximo responsable del GAL ha quedado al margen de juicios y condenas gracias, precisamente, a ese Tribunal Supremo al que acusa de violación? Las fiestas no han padecido por esas u otras quisicosas.

La reina del festín ha asistido impasible a todas las verbenas. Casi nadie parece recordar que se redactó en régimen de libertad vigilada, cuando el miedo de los constituyentes campaba por sus respetos. Las cuestiones esenciales estaban predeterminadas y decididas al margen de las Cortes Generales.

¿Quién iba a osar un auténtico debate sobre la forma de gobierno? La Corona había sido --se dice-- el motor del cambio, la impulsadora del proceso constituyente y la bóveda del nuevo sistema. ¿Quiénes iban a someterla a la vejación de un debate nacional, dentro de un referéndum «a la italiana», en el que el pueblo español decidiese si quería Monarquía o República. Se dijo con el mayor de los cinismos que la gran cuestión no era esa, sino el tránsito de una dictadura a una democracia.

¿Pero eran libres los que eso aseguraban para decidir sobre la forma de gobierno? ¿Eran libres para decidir que fuese el pueblo soberano, no el soberano del pueblo, el que zanjase el problema? No lo eran. Había que incluir la solución monárquica de matute, dentro del resto del paquete constitucional.

La cuestión era incuestionable: si usted quiere democracia, ha de querer monarquía; si prefiere república, usted no quiere democracia. No podía ser un régimen federal. Pero la vitalidad de las reivindicaciones nacionalistas, acompañadas por la oposición al franquismo, que mantenía la necesidad del principio de autoderminación, hacían imposible un Estado unitario a la borbónica manera. Pues ni federal, ni confederal ni unitario: autonómico. Además, con el deber de todas las regiones españolas de ser autónomas. Autogobierno a «go-gó». Con sus clases, claro está.

Nadie sabe aún qué es el Estado de las Autonomías ni en qué terminará ni cómo se resolverá el misterio de un Estado único pero plurinacional, uno y diecisiete a un tiempo. Además, sin posible autodeterminación. Las personas sí pueden autodeterminarse. Deben, según la Constitución. Las nacionalidades y regiones, no. A cambio, pueden obtener competencias exclusivas del Estado, lo que no existe ni en los estados confederales.

Irresueltos esos dos temas, no tenía por qué resolverse venturosamente el tercero: la distribución del poder entre el ejecutivo y el legislativo. Todo para el ejecutivo y basta. Ya está bien de gobiernos inestables. Además, con el máximo poder para las oligarquías partidarias con mando en plaza. El Parlamento era el rompeolas de esas oligarquías y los parlamentarios, sayones de las mismas. La censura constructiva y la inexistencia de cualquier control real sobre el Gobierno hacían del Parlamento un instrumento apendicular del sistema. Además, un Senado inane quedaba muy bien como Cámara alta sin representación alguna.

El Estado tenía que ser aconfesional, pero no podía decirse. Era una grosería para la Iglesia Católica. Sólo se citaría en el texto constitucional a la única religión verdadera. Las otras eran «las demás». Este monopolio del verbo fue acompañado de la consagración más radical del poder docente de la Iglesia. Se respetaba en su integridad el «status» adquirido durante la franquistada y se ponían las bases para su potenciación cuantitativa y cualitativa. Y la libertad de enseñanza era la libertad el padre-patrone para decidir lo que le petase sobre la educación de los hijos. Las Fuerzas Armadas no podían mentarse, sin más, dentro del título dedicado al Gobierno y a la Administración. Los ponentes tuvieron que rectificar su atroz injuria a la institución castrense. El título preliminar, donde ni siquiera estaban el Gobierno, las Cortes Generales y el Poder Judicial. Y con una función trinitaria que conmovería al mismísimo Concilio de Nicea: garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y defender el ordenamiento constitucional. Paladines de la Constitución y pretores de asalto. Decían los clásicos que donde no hay separación de poderes no hay Constitución y donde no existe control del poder no hay democracia. Aquí, ni la una ni la otra. Nuestra Constitución ha permanecido ajena e impasible ante la cleptocracia y el crimen de Estado. Ninguna institución de control, ninguna instancia constitucional de poder ha salido al paso de una situación bochornosa repetida hasta la saciedad. Ni la jefatura del Estado, ni la Presidencia del Gobierno ni las Cortes Generales, ni el Ministerio Fiscal, ni el Tribunal de Cuentas, ni el Defensor del Pueblo. Sólo unos pocos jueces y algunos periodistas subversivos, todos ellos debidamente maltratados y perseguidos.

Dijo David Hume: «Si nuestra Constitución fuese realmente ese noble edificio, orgullo de Britania, envidia de nuestros vecinos, alzado por el esfuerzo de tantos siglos, restaurado a costa de tantos millones y cimentado por tanta sangre vertida; si nuestra Constitución mereciera en alguna medida tales elogios, no hubiese permitido nunca que un ministro débil y malvado gobernase a sus anchas durante veinte años».

Hume se refería al primer ministro Walpole, que fue obligado a dimitir en 1742 bajo la amenaza del «impeachment». Aquí nadie puede obligar a dimitir a nadie. Cualquier malhechor puede gobernar largamente sin temor alguno. Si se descubren sus crímenes, pagarán por ellos sus colaboradores. Sin embargo, es una Constitución respetable. Como diría Gloria Fuertes, una casada virgen. Respetada mucho más por los que la criticamos abiertamente que por los que la ponen en los cuernos de la luna para que allí permanezca. Posibilita un sistema normal de libertades y no podía prever la radical deslealtad de las propias oligarquías constituyentes. Que siga descansando en paz.


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