Premio Nobel de la Guerra
por Lorenzo Peña
El 27 de noviembre de 1895 redactaba su testamento en París el multimillonario sueco Alfred Nobel (1833-1896). Su principal legado a la humanidad ya estaba hecho independientemente del testamento. Nobel había inventado la dinamita (en 1866) y muchos otros explosivos y artificios bélicos gracias a los cuales han sufrido una muerte y una amputación atroces decenas de millones de seres humanos.
El demoníaco inventor --tal vez el mayor genio del mal de la historia-- coleccionaba con avidez las patentes de artilugios de guerra y destrucción, pero sus miras iban más allá y quiso también extender su imperio industrial y financiero a otros campos, como el naciente automóvil (gracias al caucho sintético). De nuevo a inventos como los suyos deben su triste suerte millones de víctimas del infernal tráfico automovilístico y millones de tetrapléjicos, lisiados y tullidos.
Nuestra especie hubiera olvidado el infausto nombre de ese malhechor si no fuera porque --tras amasar una inmensa fortuna y llegar a poseer 60 compañías en todo el mundo (incluyendo entre sus dominios la explotación de petróleo en la Transcaucasia zarista, que ahora ha pasado a manos yanquis)--, llevado por la megalomanía, Nobel instituyó en su testamento una Fundación del Premio al que, modestamente, dio su propio nombre, y cuya regulación dejó en manos de la monarquía sueco-noruega. Tras la separación de Noruega en 1905, algunos de esos premios se otorgan en Estocolmo y otros en Oslo (antes `Cristianía').
Por sarcasmo o por lo que fuera, Alfred Nobel instauró, entre otros premios, el de la paz según el siguiente criterio: `haber contribuido más o mejor al acercamiento entre los pueblos, a la eliminación o supresión de los ejércitos permanentes, a la reunión y propagación de congresos pacifistas...'.
Era común en la Edad Media que un gran señor feudal, un guerrero que hubiera asolado y devastado extensos territorios, matando despiadadamente a sus habitantes, incendiando, saqueando y talando los campos, al morir dejara bienes para decir misas por su alma y para obras de piedad y beneficencia. Pero, claro, ninguno de ellos había causado más que una fracción insignificante del mal causado por Alfred Nobel.
Con haber sido terribles los estragos y las desgracias que causaron la ambición y el afán de lucro de Alfred Nobel durante su vida, mayor ha sido el azote que legó con su infausta Fundación. Ésta tiene a buen recaudo invertida la fortuna nobeliana. Se sabe que formaban parte del emporio de esa Fundación los negocios de los racistas surafricanos --como las minas de oro en las que se infligía el trato más cruel e implacable a los obreros negros--. A pesar de ser oficialmente una entidad sin ánimo de lucro, la Fundación se ha seguido enriqueciendo con inversiones en la industria armamentística, beneficiándose así de las guerras, y traficando con todos los beligerantes salvo los que luchen contra la supremacía blanco-europea.
Aunque se entrega a cada nuevo laureado del Premio una suma indizada (hoy unos 10 millones de coronas), los negocios de la Fundación son prósperos, dado el trato de favor que le propician las monarquías y demás estados reaccionarios y capitalistas. (En rigor el monto de la recompensa monetaria de los laureados se calcula en función de las ganancias de la Fundación.)
El enorme daño causado por esa institución no estriba en haber coronado de laureles a mediocres cuya fugaz notoriedad se ha debido a la recepción del premio (eso pasa, p.ej., en literatura, una rama en la que pocos laureados del Premio merecían un galardón tan señalado, y muchísimos literatos de mayor prestigio no lo han obtenido nunca). ¡No! Eso es injusto pero, al fin y al cabo, no hace mucho daño (y, sin premio Nobel, se han ganado a pulso su eterna fama escritores como Niceto Alcalá-Zamora, Vicente Blasco Ibáñez, Bertolt Brecht, Mircea Eliade, Paul Éluard, Benito Pérez Galdós, Charles De Gaulle, Máximo Gorki, Graham Greene, Nicolás Guillén, Miguel Hernández, Nâzim Hikmet, Franz Kafka, Nikos Kazantzakis, D.H. Lawrence, Antonio Machado, Alberto Moravia, Roger Peyrefitte, Ignacio Silone, Georges Simenon, Pierre Teilhard de Chardin, León Tolstoi, Miguel de Unamuno, Ramón del Valle-Inclán, etc).
Es de agradecer que, al menos, no se hayan instituido premios Nobeles de filosofía ni de lógica ni de teoría jurídica ni de historia.
El mayor daño lo ha perpetrado el Nobel de la paz, que sería mejor llamar `Nobel de la guerra', en consonancia, no sólo con la vida, trayectoria y aportación histórica del Fundador, sino también con el talante de muchos de los galardonados. ¡Recordemos algunos de ellos!
En 1906 (recién efectuada la secesión noruega --siendo este Premio otorgado por un comité designado por el Storning noruego [Consejo del Reino]), fue proclamado Prebio Nobel de la Paz el Presidente norteamericano Teodoro Roosevelt. Era el cabecilla del sector más imperialista, belicista y aventurero del expansionismo estadounidense. Capitaneó los rough riders, que, en la guerra de rapiña de los EE.UU. contra España, saquearon algunas de las provincias insulares ultramarinas españolas, sembrando la desolación y la ruina. Como hombre político, Teodoro Roosevelt carecía de principios y fue un tránsfuga. Un macho virilista, agresivo y orgulloso de su supremacía varonil, perpetró en África cacerías salvajes y regresó a su país para empujar al ingreso de los EE.UU. en la Primera Guerra Mundial (aunque inicialmente lo que quería es que entraran como aliados de Alemania; luego lo pensaron mejor y juzgaron más interesante hacerlo como enemigos de Alemania; amigo o enemigo, lo importante era hacer la guerra). Pero las víctimas del guerrerismo y del imperialismo brutal del Presidente Teodoro Roosevelt fueron los latinoamericanos. Durante su presidencia (1901-1909) organizó un montón de intervenciones armadas para doblegar a los pueblos latinoamericanos y someterlos al yugo yanqui, formulando el célebre slogan speak softly and carry a big stick. Entre su obra militar está la intervención armada para proclamar la secesión de Panamá y colocar bajo dominio estadounidense la zona de su canal interoceánico.
En 1925 el premio Nobel de la Paz le fue conferido a Sir Austen Chamberlain, un politicastro reaccionario inglés, padre del infame Primer Ministro Neville Chamberlain. Las andanzas de su hijo no le son imputables; ni las de su propio padre Joseph Chamberlain, uno de los causantes de la guerra anglo-boer, como Secretario de Colonias del Partido conservador. Lo que sí es imputable a Austen es lo que hizo Austen: como ministro de relaciones exteriores del Gobierno de su Graciosa Majestad Británica (1924-29), organizó la política agresiva, belicista y supremacista que tejió alianzas para reforzar la hegemonía del ya decadente Imperio Británico, el yugo sobre la India y muchos otros pueblos oprimidos. También organizó los preparativos bélicos contra Rusia en torno a 1925-7, que no llegaron a prosperar por la dificultad de la empresa. Sus ideas se plasmaron en el Pacto de Locarno, en 1925, que unía a todas las potencias capitalistas de Europa contra la Rusia Soviética, como parte de la estrategia agresiva de cerco y acorralamiento.
En 1953 fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz el General norteamericano George Marshall. Este hombre de guerra --comandante militar en las operaciones bélicas de los años 40 como jefe de estado mayor-- fue Secretario de Estado en 1947-9, organizando el dispositivo bélico norteamericano en el Extremo Oriente que permitiría la guerra de Corea (1950-53) para impedir la reunificación del pueblo coreano. Artífice del «Plan Marshall» para cimentar la alianza de todos los colonialistas europeos con el imperialismo yanqui en contra de Rusia y sus amigos del Este, el General Marshall es una descollante figura en la historia estadounidense por la amplitud de sus designios de grandeza y expansión, y es uno de los que hicieron pasar a Norteamérica del papel relativamente reservado al lugar prepotente y avasallador de superpotencia mundial.
Otros politicastros y pseudopacifistas han sido similarmente galardonados. Recordemos:
A éste último le trajo mala suerte. Marioneta de Washington, parece que entró en divergencia con algunas modalidades de la intervención armada del imperialismo contra el pueblo congoleño en 1961 y, a raíz de eso, su avión se estrelló, sin supervivientes, ese mismo año de 1961 y pocos meses después del asesinato de Patricio Lumumba.
Excepcionalmente ese galardón ha recaído en tal o cual personalidad digna, como Adolfo Pérez Esquivel o Rigoberta Menchú (adjunto una carta de ellos a Kofi Annan condenando la guerra desencadenada por el imperialismo yanqui contra el pueblo afgano el 7 de octubre del año 2001); aunque --¡la verdad sea dicha!-- incluso en esos pocos casos la recepción del premio hace sospechar que, en la vida de esos individuos, no todo era trigo limpio, limpio; eso sí, se entiende que los monárquicos noruegos aplican una política de dosificación y goteo.
Podría redactarse una larguísima lista de las personalidades que no han sido galardonadas con ese premio (ni con ningún otro) a pesar de haber `contribuido al acercamiento entre los pueblos, a la eliminación o supresión de los ejércitos permanentes, a la reunión y propagación de congresos pacifistas'; entre ellas hay un número de luchadores anticolonialistas que escogieron el camino de la no-violencia (frecuentemente sin éxito alguno, hay que recordarlo), así como una serie de abogados de las reformas sociales, personas de orden y de paz, de las cuales se mofaron los poderosos, esos mismos que manipulaban la concesión de los premios Nobel. Desde luego, sé muy bien que suscitaría una encendida controversia cualquier nombre que se mencionara en este punto, porque es siempre sumamente debatible el significado de la actuación pública de cualquier persona destacada. La verdad es que seguramente carece de sentido la existencia de un premio de la paz. Mas, sea como fuere, de entre centenares de personalidades que lucharon pacíficamente por la paz prácticamente ninguna obtuvo la recompensa aquí comentada.
Dado ese cúmulo de precedentes, nada tiene de extraño que el galardonado con el Premio Nobel de la Paz en el año 2001 haya sido el actual secretario general de la ONU, Kofi Annan.
Funcionario diplomático de carrera, hombre influyente, bien relacionado, casado con una sueca perteneciente a la rica familia Wallenberg --fabricantes de armas, ¡todo se queda en casa!--, el Sr. Kofi Annan tenía, desde hacía mucho tiempo, entradas y salidas en las antesalas de Washington como correveidile de los intereses estadounidenses en el engranaje onusiano, a la vez que corrían los años durante los cuales la política oficial norteamericana hacia la ONU era del descrédito y la descalificación, tildándola de demagógica, tercermundista, burocrática e hipertrofiada.
Todo ese torpedeo yanqui de la ONU había empezado ya al final del secretariado general de Dag Hammarskjöld, cuando en la ONU empezaron a tener voz y presencia los países recién independizados de África. Se intensificó en los períodos de U Thant (1961 a 1971) y, sobre todo, de Kurt Waldheim (1972 a 1981); como venganza por el viraje antiimperialista de la Asamblea General de la ONU en ese período, los EE.UU., en su campaña anti-ONU, le sacaron a Waldheim los trapos sucios de su pasado nazi; y es que el hombre no se había revelado el instrumento manejable que querían los yanquis.
Mejor les fue con su sucesor, el peruano Javier Pérez de Cuéllar (1982 a 1991), pero no eran todavía los tiempos propicios para un pleno control de la ONU por los EE.UU.
Con padrinazgo estadounidense llegó así a la secretaría general el egipcio Boutros-Ghali; hombre con buenas conexiones y excelentes recomendaciones, que quiso servir bien a sus padrinos yanquis (p.ej. en la aventura somalí), no estuvo, sin embargo, a la altura de lo que los yanquis deseaban. Fue su instrumento, pero no tan dócil y manejable como era de esperar, y salió rana en alguna cosilla (p.ej. hacía ascos a una intervención contra Serbia). Su mandato, de 1991 a 1995, no fue renovado: los EE.UU. proclamaron que querían verlo inmediatamente lejos de Nueva York (aunque nunca se han aclarado los detalles de esa caída en desgracia, ni el propio Boutros-Ghali, buen diplomático, se va de la lengua al respecto).
En su lugar, impusieron los estadounidenses a ese hombre discreto de la sombra, ese fiel servidor del Pentágono, Kofi Annan, quien llegó además con la gloria de ser un negro, título que honra tanto como el de ser blanco, salvo cuando, por convenirles a los intereses creados, se impone una precavida política de cuotas raciales, tan útil para los poderosos como cualquier otra astucia similar.
El Sr. Annan tiene a sus espaldas un historial de servicios que le ha granjeado el aplauso y el agradecimiento de sus amos imperialistas. No hizo remilgo alguno con respecto a la agresión bélica de la NATO contra Yugoslavia en 1999. Por acción y por omisión respaldó la subversión en el Congo contra el gobierno patriótico de Kabila y apoyó y estimuló la agresión ugando-ruandesa de los últimos años. Mantuvo una política de mínima intervención en los asuntos de Palestina y Mesopotamia. Apoyó a la monarquía marroquí en su plan de anexión del Sájara occidental y de violar los acuerdos tendentes a un plebiscito de autodeterminación de la ex-colonia española. No ha movido el dedo meñique ni dicho `esta boca es mía' en defensa de la legalidad internacional al ser ésta sistemáticamente conculcada por los EE.UU. y sus aliados imperialistas de la NATO.
Pero, claro, hasta antier, aunque no salía en defensa de la legalidad, tampoco prorrumpía en apología abierta de su violación. La guinda (que ha pesado decisivamente en la balanza para que le atribuyan el premio Nobel; ¡obsérvese la coincidencia de las fechas!) la ha aportado su declaración de que la nueva guerra de exterminio de los EE.UU. contra el pueblo afgano, lanzada el 7 de octubre del 2001, es un acto de legítima defensa. (Ver mi artículo «¿Legítima defensa?»). Al día siguiente de la declaración, los monárquicos noruegos lo galardonaban con el Premio Nobel de la Paz.
¡Cosas veredes, amigo Sancho!
Lorenzo Peña
CARTA DE TRES PREMIOS NOBEL DE LA PAZ A KOFI ANNAN EXPRESANDO SU RECHAZO A LAS ACCIONES MILITARES DE REPRESALIA.
Presente.-
Estimado Secretario General:
Los Premios Nobel de la Paz que suscribimos hemos llegado a Nueva York para expresar nuestro rechazo a las acciones militares iniciadas el día de ayer como represalia por los ataques terroristas del pasado 11 de septiembre, y entregar el pronunciamiento conjunto --en el que hemos unido la voluntad de ocho de nuestros colegas-- en el que expresamos que la violencia no se combatirá con más violencia y reclamar a la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida aquí que evite más dolor y asegure una paz fundada en la justicia y la libertad, haciendo prevalecer el orden jurídico e institucional en el que hoy se funda la convivencia entre las naciones.
A tiempo de reiterar nuestras condolencias y solidaridad con las víctimas de la tragedia, sus familias y el pueblo todo de los Estados Unidos y nuestro rechazo al terrorismo en todas sus formas y en todos los tiempos; expresamos nuestro profundo rechazo a la doble moral que propicia la agresión militar apoyada en operaciones humanitarias que dejan sin hogar a miles de hombres, mujeres y niños en Afganistán, agudizando el desastre humanitario sin resolver las causas del conflicto; y hacemos un llamado a buscar Justicia, no Venganza.
[...]
Expresamos nuestra convicción de que los acontecimientos recientes reclaman una reflexión más global sobre las múltiples iniquidades e injusticias que alimentan la impotencia y la desesperanza, y cobran miles de vidas diariamente. La lucha debe librarse contra la bomba silenciosa del hambre, la pobreza y la exclusión social, que representa una situación de injusticia esctructural política y económica que hoy sufren la mayoría de los pueblos del mundo.
Ninguna acción bélica puede ser desatada unilateralmente por ningún país o grupo de países al margen de las decisiones de los organismos pertinentes de las Naciones Unidas.
Hemos llegado hasta aquí no sólo a exigir una actitud reflexiva pero firme, sino a ofrecer nuestro concurso para posibilitar que la paz sea impuesta no sólo como un imperativo moral sino jurídico, denunciando lo absurdo de cualquier carrera armamentista y evitando que la guerra continúe operando como motor de la economía y la construcción de nuevas hegemonías.
Reivindicamos un orden plural y democrático, respetuoso de la dignidad de todos los pueblos y las culturas, por lo que denunciamos como ilegítimo todo intento de recortar y condicionar las libertades de cualquier pueblo, confundiendo disidencia pacifista con traición, a nombre de la seguridad.
Hacemos nuestro el llamado del Secretario General de la ONU ante la reciente Conferencia Mundial contra el Racismo para que desde la sociedad civil surja un movimiento mundial contra todas las formas de discriminación y exclusión, y urgimos a todos los Estados a reafirmar el compromiso asumido en la declaratoria del Decenio por una Cultura de Paz y No Violencia para los Niños del Mundo, para construir una convivencia respetuosa y fraternal entre todos los pueblos.
Instamos a la Asamblea General a establecer el inmediato cese de hostilidades y establecer el marco jurídico y político para encontrar una solución pacífica al conflicto.
Estamos convencidos de que hay alternativas a la guerra y que es posible alcanzar el anhelo de paz que anida en los corazones de toda la familia humana.
Otro mundo es posible. Invitamos a los gobernantes del mundo a enfrentar la violencia con la sabiduría y la ley; a los organismos internacionales a respetar la naturaleza pacífica de su origen y su mandato, a no secundar ninguna intervención militar, ni a reducir su responsabilidad a la atención de las crisis humanitarias provocadas por ellas; a las iglesias a permitir que la bondad infinita de sus dioses cuide la vida y la armonía entre todos los seres de la creación; a los maestros a fomentar el respeto, la solidaridad y el pensamiento crítico; a los medios de comunicación a evitar el alarmismo e informar con objetividad, y a los jóvenes, a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos, a sumar su compromiso para la construcción de un mundo seguro y pacífico para todos, un mundo justo para todos, un mundo digno para todos; en fin, simplemente, un mundo para todos.
Firman: Mairead Corrigan Maguire; Adolfo Pérez Esquivel; Rigoberta Menchú Tum
Nueva York, 8 de octubre de 2001
17 octubre 2001