por Lorenzo Peña
§1.-- Constitución = Ley Fundamental de una Nación
No todo estado tiene que tener una ley fundamental, o constitución. Inglaterra no la tiene. Hasta fines del siglo XVIII ningún estado la tuvo. Las monarquías absolutas suelen no tenerla (y la España franquista no la tenía, aunque sí una colección abigarrada de leyes fundamentales).
En el mundo moderno, desde la revolución francesa (1789) para acá, la vigencia de una constitución está unida a la idea de la soberanía nacional: la soberanía es el poder político que no se supedita a ningún otro mientras que a él se subordinan los demás poderes (las demás funciones de autoridad pública). En esa concepción es un pueblo, una nación, quien posee y ejerce la soberanía, a través de unos representantes elegidos para ese ejercicio, cuya misión empieza y termina con la redacción y promulgación de la Carta constitucional de la nación.
Para que sean posibles la soberanía popular y su ejercicio (real o incluso imaginario) es menester que pre-exista el pueblo, un pueblo-nación, o sea una comunidad difusa de seres humanos que estén unidos por una serie de vínculos de convivencia tales como: compartir una lengua --o varias lenguas emparentadas y afines entre sí, con un cierto grado de mutua comprensibilidad o al menos fácil aprendibilidad--; compartir un territorio, o varios relativamente contiguos o cercanos --o que, al menos, la mayoría de esa población se sitúe en tal territorio; compartir una cierta tradición política común y una cultura; convivir en un entramado de actividad económica; y en general cualesquiera vínculos preexistentes que no se cifren en suscribir el nuevo pacto político, sino que lo precedan, que tengan raíces más hondas en la vida real de las masas, y que vengan de más atrás en la historia.
Por razones que exceden la consideración de este artículo, esa noción de soberanía está hoy en crisis; mas, con crisis o sin ella, la soberanía es difícilmente desligable de una noción --por matizada que sea-- de un pueblo congregado que adopta, aunque sea indirectamente, una decisión básica de unidad y poder político, con un gran pacto nacional o código fundamental que es la nueva constitución.
§2.-- ¿Constitución Europea?
Si varias naciones se fusionan en una, se saldrá del derecho internacional. Si un día se formara una República Europea y hubiera un colectivo que asumiera una soberanía, que fuera el pueblo europeo, podríamos entonces tener una constitución. Mientras no se esté en eso, habrá un híbrido, pero nunca el ejercicio de una soberanía popular europea, porque --con los matices que se quiera-- el orden jurídico euro-comunitario es del ámbito del derecho internacional.
El Tratado constitucional que establece una constitución para Europa es eso: un Tratado internacional, suscrito por Su Majestad el Rey de los Belgas y los otros 24 jefes de estado de los países eurocomunitarios, aunque haya venido preparado por un cuerpo heteróclito, la convención presidida por don Valerio Giscard d'Estaing, ex-presidente de Francia.
De hecho el pueblo europeo no existe para el texto aquí comentado. Existen los ciudadanos europeos, plurales y dispersos, junto a los estados europeos. La convención de Giscard, según lo quiere el preámbulo, elaboró el proyecto en nombre de esos ciudadanos y esos estados, aunque no había sido elegida por tales ciudadanos. En ningún lugar se refiere el texto aquí comentado al pueblo europeo, a la masa congregada de los europeos, ni le atribuye soberanía ni nada similar. La soberanía sigue siendo de cada estado y de cada pueblo; lo único que sucede es que, en tanto en cuanto un estado no se haya retirado de la Unión, ciertas facetas del ejercicio de su soberanía vienen delegadas en los órganos de gobierno de la Unión, a los cuales se supeditan los órganos de gobierno nacional-estatales. Cada pueblo puede, en un acto de soberanía, separarse de la Unión (siendo ése uno de los pocos lados positivos de este Tratado).
El art. 1 del texto asevera que la constitución nace de la voluntad de los ciudadanos y de los estados de Europa de construir un futuro común. Son S.M. el Rey de los Belgas y los otros 24 jefes de estado quienes aseveran eso; y lo hacen por la legitimidad que ellos asumen en nombre de sus pueblos, en un acto colectivo de voluntad que --por definición-- se presume coincidente con la de los dispersos millones de ciudadanos.
§3.-- Valores de la Unión
Y es que un código fundamental no puede ser, ni es, demasiado detallado. Por ser una ley suprema no subordinada a ninguna y a la cual están subordinadas las demás, normalmente será relativamente rígida, o sea: pondrá obstáculos para su modificación legislativa (pues, si no, o donde no suceda, cualquier ley dará al traste con esa dizque constitución, y ésta no tendrá carácter fundamental).
Llevaría a callejones sin salida un código fundamental de difícil reforma pero que, entrando en detalles, regulara muchas cosas. Una constitución está destinada a durar (no para toda la eternidad, pero sí para un lapso prolongado). Los detalles regulativos van y vienen según las coyunturas, los intereses, las circunstancias, las corrientes en boga. Y por ello, la constitución --salvo en unas cuantas reglas básicas de funcionamiento del poder-- lo que establece son esencialmente grandes lineamientos, que son principios o valores, susceptibles de una diversidad de formulaciones o plasmaciones legislativas.
La diferencia entre un principio y un valor es que el principio tiene un carácter menos abstracto. Al valor de la igualdad le corresponden principios como el de la no-discriminación arbitraria. Los principios suelen tener una función vertebradora de las normas, al paso que un valor es más bien una fuente de inspiración. Los principios se articulan, se ensamblan, se entrecruzan. Los valores están por encima incluso de los principios, y son sólo como estrellas polares, orientaciones, pero a la vez no susceptibles de acomodación (y sólo limitables por otros valores con los que puedan entrar en conflicto en casos concretos).
Una constitución vale lo que valgan sus valores y principios jurídicos básicos (y, en la práctica, lo que los poderes públicos acaten en su actuación esos principios y valores).
Una constitución es, así, un pacto nacional para la vida común en el cual se consagran unos valores y principios jurídicos básicos, encomendándose a unos poderes públicos la tutela de esos valores y su plasmación en preceptos concretos. Los valores son los bienes públicamente protegibles que la comunidad asume, garantiza y promueve.
Por ello es esencial en el presente texto constitucional atender al catálogo de valores. La Carta giscardiana no nos da una sola lista, sino dos, en parte discordantes: la del art. 2 y la del Preámbulo de la Parte II.
Según el art. 2, los valores de la Unión son 6: dignidad, libertad, democracia, igualdad, juridicidad (estado de derecho --en la terminología del texto) y respeto a los derechos humanos, incluidos los de las minorías. (La mención es enfatizadora, y parece claro que para los redactores el `incluidos' juega un papel semántico fuerte, como un `especialmente'. La Unión se erige en adalid de las minorías, o sea de ciertos derechos colectivos.)
El orden en que aparecen enumerados no es, no puede ser, irrelevante. Nunca lo es. Está claro que hay una jerarquía: primero, dignidad; luego --y dentro del respeto a la dignidad-- libertad; luego --y dentro de lo permitido por el preeminente respeto a la dignidad y a la libertad-- democracia; luego --dentro de lo compatible con la dignidad, la libertad y la democracia-- igualdad; luego juridicidad, luego derechos humanos, pero recalcando entre éstos los de las minorías (o sea los colectivos culturales caracterizados por un idioma, o una religión o cualquier otro hábito de vida diferenciador de la mayoría).
Veamos ahora el Preámbulo de la Parte II (la Carta de los derechos fundamentales de la Unión). Ahora se nos presenta otra lista de valores: dignidad, libertad, igualdad y solidaridad. La democracia y la juridicidad quedan ahora rebajadas a principios (o sea a reglas de menor fuerza vinculante y con un mayor papel de estructuración del corpus de normas).
§4.-- ¿Solidaridad?
En el art. 2, la Unión no asume esos 6 caracteres ni dice que los toma como norte o guía o canon de su actuación, sino sólo que toma nota de que están ahí operando en las 25 sociedades europeas, aunque con una clara complacencia (todos esos seis rasgos son generalmente mirados como cosas buenas).
El art. 3 estatuye que el objetivo de la Unión es promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos. Mas ni la paz ni el bienestar de los pueblos europeos son valores de la Unión, aunque sí sea un objetivo de ésta promoverlos. Y ello no es baladí. Un valor es un canon de enorme fuerza vinculante, no un simple desideratum. No es una meta, un horizonte, sino un elemento jurídico, inconcreto, eso sí, modulable de diversos modos, pero férreamente imperativo. A la finalidad se tiende. El valor se cumple, se respeta, se acata, se plasma en preceptos y en actos concretos, y eso desde el momento mismo en que se reconoce.
Rebajar la paz y el bienestar de los pueblos europeos a meras finalidades es una clara degradación de esas nociones, a las que se despoja de fuerza jurídica propiamente dicha. Lo mismo pasa con otras finalidades que se agolpan en el número 3 del art. 3: desarrollo sostenible de Europa, basado en el crecimiento económico y en la estabilidad de precios, en la economía de mercado, tendente al pleno empleo y al progreso social (no definido) y otra serie de metas asociadas. También el número 4 expone metas hacia afuera. Ese mismo número empieza sentando que, en sus relaciones con el resto del mundo, la Unión afirmará y promoverá sus valores e intereses. Luego vienen otras metas (como el comercio libre y justo y la paz). Está claro que los seis (o los 4) valores son lo decisivo, la regla inviolable y suprema, junto con los intereses de la Unión, y que cualquier otra meta es un mero desideratum o tiene un alcance de pauta política más que de exigencia normativa estricta.
La Unión no incluye entre sus valores muchos que, no obstante, son compartidos por la abrumadora mayoría de sus habitantes: el amor, la vida (no sólo la dignidad de la vida, sino la vida misma), la humanidad, la convivencia, la felicidad, el bienestar, el placer, la justicia, la equidad, el trabajo, la verdad, el conocimiento, la paz, la armonía, la concordia, la hermandad o fraternidad, la piedad, la compasión, la comunidad de destino, el bien común, la ayuda mutua. De todo eso, con reservas y restricciones, tal o cual elemento aparece fugazmente aquí o allá en el texto comentado, pero nunca con la fuerza vinculante de los 6 valores.
Verdad es que la lista del Preámbulo de la Parte II recoge el valor de la solidaridad, que en el art. 2 era un carácter de las 25 sociedades europeas. Ese contexto permite entender que lo que se erige en valor en el Preámbulo es lo mismo que constituye un carácter de las sociedades europeas según el art. 2, o sea: es un nexo interno de cada sociedad europea entre sus integrantes que tal vez el preámbulo de la Parte II extiende para unir a todos los habitantes de Europa. No obstante esa inclusión de la solidaridad es retórica. Esa carta de derechos que constituye la Parte II del Tratado desglosa luego tales derechos en una serie de rubros. El Tit. IV lleva el título de `solidaridad' y se ciñe a establecer estos derechos: (1) el de los representantes laborales a la información en la empresa; (2) el de negociación colectiva; (3) el acceso a un servicio gratuito de colocación; (4) la protección en caso de despido injustificado; (5) unas condiciones de trabajo justas y equitativas.; (6) prohibición del trabajo infantil y protección laboral de los jóvenes; (7) conciliación de la vida familiar y laboral; (8) respeto a la seguridad social que haya establecido cada estado miembro; (9) acceso a documentos; (10) derecho de petición; y (11) derecho de libre circulación (dentro de la Unión).
Esos son los 11 derechos de solidaridad (aunque en rigor algunos de ellos poco tienen que ver con la solidaridad). La solidaridad, así entendida, excluye aspectos que normalmente sí se considerarían englobados en la misma, como son: un derecho a participar de la riqueza colectiva; un deber de compartir prosperidad y estrechez, ventura y desventura ¡Eso es solidaridad!
La solidaridad europea no incluye ningún derecho positivo: ni derecho a una vivienda, ni a un puesto de trabajo, ni a comer, ni a la adquisición de cultura, ni al vestido, ni a medios de movilidad, ni a la salud (aunque ésta ha de ser respetada en el trabajo).
Es cierto que sí viene mencionado alguno de esos derechos; pero siempre de manera que se excluya cualquier noción de solidaridad europea así como de un derecho fundamental exigible de la persona humana a la obtención del bien en cuestión.
Así el art. 94.3 `reconoce y respeta el derecho a una ayuda social y a una ayuda de vivienda para garantizar una existencia digna a todos aquellos que no dispongan de recursos suficientes, según las modalidades establecidas por el Derecho de la Unión y por las legislaciones y prácticas nacionales'. Está claro: es una dádiva de beneficencia para los más parias que --cuando y donde haya sido establecida por un estado miembro-- será respetada por la Unión, en el sentido de que ésta no la prohibirá expresamente.
Ahora bien, eso que no se prohíbe expresamente --así en esos términos-- sí viene vedado indirectamente al imponerse unos constreñimientos mercantiles, financieros y militares que:
Por otro lado, no transciende nunca las fronteras exteriores de la Unión esa menguada y achatada solidaridad que tan titubeantemente incluyen entre los valores europeos los autores del Tratado. Ni se establece una solidaridad para con los futuros recién llegados (en rigor la Unión desea que no los haya nunca más; v. art. 267).
En realidad, hay ahí una clave para entender la contradicción entre el art. 2 y siguientes (que excluyen la solidaridad de entre los valores europeos) y la Parte II (donde sí se admite la solidaridad como un valor europeo). La solidaridad es sólo hacia adentro, no hacia afuera. Los 6 valores del art. 2, los de la Parte I, fundamentan la política general de la Unión, dentro y fuera, lo que incluye la justificación para las futuras acometidas militares que vienen programadas en varios pasajes del texto (v. infra, §13). Esas intervenciones armadas se harán para favorecer los intereses y valores generales de la Unión, que son 6 y entre los que no figura la solidaridad; ésta no podrá venir invocada nunca para intervenciones en el exterior, sino que su vigencia es meramente interna, y aun eso --según hemos visto-- de un modo residual, pues estrictamente la solidaridad es un valor cuya eficacia queda circunscrita al interior de cada estado, y eso dentro de los tres constreñimientos recién señalados.
§5.-- La Dignidad, Valor Supremo
Así, el terceto de la revolución francesa, «libertad, igualdad y fraternidad», viene reemplazado con éste nuevo, en el que se ha evaporado la fraternidad y en el que, por delante de la libertad, asoma la advenediza dignidad.
En todo el Tratado no aparece nunca ninguna palabra de la familia `fraterna' ni de la familia `hermano', ni como sustantivo ni como adjetivo ni como verbo ni como adverbio. Si hay algo a lo que sean alérgicos, al unísono, el redactor equipo giscardiano y los 25 jefes de estado signatarios es el fraternalismo, la idea de la hermandad humana. (incluso el tema del bienestar animal --art. 121-- viene abordado sin mencionar tampoco el vínculo de familia que nos une con los que tradicionalmente se denominaron `nuestros hermanos inferiores'.)
Eliminada, pues, la fraternidad e izada al máximo rango la recién llegada dignidad, hemos de indagar en qué consista ésta.
La dignidad aparece tardíamente en los textos constitucionales y en los documentos legislativos de derechos fundamentales. Está ausente de las tablas de principios, valores y derechos de toda la tradición liberal del siglo XIX y también en las de la tradición social del siglo XX. Menciónase en la Declaración universal de los derechos humanos de 1948 (Preámbulo y art. 1), pero de un modo que claramente hace de esa palabra --en tal contexto-- una simple proclama del valor del hombre, de todo hombre (o sea de todo ser humano); y, por ende, la base de la igualdad, o tal vez meramente otra manera de expresar esa igualdad.
Ese uso tiene raigambre en la tradición cultural. En el siglo XV hubo dos filósofos florentinos --Gianozzo Manetti y Juan Pico de la Mirándola-- que escribieron discursos sobre la dignidad del hombre; ambos lo hicieron con un propósito de defender un rango básicamente igualitario de todos los miembros de la humana familia así como la estima de la plenitud del ser humano, frente al desprecio por el cuerpo que había caracterizado a buena parte de la previa tradición espiritualista, para la cual lo único valioso del hombre es su alma.
Pese a ese tenor de la declaración de la ONU de 1948, la dignidad siguió siendo ignorada en muchas constituciones. La irrupción de la dignidad se produce en el art. 1 de la constitución de la República Federal de Alemania de 1949.
Posteriormente, el Pacto internacional de 1966 sobre los derechos económicos, sociales y culturales retomó el tema de `la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y sus derechos iguales e inalienables'. Pero, de nuevo, en ese contexto, `dignidad' es meramente un compendio del derecho a la igualdad de y entre los miembros de la humana familia; así entendida, la dignidad no es sino el derecho-deber de fraternidad igualitaria de cada ser humano para con los demás.
La constitución española de 1978 --muchos de cuyos redactores seguían las doctrinas germanas-- no fue la única en recoger la dignidad de la persona humana como un fundamento del orden político (art. 10.1), a pesar de que tampoco esa constitución menciona a la dignidad entre los valores superiores del ordenamiento jurídico (art. 1).
En la legislación de algunos países se ha ido introduciendo en estos últimos lustros la noción de dignidad como un valor incorporado, aunque un sector doctrinal vea en esa incorporación un mero cambio terminológico.
No parece ser así. Antes bien, en los recientes textos legislativos y doctrinales suele revestir un contenido nuevo e irreducible esa recién llegada --ahora aupada al escalón axiológico supremo en este Tratado--. La dignidad vendrá a ser un rango del individuo humano que habrá que entender a la usanza de las dignidades o los rangos del mundo feudal, como una condición de nobleza, un sitial, un escalón en la jerarquía de los seres, que acarrearía deberes y derechos; una honra que impondrá respeto y que se habrá de guardar lo mismo por quien la ostenta que por los demás.
Lejos de ser un patrimonio en manos de su titular (el ser humano individual), esa dignidad será un designio que se le imponga independientemente de que, en cada caso, ello redunde en su perjuicio o en su beneficio.
Más concretamente: hay un sentido especial que cobra la dignidad, en la reciente doctrina y en los textos legislativos de estos últimos tiempos (que es cuando irrumpe esa noción en la vida jurídica). Trátase de su nexo con los problemas de la bioética. La dignidad se erige en una intocabilidad o sacralidad de la vida humana y de la transmisión de la vida o reproducción.
La dignidad es el rango de ser hombre que conlleva derecho a vivir y deber de vivir; derecho a haber nacido y deber de haber nacido; derecho a procrear como siempre se hizo y deber de no procrear de otra manera.
Si para los pensadores renacentistas la dignidad iba asociada a la reivindicación del cuerpo, para este nuevo dignitarismo va ligada al alma. El ser humano --por su dignidad de ser dotado de alma-- no ha de abordar los problemas de su vida corporal como si fueran los de un ser del mundo material.
El Tratado lo da a entender con cierta claridad, aunque desde luego tome precauciones para no hacer ese mensaje totalmente explícito.
En efecto: el título I de la Parte II del Tratado se consagra a la dignidad. Empieza ese título con el art. 61, el cual proclama que la dignidad humana es inviolable.
Aún no se dice que esa dignidad estribe en la vida; sin embargo, inmediatamente asoma ésta, en el art. 62, como un derecho (de manera que obviamente se está explicitando el valor de la dignidad proclamado en el artículo inmediatamente predecesor, el 61).
¿Mero derecho o derecho-deber? El contexto del art. 63 da claramente a entender que el respeto a la dignidad implica la prohibición de las prácticas eugenésicas, en particular las que tienen como finalidad la selección de las personas, la prohibición de la clonación reproductiva y la prohibición de utilización lucrativa del cuerpo humano o de partes del mismo.
En esas prohibiciones se perfila una concepción del ser humano como un alma que tiene un cuerpo; cuerpo que ha de someterse al alma. Por encima del cuerpo, de su comodidad, de su utilidad, de su placer, está el rango anímico-espiritual.
Ese rango, esa dignidad, excluye la reproducción técnicamente asistida --o al menos aquellas modalidades que hoy no se estén practicando todavía--. También excluye la eutanasia: aunque no se diga expresamente, el derecho a la vida del art. 62.1 no se enuncia como un bien de libertad (¡recuérdese, en efecto, que no hemos llegado a la libertad, que estamos por encima de ella, en el valor dignidad!).
Parece que la vida corporal es un derecho-deber que viene impuesto al hombre por su dignidad anímico-espiritual, la cual lo constriñe a aguantar padecimientos. En particular esa dignidad excluye el derecho a no haber nacido que podría aducirse por (o en nombre de) un grave discapacitado al que se ha forzado a nacer pudiendo evitarse.
En efecto: la dignidad anímico-espiritual del hombre --en esa concepción-- excluye la selección reproductiva (art. 63.2.b): selecciones reproductivas son: la que tiene como fin evitar la transmisión de enfermedades congénitas como la drepanocitosis; equilibrar los sexos en la familia; ayudar a un hijo con especiales necesidades terapéuticas.
¿Qué pasa con la interrupción del embarazo? Es dudoso que la proclamada dignidad sea compatible con el aborto en ningún supuesto. Posiblemente excluya también la contracepción, que es una violación de una vida potencial (impidiendo que llegue a existir).
Son temas escabrosos, difíciles, debatibles, erizados de enigmas, incertidumbres, dilemas y colisiones axiológicas. Su tratamiento sería razonable dejarlo al legislador futuro en función de los nuevos conocimientos, de las nuevas actitudes.
El cerrojazo de este Tratado implica hacer de esa visión anímico-espiritualista, o dignitarista, la regla suprema a la que se subordina la libertad individual.
No para aquí la cosa. Como veremos después (en §10), el Tratado constitucional prohíbe cualquier expresión de opiniones favorables a un ordenamiento jurídico libre de esas imposiciones dignitaristas. Prohíbe manifestar convicciones a favor del derecho a no haber nacido, o a la clonación reproductiva, o a una reproducción asistida que seleccione los embriones para evitar el nacimiento de individuos con grave discapacidad. La libertad autorizada por el Tratado se circunscribe a una libertad en el marco del pleno respeto a los valores del texto (v. el art. 112.1).
§6.-- Campañas Militares en pro de la Dignidad
Así el art. 41 programa, en su número 1, `misiones fuera de la Unión que tengan por objetivo garantizar el mantenimiento de la paz, la prevención de conflictos y el reforzamiento de la seguridad internacional' (o sea expediciones punitivas o preventivas, o incursiones para respaldar o aplastar a un movimiento insurreccional, según convenga a la seguridad de los intereses europeos).
Pero peor es el número 4 del mismo artículo, el cual prevé que el Consejo [de ministros de la Unión] adopte `las decisiones europeas relativas a la política común de seguridad y defensa, incluidas las relativas al inicio de una misión contemplada en el presente artículo'. Y el número 5 autoriza al Consejo a encomendar la realización de una misión, en el marco de la Unión, a un grupo de estados miembros, a fin de defender los valores y favorecer los intereses de la Unión.
Nada de todo eso se refiere a acciones de autodefensa contra agresiones venidas de fuera, que son previstas en el número 7, sino a expediciones militares para «defender» (o sea: imponer) los valores de la Unión, o simplemente para favorecer sus intereses.
De momento, lo que nos interesa es lo de los valores. Del rango axiológico supremo de la dignidad se deduce que la Unión llevará a cabo expediciones armadas contra estados cuya legislación autorice hechos que pugnen con el valor de la dignidad humana según la doctrina de la Unión; hechos como: la fecundación in vitro con la decisión de no implantar embriones con altas probabilidades de discapacidad; o la eutanasia; o el reconocimiento de un derecho de compensación por quien ha sido forzado a nacer en condiciones que hacían improbable o imposible su consentimiento retroactivo (arrêt Perruche en Francia).
Eso sí, ese recurso al uso de la fuerza para hacer prevalecer la doctrina axiológica de la Unión sólo se autoriza contra estados que no formen parte de la Unión. Los estados miembros quedan eximidos de esa amenaza.
(En §13 volveré más en detalle sobre cómo diseña la constitución europea planes de expediciones militares de la Unión.)
§7.-- Libertad Limitada
A la libertad se dedica el título II de la Parte II del Tratado (arts. 66 y siguientes). Las libertades amparadas por el Tratado son éstas: libertad-y-seguridad (o sea: una libertad-seguridad que sería una de entre las libertades y cuya concreción se deja a la jurisprudencia) --art. 66--; privacidad --art. 67--; protección de datos --art. 68--; derecho matrimonial --art. 69--; libertad de conciencia, pensamiento y religión --art. 70--; libertad de expresión --art. 71--; libertad de reunión y asociación; libertad artística y científica --art. 73--; derecho a la educación --art. 74--, que incluye (n. 3) el derecho (prestacional) de los padres a que sean educados sus respectivos hijos según las convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas de esos mismos padres; libertad de trabajar en lo que uno quiera (que no es derecho a encontrar un puesto de trabajo) --art. 75--; libertad de empresa --art. 76--; propiedad privada: derecho a disfrutar de la propiedad de los bienes que haya adquirido uno legalmente, usarlos, disponer de ellos y legarlos (ius utendi et abutendi), prohibiéndose cualquier expropiación sin pronta y suficiente indemnización; derecho de asilo --art. 78-- y a no ser expulsado o extraditado en ciertas circunstancias --art. 79--.
Salta a la vista que está faltando una libertad de hacer lo que uno quiera y abstenerse de hacer lo que uno no quiera hacer, dentro del respeto al bien ajeno. Pero justamente eso es libertad. ¿A eso se está refiriendo el art. 66? No parece que así sea. Nunca formula el Tratado el derecho del hombre de hacer sólo todo lo que quiera mientras no perjudique a los demás. Más bien la libertad-seguridad del art. 66 parece ser la seguridad, el estar a salvo de amenazas o coacciones ajenas o atentados contra la propia hacienda. Sabido es que para elevar el nivel de seguridad hay que restringir la libertad. (Estoy más a salvo en mi finca si se prohíbe a los demás circular en una legua a la redonda.)
Contrariamente a la estrecha doctrina de los autores del Tratado, la Libertad es libertad de andar o no-andar, de comer o no comer, de cuidarse o no cuidarse, de aprender o no aprender, de trabajar o no trabajar, de amar u odiar, de casarse o quedase soltero, de leer o no leer, de engordar o adelgazar, de ser culto o ignorante, de vivir o no-vivir.
La libertad tiene, claro, límites, en aras de la convivencia. Y hasta tiene otro límite en aras de la protección del yo futuro de la persona libre, o sea en virtud de los deberes que uno tiene para consigo mismo (para con su yo futuro).
Mas ese límite tiene un límite. Uno tiene obligaciones para con los demás y para con la sociedad que llevan a un deber de trabajar, aprender, amar --o comportarse sin odio-- etc. Son límites a la libertad. En un régimen de libertad cada una de tales restricciones ha de estar justificada, motivada, tasada y ponderada, porque colisiona con el valor de la libertad.
En el régimen de este Tratado constitucional, en cambio, no hay ninguna Libertad genérica y suprema, sino 13 libertades específicas y tasadas, que se suceden en una secuencia de prioridades: primero, la seguridad (estar a salvo de potenciales delincuentes); en segundo lugar, la privacidad y el secreto de los datos (o sea un deber ajeno de desconocer hechos de la vida propia); luego el matrimonio; luego la libertad mental y de observancia religiosa; sólo ahora vienen --ya muy por debajo en la escala-- las libertades de expresión, de reunión y de asociación; y luego vienen otras entre las que figuran la libre empresa y el derecho de propiedad privada (que no es un derecho a tener propiedad privada, sino el derecho a mantener la propiedad privada que tenga uno).
Así, el valor de la libertad ensalzado por el Tratado es un simple manojo de 13 libertades concretas que incluyen el respeto a la propiedad privada y a la libre empresa, así como la potestad paterna de que se inculquen a los hijos las concepciones propias. Cualquier medida legislativa que colisionara con esa potestad o con la libre empresa o con la propiedad privada sería un atentado al valor libertad. Cualquier expresión de ideas a favor de restringir esa potestad paterna o la empresa privada o la propiedad particular tenderá a limitar alguna de las 13 libertades del Tratado más de lo que éste las limita. Tal expresión de ideas está prohibida por el Tratado (art. 114) --v. infra §10.
Hay que recalcar que la libre expresión y la libre asociación quedan encasilladas: prioritarias sobre ellas son la seguridad, la privacidad, el secreto o deber de discreción (en aras, claro, de la honra ajena), la vida privada y la práctica religiosa. Cediendo el paso a esas pretensiones prioritarias, la libertad de expresión y de asociación se ve seguida por otras pretensiones a las que el Tratado dota de legitimidad, entre las que están: la potestad paterna, la libre empresa y el respeto a la propiedad privada.
La secuencia puede al menos permitir que estos tres últimos derechos se subordinen a las libertades de expresión y de asociación; mas, dada la subordinación de estas 2 libertades a los derechos individuales preeminentes de los arts. 67-70 (seguridad, privacidad, público desconocimiento, vida íntima y observancia religiosa) --estando varios de ellos muy unidos a la potestad paterna, a la propiedad privada y a la libre empresa--, parece que, por las dos bandas, hay que otorgar un papel destacado a estas tres pretensiones (la paternal, la empresarial y la propietaria).
§8.-- ¿Igualdad?
No vamos a discutir de palabras, aunque se esperaría de la cultura de los redactores una formulación técnicamente más satisfactoria y científicamente más correcta. En cualquier caso, esa igualdad, la mera no discriminación indebida o injustificada, es igualdad negativa, no igualdad positiva. No supone ningún derecho a alcanzar un grado de bienestar, felicidad, desarrollo humano, plenitud o calidad de vida comparable al que alcancen otros. Y es que esa igualdad es formal, externa, procedimental.
No es la igualdad de contenido, la igualdad sustancial en que estriba la justicia y cuyo sentimiento nos lleva a ver como injusto, como inicuo, que unos vivan bien y otros mal, que unos sean ricos y otros pobres, que unos disfruten de la vida y otros padezcan.
No estoy defendiendo una igualdad a machamartillo. No abogo por un igualitarismo radical y total. ¡Lejos de eso!
-- En primer lugar, porque la igualdad sustancial o de contenido es un objetivo que puede colisionar con la igualdad formal o de mera no-discriminación (una protección excesiva a los más desventajados puede implicar una discriminación a su favor que lesione pretensiones legítimas de otros).
-- En segundo lugar, esa igualdad de contenido, esa aspiración a igualar (por arriba) la calidad de vida puede chocar con la libertad. Unos valores entran en conflicto con otros (y hasta varias aplicaciones de un mismo valor pueden colisionar entre sí). Una sociedad inspirada en un liberalismo fraternal e igualitario buscará equilibrios prudentes y ponderados de esos valores.
Por lo tanto, una sociedad fraternal en la que se profese el valor de la igualdad --con un significado sustantivo y no meramente formal-- no tratará de abolir todas las desigualdades, porque eso la llevaría a estrellarse contra un muro que levanta la propia naturaleza y a una conculcación de otros valores; pero sí tratará de mitigar la distancia entre cuotas de felicidad resultante de disparidades de nacimiento, edad, salud, aptitud física, fortuna, suerte, e incluso de un previo acierto o mérito personal. (El hermano comparte con sus hermanos también cuando éstos lo pasan mal por errores que cometieron alguna vez en su vida.)
Alejado de todo fraternalismo, el Tratado constitucional no considera absolutamente para nada esa igualdad de contenido, esa igualdad de calidad de vida, esa igualdad de disfrute de la vida. La única igualdad es la de trato procedimental.
En ese sentido --y pese a sus abundantes y graves defectos-- la actual constitución española es mucho más humana, más sensible, más fraterna, al estipular en su art. 9.2 la obligación de los poderes públicos de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social (aunque sólo de los ciudadanos, no de los inmigrantes). En la constitución europea no hay nada de ese tenor. No hay ninguna obligación de los poderes públicos de tender a una igualación del bienestar.
Tras haber explicitado el valor de la igualdad en el principio de no discriminación del art. 81, el texto comentado enumera otros principios en que se plasma ese valor de la igualdad: respeto a la diversidad cultural, religiosa y lingüística (o sea: la igualdad como intangibilidad de la desigualdad existente en esos campos) --art. 82--; igualdad entre hombres y mujeres, que incluye otorgar ventajas positivas al sexo `menos representado' --art. 83--; derechos del niño --art. 84-- y de las personas mayores (de éstas a una vida digna, pero no se dice que a trabajar) --art. 85--; y, por último, integración de los discapacitados (su `derecho ... a beneficiarse de medidas' favorables, lo que nada dice sobre una obligación de los poderes públicos de dictar tales medidas).
Tal es la igualdad del Tratado constitucional. Con la incorporación de la acción afirmativa pro-femenina, de los derechos del niño y de esa vaga y no comprometedora tutela de los discapacitados, estamos en una igualdad como la de 1789 (y no en absoluto en la igualdad fraternal republicana que es una protesta contra lo injusto de que unos se aprovechen de la vida y otros no, o mucho menos).
§9.-- Justicia
Sí es, en cambio, un objetivo de la Unión (art. 3) `ofrecer[...] a sus ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores'. La justicia que asume el Tratado es una justicia que forma bloque con la libertad-seguridad y que constituye un espacio intraeuropeo. Es el dicasterio paneuropeo de vigilancia y represión de prácticas antieuropeas.
La justicia así entendida ni es un valor superior del ordenamiento jurídico paneuropeo ni, menos todavía, es un valor universal de entre los que la Unión se siente autorizada a imponer por la fuerza a los países exteriores a la alianza atlántica.
El art. 42 regula ese espacio europeo `de libertad, seguridad y justicia'. Las metas son 3:
(a) Aproximar las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros en los ámbitos contemplados en la Parte III (entre ellas la coordinación policial contra fuerzas políticas hostiles a las ideas paneuropeas);
(b) Implantar el reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales y extrajudiciales en esas mismas materias;
(c) Obligar a las autoridades de los Estados miembros a cooperar operativamente (¿hay una cooperación no co-operativa?) en esas materias de represión y detección de infracciones o de conductas antieuropeas.
El eufemismo de `espacio de justicia, libertad y seguridad' da lugar, en el art. 42.3, a la de `ámbito de la cooperación policial y judicial en materia penal'. A continuación se destaca, de entre las conductas perseguidas, la del terrorismo (art. 43), sin proporcionarse definición alguna.
Por cierto, en este punto el Tratado estipula un `espíritu de solidaridad si un Estado miembro es objeto de un ataque terrorista o víctima de una catástrofe natural o de origen humano'. No se prevé solidaridad alguna si un estado miembro es víctima de una situación gravemente desventajosa no coyuntural (p.ej. como consecuencia de haber sufrido pasadas agresiones o intervenciones de otros estados miembros, o como resultado de lo que sea, siempre que no sea una irrupción súbita, catastrófica). Ya sabemos que la igualdad sustantiva o la solidaridad fraternal (o hermandad solidaria) no son valores europeos ni siquiera para adentro.
Al margen de esa consideración --que vale la pena de pasada--, en este capítulo de la seguridad-justicia hay que destacar que (art. 43.1), la `Unión movilizará todos los instrumentos de que disponga, incluidos los medios militares' para `proteger las instituciones democráticas [...] de posibles ataques terroristas'. Habilítase así una intervención militar paneuropea a favor de las instituciones políticas de un estado miembro contra una posibilidad de ataque terrorista, o sea contra terroristas potenciales. Si ya es difícil saber qué es y qué no es terrorismo, determinar qué sea una posibilidad de ataque terrorista es aún más problemático.
En cualquier caso, de nada sirve la intervención militar para hacer frente a lo que de veras es comúnmente reconocido como terrorismo (delitos de estragos u homicidios con intención política). ¿Qué eficacia puede tener el envío de un ejército contra las acciones de ETA, o las de los grupos violentos corsos, o las del IRA-real u otros similares? Ninguna. Claramente se está aquí queriendo decir otra cosa, pero no queda claro qué, salvo que se envuelve en la amenaza de posibilidad terrorista, lo cual podría llegar a determinar una intervención militar a favor de ciertas autoridades de un estado miembro si surgen desavenencias entre varios órganos políticos del mismo y a uno de ellos (aquel contra el cual se intervendría) lo tacha el otro --con razón o sin ella-- de acarrear una amenaza potencial de terrorismo.
Sea de ello lo que fuere, a nadie se le escapa en qué berenjenal se está metiendo la Unión. Antecedentes no faltan. Recordemos cómo la Santa Alianza (la primera unión europea) intervino militarmente en España contra la constitución, porque ésta aterrorizaba al rey Fernando VII y a los adeptos de su poder absoluto. Recordemos cómo en 1936 las de nuevo concertadas potencias europeas pactaron la no-intervención que significaba consentir el ataque armado de Alemania e Italia contra la República Española (llegándose a confiar a una de esas potencias enemigas de España la guarda marítima de la costa mediterránea española); tal no-intervención era, en realidad, una intervención militar a favor de la sublevación interna, y se escudaba en el «terror rojo» en la zona obediente al gobierno español.
Por último, las guerras de los Balcanes de fines del siglo XX y comienzos del XXI presagian que --por esa vía de «afrontar una amenaza potencial de un posible terrorismo»-- la Unión pueda deslizarse a peligrosas aventuras bélicas en el sureste de Europa, en el sur de Rusia, en las zonas de Tartaria y del Asia central, o del Oriente medio (si se avanza en la integración en la Unión del estado de Israel, lo cual es previsible).
Cerremos este paréntesis y retomemos el tema que nos ocupa: la justicia. El art. 107 viene a articularla en términos que dicen bastante que, para los autores del texto, la justicia es meramente la represión de las transgresiones, el castigo de conductas antijurídicas. Ese artículo y los siguientes hablan sólo de la justicia punitiva, y más concretamente de la penal. No hay para la Unión justicia distributiva ni conmutativa, ni civil ni mercantil ni tributaria ni laboral ni administrativa. Sólo sancionatoria; y dentro de la sancionatoria, sólo la penal.
Es decepcionante el elenco de principios penales que establece el Tratado en esos artículos.
No hallamos, en efecto, recogido el principio básico del derecho penal de que éste constituye el último recurso (la ultima ratio) y de que, por consiguiente, los problemas sociales han de tratar de solventarse, en todo lo posible, sin acudir a la vía punitiva (justamente por la superioridad del valor de la libertad). No hay en el Tratado prohibición de los abusos del ius puniendi por parte de los estados.
No hay tampoco exigencia de tipicidad del delito. (Y no es lo mismo la tipicidad que la mera estipulación de que la acción u omisión penada haya de constituir `una infracción según el Derecho interno o el Derecho internacional'. La tipicidad es mucho más que eso: es una configuración legal expresa, tajante, perfectamente nítida y exenta de toda vaguedad, por lo cual se veda en ese campo acudir al razonamiento analógico.)
Tampoco establece el Tratado el principio de acusatoriedad, según el cual nadie puede ser condenado sin estar legalmente acusado (lo cual impide que alguien llamado como testigo pueda salir condenado como reo); ese principio implica la existencia de una regulación legal expresa de la condición de acusado que detalle los derechos y las garantías que lo asisten.
No hay tampoco distinción entre dolo y culpabilidad; por lo tanto no se sienta el principio de que nadie puede ser penalmente castigado si no es culpable.
Tampoco hay mención alguna de que sólo serán castigadas aquellas conductas que, además de estar tipificadas como faltas o delitos, sean concretamente antijurídicas; y es que no hay mención alguna de las eximentes o causas de justificación, como tampoco de atenuantes y de agravantes, ni de causas de inimputabilidad ni de excusas absolutorias, ni del principio de necesidad o legalidad persecutoria (frente a la discrecionalidad de la represión).
Peor es que no se sienta, como principio de una justa administración de justicia, el derecho a la prueba. Es sintomático que la presunción de inocencia se formule así (art. 108): el `acusado se presume inocente mientras su culpabilidad no haya sido declarada legalmente'. No se exige que la culpabilidad haya sido demostrada, sino sólo declarada. No se obliga a los tribunales a no declarar nada que no se haya racionalmente probado.
Tampoco se obliga a que las resoluciones judiciales sean motivadas ni se reconoce el derecho a la práctica de las pruebas pertinentes (salvo que se aduzca que eso se sobreentiende absorbido en `el respeto a los derechos de la defensa' del art. 108.2). Ni siquiera se establece la libre exposición de alegaciones o argumentos (de nuevo salvo que se subsuma en la vaguedad del art. 108.2). El Tratado no reconoce un derecho de las partes a que el juez razone con lógica. Ni hay una prohibición de pruebas ilícitas (conculcatorias de derechos fundamentales del hombre).
Ni explicita el Tratado que el derecho a la presunción de inocencia acarrea un derecho a la libertad de los acusados, salvo en aquellos casos tasados en que la prisión provisional sea imprescindible para asegurar la celebración del juicio (y aun eso con fuertes restricciones, dada la superioridad del valor de la libertad incluso por encima del de la seguridad).
Ni reconoce tampoco el Tratado el derecho a no ser víctima de errores forenses o del mal funcionamiento judicial, percibiendo eventualmente una plena indemnización por cualesquiera daños y perjuicios sufridos. (A los autores del Tratado les preocupa la indemnización por expropiación de un fundo más que la indemnización por haber sido injustamente privada una persona de varios años de su vida y de su situación familiar y laboral.)
Ni hay un derecho al proceso; el art. 107 sólo otorga un derecho a la audición, lo cual es diferente del derecho al proceso; éste implica una secuencia reglada de fases según un canon procesal establecido --que requiere, entre otras cosas, deslindar los papeles del instructor, el acusador, el juzgador y el defensor--; secuencia que tiende a maximizar las garantías de las partes y alcanzar la mejor demostración racional disponible. Ni hay en el Tratado exigencia alguna de varios escalones y de sistemas de recursos.
(A los autores del Tratado les resulta desconocido todo eso, a pesar de que no poco de ello estaba en las constituciones de varios estados miembros.)
Tampoco asoma nada sobre el papel de la pena, ni siquiera en los términos de la vigente constitución española. V. el art. 25.2 de ésta: las penas `estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados'. La vigente constitución española no adopta una determinada visión filosófica de la pena, y deja campo al retributivismo --que algunos defendemos--. Sólo excluye un retributivismo puro y duro que descarte cualquier función humanizadora de la pena. En cambio el texto del Tratado constitucional permite una práctica penitenciaria bárbara e inhumana.
En general esos artículos son un paupérrimo pastiche que revela una concepción muy tosca. La justicia brilla por su ausencia en el Tratado, ya que la escasa presencia que tiene (la justicia penal) sale tan mal parada.
§10.-- Una Constitución Liberticida
Tómanse precauciones (art. 112) --en parte estilísticas-- para que en ningún caso los derechos admitidos en esta carta puedan aducirse en el interior de un estado salvo en la medida en que esté involucrada la aplicación del derecho paneuropeo; y (art. 113) para que las disposiciones de la Carta no reciban una lectura lesiva de derechos jurídicamente fundamentales. El problema está en que no se define qué sean derechos fundamentales, ni se dice que la Carta no podrá interpretarse como lesiva de un derecho reconocido en la constitución de un estado miembro. Así, si se produce colisión entre una disposición del Tratado y un derecho reconocido en la constitución de un estado miembro, siempre cabe alegar que, según la doctrina del Tratado, no se trata de un derecho fundamental (aunque así lo denomine la constitución de ese estado). P.ej., derechos como los que (mal que bien --más bien mal, pero, en fin ¡algo es algo!) reconoce la vigente constitución española: a que toda propiedad privada se subordine al bien público y cumpla una función social; a que se promueva la igualdad (sustantiva) de los ciudadanos; a que la contribución a las cargas públicas se haga en un sistema fiscal justo y progresivo; al trabajo, la vivienda, la salud. Pueden surgir contradicciones entre el derecho de propiedad privada (sin función social) que la constitución europea subsume en la libertad y el derecho positivo a vivienda, trabajo, salud, cultura, justicia fiscal. En tales contradicciones, la doctrina del Tratado es que esos derechos que colisionen con los reconocidos en el Tratado no son derechos fundamentales.
Mas, aparte de esos dos artículos, de importancia menor, lo esencial está en los artículos 112 y, principalmente, 114.
El art. 112 prevé limitaciones legislativas a los derechos y libertades de la Carta. Exígese que las limitaciones se hagan por ley, que respeten el contenido esencial de los derechos y que sean proporcionadamente necesarias para objetivos de interés general o para la protección de derechos ajenos. No se dice que los derechos ajenos a proteger hayan de ser fundamentales. Pese al tenor aparentemente garantista, de hecho esas formulaciones son de una peligrosa vaguedad y permiten grandes abusos. En primer lugar, porque las leyes europeas no son leyes emanadas del parlamento, el cual tiene a lo sumo un poder co-legislativo (junto con el Consejo de ministros y en ciertos casos la comisión). En segundo lugar, no se establece que sólo podrán cercenarse libertades de la Carta para la salvaguarda de otros derechos fundamentales de la misma carta; al revés, se prevé coartarlos en aras de objetivos de interés general de la Unión --como pueden ser: la defensa de sus intereses, la estabilidad de precios, el equilibrio presupuestario, la libre competencia, el reforzamiento del vínculo transatlántico (NATO), etc. Ni se establece explícitamente una jerarquía entre los derechos para determinar cuáles hayan de prevalecer en caso de colisión. Ni se tacha de inconstitucionalidad cualquier ley que limite indebidamente las libertades reconocidas en la Carta.
Mucho más grave es la limitación general de las libertades que impone el art. 114, bajo el engañoso rótulo de `prohibición del abuso del derecho'. Si de eso se tratara de veras, bastaría con sentar el principio jurídico del no-abuso del derecho, p.ej. en la fórmula de que nadie puede aducir un derecho reconocido en el Tratado para realizar actos que causen a otros un daño desproporcionado al beneficio propio (o cualquier otra enunciación de ese principio jurídico).
Lo que prevé el art. 114 es otra cosa. Reza así:
Eso significa claramente que ninguna de las libertades admitidas en la Carta (como p.ej. la de expresión o la de asociación) permite a nadie dedicarse a una actividad o realizar un acto tendente a destruir ese sistema de derechos o libertades o a limitar alguno de ellos más de lo previsto en la Carta.
Así, tomemos una asociación dedicada a promocionar la idea de que toda propiedad privada ha de cumplir una función social. Llamémosla `AFUS'. Si esa asociación tuviera éxito, si prosperasen y arraigasen sus ideas, se llegaría a una opinión pública que exigiría, y podría acabar logrando, una enmienda de la constitución europea que limitara uno de los derechos fundamentales contenidos en la Carta, a saber el de propiedad privada, más de lo que lo limita la propia carta (que no le impone esa función social).
Esa es la finalidad de AFUS. No tiene otra. Aquello a lo que tiende es esa limitación de un determinado derecho de la Carta en una medida mayor que la establecida en la propia carta. Cualquier acto de la AFUS tiende a eso y a eso tiende toda la actividad de la AFUS. Luego el art. 114 excluye que la AFUS pueda acogerse --para llevar a cabo esa actividad, esos actos de propaganda-- a los derechos de expresión y de asociación que reconocen los arts. 71 y 72 del Tratado.
Tomemos otro ejemplo. Imaginemos un agrupación política española consagrada a luchar por la restauración de la República Democrática de Trabajadores de Toda Clase con su constitución de 1931 (obra del jurista D. Luis Jiménez de Asúa). Llamémosla la ARDeT. La ARDeT sólo se dedica a la lucha pacífica y legal por esa restauración, con manifestaciones, difusión de folletos, y, si puede, presentación de candidaturas. Eso de que su actividad es legal deja de ser cierto con la nueva constitución europea; y es que en realidad la ARDeT se dedica a una actividad tendente a limitar algunos de los derechos o libertades reconocidos en la Carta europea más de lo previsto en la misma. Esa mayor limitación afecta a estos puntos:
Pasemos a un tercer ejemplo. Puesto que la Carta europea enfatiza la Dignidad, en la concepción espiritualista de la misma, como valor supremo y máximo derecho (aunque en realidad como un derecho-deber), el art. 114 prohíbe todo acto y toda actividad tendente a limitar ese derecho-deber de Dignidad más de lo que lo limita la propia Carta en sus arts. 63 y siguientes. P.ej., toda propaganda a favor de la eutanasia, o todo artículo de opinión favorable a la remuneración por la donación de sangre, o favorable a la aplicabilidad de terapias no consentidas en casos determinados (en detrimento de la prohibición del art. 63.2.a) o a favor de labores obligatorias en casos de calamidad natural para salvar vidas (en pugna con el art. 65.2).
Otro ejemplo más: el art. 68 de la Carta europea otorga a cada ciudadano de la Unión el derecho irrestricto a la protección de datos personales. Cualquier precepto que regule una utilización ajena de esos datos más de lo previsto en el citado artículo implica limitar ese derecho a la protección de datos más de lo que lo hace la Carta europea. Así, supongamos que en un estado de la Unión hay una asociación de periodistas que abogan por un derecho a publicar cualesquiera datos verídicos sobre personas investidas de pública autoridad o aspirantes a su desempeño. Podrían alegar que el pueblo tiene derecho a conocer esos datos y sólo la gente puede decidir si son relevantes o no. Esa publicidad de datos de tales personas (no de cualesquiera otras) no respetaría las pautas del art. 68.2 del Tratado: no sería leal (leal para con los afectados, al menos en un sentido llano de la palabra) ni sería para un objetivo concreto (sino para el abstracto objetivo de que el público estuviera enterado de todo lo concerniente a esos personajes). Está claro que la actividad de esa asociación está prohibida por el art. 114 de la Carta europea.
Más evidente es que quedan prohibidas por el art. 114 las propagandas tendentes a establecer regímenes autoritarios, o a vedar ciertos cultos religiosos. Es inabarcable la gama de las múltiples tendencias así prohibidas.
Para cerrar ya esta sección hay que preguntarse si el art. 114 prohíbe también cualquier campaña de opinión encaminada a abrogar ese mismo art. 114. Imaginemos una publicación, Vida Libre, dedicada a tal campaña; supongamos que tiene éxito: de resultas de su actividad, reúnense los 25 jefes de estado y de gobierno y abrogan el art. 114. Tal abrogación abre la vía a la licitud de propagandas encaminadas a limitar alguno de los derechos reconocidos en la Carta más de lo que ésta lo limita; y así, indirectamente, se desemboca --al cabo de un tiempo-- en esa mayor limitación, que era el fin que, a la postre, se proponían alcanzar algunos redactores de Vida Libre. Por consiguiente, rechazar el art. 114 significa atacar la valla que impide las campañas de opinión a favor de limitar alguno de los derechos reconocidos en la Carta más de lo que lo limita la propia Carta. Luego, de rebote, el art. 114 prohíbe cualquier emisión de opiniones en contra de ese mismo artículo 114, en un ejercicio de autofortificación.
§11.-- ¿Libertad sólo para los amigos de la libertad?
Bajo el absolutismo de Fernando VII o bajo el de Franco sólo tenían cabida, sólo podían expresarse públicamente, los partidarios de ese absolutismo. Bajo los regímenes liberales españoles (1812-14, 1820-23, 1833-1923, 1931-1939) podrían expresarse (y organizarse) tanto los partidarios de la libertad cuanto sus enemigos. Una de las glorias del liberalismo español es que permitió el partido carlista, pese a ser un partido extremo de la monarquía absoluta cuyo triunfo habría acarreado la pérdida de todas las libertades. La II República, esa República democrática de trabajadores de toda clase, permitió a los partidos fascistas, totalitarios, a los nostálgicos de la inquisición, y les ofreció una posibilidad de competir en el terreno electoral --en el cual cosecharon más derrotas que victorias. Eso es libertad. Libertad para los que aman la libertad y para los que la odian, para los que quieren que siga y para los que anhelan su supresión, para los que, si ganan, la mantendrán y para los que, si obtuvieran mayoría, la abolirían. Para todos, y ¡que el pueblo juzgue!
Lo que no sea eso no es libertad, sino tiranía o despotado. El despotado de los liberales no es un régimen liberal. Ningún genuino liberal quiso nunca ese despotado.
Ninguna constitución liberal española ha tenido nunca nada comparable al art. 114 de la Carta europea: ni siquiera la napoleónica de 1808 (cuyo carácter de liberal es muy relativo); ni la de 1812, ni la de 1837, ni la de 1845, ni la de 1869, ni la de 1876, ni la de 1931, ni la de 1978.
Es cierto que no se han inventado de su propia cosecha ese artículo los redactores de la Convención europea presidida por el Sr. Giscard d'Estaing. Esa cláusula prohibitiva se toma casi literalmente del art. 5.1 del Pacto de los derechos civiles y políticos de 1966 y del art. 17 del Convenio europeo de Roma de 1950 sobre los derechos del hombre. A su vez esas cláusulas se derivaban del art. 30 (el último) de la Declaración universal de los derechos humanos de la ONU de 1948.
Sin embargo, entre la Declaración de 1948 y el convenio europeo de Roma hubo un cambio significativo y transcendental. El art. 30 de la Declaración de 1948 decía esto:
Lo único prohibido en ese artículo a una actividad encaminada a destruir los derechos reconocidos en la Declaración. Hay que notar que `destruir' puede entenderse como: derruir, arrasar, destrozar, hacer añicos; lo cual significa una eliminación total, explosiva y violenta; y que la actividad prohibida es sólo la que tienda a la destrucción de los derechos y las libertades, o sea del conjunto de esos derechos y de esas libertades.
Aun así, el art. 30 de la Declaración era claramente lesivo de la libertad. Era antiliberal. Fue una concesión arrancada por la delegación soviética. Una cláusula similar fue inscrita en las constituciones de diversos estados del bloque encabezado por la URSS --aunque no deja de ser curioso que la constitución soviética de 1936 no contuviera tal cláusula (únicamente se establecía como contrapartida de los derechos individuales reconocidos la obligación de acatar la ley y cumplir las obligaciones sociales: art. 130).
En la concepción soviética el pacto social vincula a los miembros de la sociedad en una relación contractual por la cual cada uno obtiene de la colectividad una protección que le otorga un derecho positivo a un puesto de trabajo, al sustento, a la salud, a la instrucción y la cultura, al alojamiento, así como unos limitados derechos de libertad, y a cambio cada ciudadano se compromete a no ejercer ninguno de esos derechos en detrimento del pacto social, o sea: optando por alternativas que impliquen la ruina de ese pacto o de las condiciones organizativas que lo hacen posible, como la propiedad colectiva de los medios de producción. Así pues, en la práctica eso excluía la libertad de abogar por el restablecimiento de la propiedad privada de tales medios, la libertad de preconizar un sistema capitalista.
Fuera bueno o malo el pacto soviético, e independientemente de cómo se aplicó, esa concepción no era vista ni siquiera como un desideratum por los propios fundadores de la doctrina en que se sustentaron aquellas instituciones políticas. Al revés, los clásicos de esa corriente doctrinal imaginaron un mundo futuro sin estado, con plena libertad, y era lo que ansiaban, una vida acrática. Muchos creemos que ese sueño es contrario a la naturaleza humana, mas, en cualquier caso, eso revela que el objetivo a largo plazo para los seguidores de esa doctrina era algo con mucha más libertad que la del pacto soviético, el cual sólo podía entenderse como un compromiso transitorio, un mal menor.
Los occidentales, habiendo tragado en 1948 con esa cláusula, la retomaron en ventaja propia y, ampliándola desmesuradamente, la estamparon --en esa nueva formulación desorbitada-- en el convenio de Roma de 1950 y en el Pacto de 1966.
Y es que, entre la Declaración de 1948 y el convenio de Roma de 1950, se interpone la constitución de la República Federal de Alemania de 1949; su art. 18 constituye la verdadera prefiguración de la prohibición de los disidentes del régimen. Según ese artículo, hácese indigno de los derechos fundamentales quien abuse de alguno de ellos para combatir el orden fundamental democrático-liberal (die freiheitliche demokratische Grundordnung). En tales casos, el Tribunal constitucional federal decidirá sobre la privación de los mismos y su alcance.
Ese artículo sirvió a la Alemania del canciller Adenauer y sus sucesores en Bonn para prohibir partidos, asociaciones y tendencias de signo comunista o similar. Diversas leyes ilegalizaron tales partidos u organizaciones o impidieron a sus miembros ganarse la vida. La lista negra creció, englobando en los años 70 a grupos de solidaridad con la causa de Salvador Allende, por la alianza de éste con el partido comunista de Chile. Sus integrantes tenían vedado incluso ser barrenderos de un ayuntamiento.
Hay una concepción subyacente al art. 18 de la constitución de la Bundesrepublik alemana, y a los arts. 5.1 del Pacto de 1966 y 17 del Convenio de Roma de 1950. Es la de que cabe: dentro del sistema democrático, todo; contra ese sistema, nada. Sin embargo, basta con introducir ese principio para que deje de haber sistema democrático. Un sistema liberal (democrático o no) sólo lo hay cuando y donde hay libertad para los partidarios del sistema de libertad y para sus adversarios, por igual. Por igual porque, en efecto, las obligaciones son las mismas: las de actuar pacíficamente y con respeto a las leyes, proponiendo sus respectivas opciones para que los electores elijan.
Ni hay libertad ni democracia donde ésta dizque se impone impidiendo a la gente votar en contra de la misma.
Desde luego no estoy sosteniendo que haya de acreditarse cualquier candidatura. Hay individuos y grupos a los que la ley puede prohibir la participación electoral, sobre la base de responsabilidades específicas, de conductas ilegales o de vinculaciones precisas, documentadas y concretas con grupos que subviertan violentamente la convivencia pública. Lo que ningún régimen liberal puede hacer (sin dejar de serlo) es prohibir la expresión de opiniones o la asociación política tendente a establecer un régimen no-liberal. Menos aún prohibir la expresión de opiniones tendentes a introducir alguna restricción a alguna de las libertades otorgadas por la norma fundamental.
Para cerrar esta sección, conviene tener en cuenta un elemento más. Una cláusula prohibitiva como la del art. 114 de la Carta europea es tanto más deletérea de la libertad que dice amparar cuanto mayor sea el catálogo de libertades así tuteladas, porque, a más libertades así protegidas, menor margen de disenso autorizado habrá. En ese sentido es de destacar que la Carta europea incorpora al catálogo así protegido la dignidad (con sus corolarios como la prohibición de la clonación reproductiva), la libertad de empresa, la propiedad privada, la libertad de enseñanza de las iglesias y la potestad paterna de selección de la educación de los hijos. Ésta última ya figuraba en el Pacto de 1966 (art. 18.4), aunque con otra formulación. Asistimos en la Carta a una inflación de libertades, principalmente las de carácter económico-privatista; inflación que redunda, por obra del art. 114, en la prohibición de una gama mucho más amplia de opciones políticas y sociales, a saber: cuantas aboguen por unas mayores restricciones de esos derechos de propiedad privada y de libre empresa.
§12.-- ¿Democracia?
Mas, si ha de presumir de democracia y ha de inscribirla entre sus valores enarbolables ad extra, la propia unión europea tendría que comenzar siendo democrática ella misma en su propio funcionamiento.
La democracia es el poder del pueblo. En rigor la democracia sólo fue posible en la antigua polis (y en ella sólo disfrutaba de ella una parte de la población, con exclusión de esclavos, metecos y mujeres). Lo que hoy llamamos `democracia' es un régimen también mal-llamado `representativo' y al que sería más adecuado denominar `electivo'. Las elecciones pueden ser mejores y peores, más o menos libres, más o menos honestas, limpias, justas. En cualquier caso, para que un régimen político sea un sistema democráticamente electivo, los electores han de constituir un pueblo.
Para que haya democracia europea ha de haber un pueblo europeo. Los redactores del Tratado no creen en tal pueblo. No lo mencionan ni una sola vez en su texto.
El Preámbulo del Tratado habla, de pasada, de los pueblos de Europa. El art. 3 señala como uno de los objetivos de la Unión el bienestar de sus pueblos. Más tarde, se establecen las funciones del defensor del pueblo europeo; está claro que en esa expresión el adjetivo `europeo' se refiere a la locución nominal `defensor del pueblo', no al sustantivo `pueblo'; no es el defensor del pueblo-europeo, sino el defensor-del-pueblo europeo. De nuevo el preámbulo de la Parte II vuelve a hablar de los pueblos de Europa. En su articulado, esa parte retoma las competencias del defensor del pueblo europeo. Finalmente, reaparece la locución `los pueblos europeos' en la Parte III (concretamente en el art. 280.2.a sobre asuntos culturales); y en esa parte vuelve a hablarse profusamente (sobre todo en el art. 335) del nombramiento y de las tareas del defensor del pueblo. (La técnica legislativa del Tratado es sumamente deficiente.)
La vida democrática de la Unión viene regulada en el título VI de la Parte I del Tratado. Y el capítulo I del título VI de la Parte III desarrolla los detalles del funcionamiento de las instituciones paneuropeas. En esos pasajes hemos de buscar la democracia que quepa hallar en el Tratado, o los elementos que, aunque sea en un sentido lato y derivado, quepa juzgar democráticos.
Uno de los rasgos comunes a cualesquiera estados de los que se consideran convencionalmente democráticos es que tiene vigencia en ellos un principio de división de poderes. No es menester abrazar el dogma de la separación de poderes, cuya insostenibilidad ha sido analizada por la doctrina. No hace falta comulgar con las ideas o los argumentos de Montesquieu en su obra clásica L'esprit des lois. El principio de división de poderes no depende de una teoría particular como la del genial pensador francés, ni de unos mecanismos determinados, ni compromete a un esquema rígido que imponga un canon inaplicable de separación a ultranza. La idea básica la articularon las repúblicas antiguas como la ateniense y la romana, y consiste en que haya una pluralidad de órganos políticos de gobierno, con funciones deslindadas y con mecanismos diferentes para su provisión, de suerte que ninguno concentre en sus manos un poder excesivo.
En los estados modernos, esa división de poderes se materializa en la demarcación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial --pudiendo añadirse otros como el moderador, el de control y el garantizador. Interésanos aquí el deslindamiento de los poderes ejecutivo y legislativo.
Es verdad que esa división está muy erosionada en constituciones como la española de 1978, y mucho más en la aplicación de la misma, flagrantemente violatoria del espíritu del texto constitucional. Mas al menos en principio sí se da.
En cambio, el Tratado constitucional europeo elimina esa división de poderes. La única institución democrática de la Unión, el Parlamento, tiene únicamente una competencia co-legislativa. Comparte el poder legislativo y el presupuestario con el Consejo [de ministros].
Es más, también adquiere poderes legislativos con el Tratado la Comisión de Bruselas --que ni es elegida por los pueblos europeos ni está integrada por gobernantes elegidos--. Esa Comisión se regula en el art. 26 (y muchos otros pasajes del texto) con una enorme amplitud de poderes. El art. 34.1 le asigna el monopolio de la iniciativa legislativa europea. El art. 36 le atribuye un poder legislativo delegado. A ello se unen los poderes ejecutivos del Consejo Europeo (de jefes de estado y de gobierno), del Consejo [de ministros] y de la Comisión de Bruselas.
También está el Banco Central europeo --que se parapeta como un baluarte inexpugnable de la ortodoxia monetarista, y cuya misión es velar, no porque la moneda sirva a la vida de la gente, sino porque la vida de la gente sirva a la moneda y a su estabilidad (art. 30.1 y art. 185). Pues bien, al Banco se le confieren también atribuciones de iniciativa legislativa (art. 34.3).
A eso queda reducida la vida democrática de la Unión, o sea a que la única institución de elección popular, el Parlamento, tenga un cierto papel legislativo y otras funciones, pero no la capacidad de dictar leyes europeas por sí solo.
Los demás artículos en que los redactores del Tratado quieren ver una vida democrática de la Unión (45 y siguientes) no hacen sino patentizar que todo eso es paja y relleno, que se ha puesto por poner, que es huera palabrería. Los autores del texto están poco convencidos de esas ideas y las enuncian de manera torpe, retorcida, vacía y pomposa, sin comprometerse a nada.
Invitaría yo a quienes vean democracia en el funcionamiento de la Unión europea --según las previsiones constitucionales del Tratado-- a que, si eso les parece democracia, aboguen, dentro de sus países respectivos, por enmiendas constitucionales que desemboquen en un sistema así, un sistema en el cual el parlamento sea un mero co-legislador junto con el Consejo de ministros, habiendo una inelecta comisión de gobierno --que no sería ni siquiera ese consejo de ministros-- dotada del monopolio de iniciativa legislativa y, en ciertos casos, del poder de legislación derivada. Un régimen así es claramente oligárquico, no democrático.
§13.-- La política militar de la Unión europea
El título V de la Parte III del Tratado se consagra a planear los grandes lineamientos de la política exterior de la Unión. En este texto se acuña el eufemismo de llamar `política exterior' a la política militar, y `ministro de asuntos exteriores' al ministro de la guerra. Una lectura atenta y reiterada de los pasajes donde figuran esas locuciones permite atestiguar que eso es así. Esos pasajes están llenos de circunloquios formulados en lo que los franceses llaman `la langue de bois'.
El art. 292 enuncia y anuncia las futuras campañas militares de la Unión para fomentar la democracia y (según lo vimos en §6) para hacer respetar la dignidad humana (ya examinamos en §5 cómo la conciben los autores del texto). A pesar de que hay una referencia a la Carta de las Naciones Unidas, el hecho es que las recientes guerras de agresión contra estados soberanos internacionalmente reconocidos han sido presentadas por los perpetradores como actos conformes a la Carta de la ONU; y ningún estado europeo ha propuesto una moción al Consejo de Seguridad ni a la Asamblea General calificando esas agresiones como violaciones de la Carta. El que la mayoría de esos estados no se hayan sumado --o lo hayan hecho sólo a medias-- a algunas de esas agresiones no significa, pues, que la Unión las juzgue violatorias de la Carta de la ONU, sino inoportunas, prematuras, mal ejecutadas, o inconvenientes.
La Unión quiere promover acciones militares más sólidas, mejor coordinadas, que signifiquen `soluciones multilaterales a los problemas comunes' (art. 292.1).
El art. 292.2 dice a las claras que la Unión ejecutará acciones con el fin de: (a) defender sus valores, sus intereses fundamentales y su seguridad; (b) establecer la democracia; (c) prevenir conflictos; (d) hacer sostenible el desarrollo (supongo que moderándolo cuando un estado no miembro aspire a una tasa excesiva de crecimiento económico); (e) suprimir obstáculos al comercio internacional (lo cual llevaría a intervenir contra un estado que limitara las exportaciones de cierto metal juzgado indispensable por la Unión); (f) introducir medidas de gestión sostenible de los recursos naturales mundiales (de nuevo se amenaza a los estados cuya gestión de sus propios recursos naturales no sea conforme con el canon europeo de sostenibilidad); (g) ayudar a poblaciones víctimas de catástrofes; y (h) promover una buena gobernanza mundial.
El programa diseñado es el de una cadena de frecuentes intervenciones militares con un inagotable cúmulo de motivos o pretextos. Hay que recordar que, al formarse la Comunidad Económica Europea en 1957, las potencias signatarias poseían un enorme imperio colonial que luego han perdido, y hay que añadir los imperios coloniales inglés y portugués (el Reino Unido ingresó 4 lustros después en la comunidad europea; Portugal, 6 lustros después). En 1957 eran posesiones coloniales europeas, entre otros, estos estados: Guinea, Cabo Verde, Gabón, Zimbabue, Argelia, el Congo, Tanzania, Quenia, Mozambique, Angola, Costa de Marfil, el Camerún, Nigeria, Sierra Leona, Benín (Dahomey), Togo, Alto Volta (hoy Burquina-Faso), Uganda, el Senegal, el Sudán francés (Malí), Ruanda, Urundi, Mauritania, Somalia, Adén, Cuvait, las 3 Guayanas, Jamaica, Trinidad, Madagascar, Mauricio y demás Islas Mascareñas, Nueva Guinea, Nauru, Fiyi, etc. (Y se acababan de independizar Marruecos, Túnez, Gana, Vietnam, Laos, Camboya; y, pocos años antes, la India, Birmania, Indonesia, Siria, Libia, Jordania.)
Leyendo el nuevo programa de intervenciones militares es difícil escapar a la impresión de que se trata ahora de reconquistar todo eso. Los imperios europeos se resignaron a irse de las colonias por requerimientos de la guerra fría, y por las derrotas que habían sufrido en Indonesia, Indochina, Argelia, Angola, Mozambique y Guinea-Bisau, aunque, en cambio, las campañas colonialistas de exterminio de las poblaciones insurrectas tuvieron éxito en otros lugares (Camerún --la UPC--, Madagascar, antes Malaca, en parte Quenia --el MauMau--). Ciertamente la descolonización fue a regañadientes y, en buena medida, ilusoria y nominal. Ahora asistimos a un nuevo plan de reconquista colonial.
¿Está fundada mi interpretación del texto? Cuando éste dice `acciones' ¿hay que entender expediciones armadas?
El art. 293 establece que --basándose en los principios y objetivos enumerados en el art. 292 (que acabo de sintetizar)-- el Consejo Europeo (o sea: la junta de jefes de estado y de gobierno) determinará los objetivos estratégicos de la Unión. Por si el término `estratégico' no fuera bastante explícito, añade ese artículo que, al definir esa estrategia, las decisiones del Consejo Europeo `tratarán de la política exterior y de seguridad' y `definirán su duración y los medios que deberán facilitar la Unión y los estados miembros'.
Todavía se está hablando con medias palabras. El art. 294 obliga a los estados miembros a apoyar `activamente y sin reservas la política exterior y de seguridad común', precisando: `la Unión llevará a cabo la política exterior y de seguridad común [...] adoptando decisiones europeas por las que se establezcan [...] las acciones que va a realizar la Unión'. Y, como todavía no se ha pronunciado la palabra, ésta cae en el art. 295: `también respecto a los asuntos que tengan repercusiones en el ámbito de la defensa', puntualizándose: `Si un acontecimiento internacional así lo exige, el presidente del Consejo Europeo convocará una reunión extraordinaria del Consejo Europeo para definir las líneas estratégicas de la política de la Unión ante dicho acontecimiento'.
El acontecimiento que suscitaría tales alarmas y líneas estratégicas no va a ser una epidemia de peste avícola en Indochina, claro, ni la estrategia es el envío de vacunas o la apertura de una línea de crédito. Estamos en otro contexto, aunque todo se diga como quien no lo está diciendo. Sigamos leyendo. El art. 296.1 encomienda al ministro de asuntos exteriores contribuir a ejecutar esas decisiones; el art. 297.1 precisa que se está hablando de una situación que exija una acción operativa de la Unión, ante la cual el Consejo [parece que no el Consejo Europeo, sino el Consejo, o sea el Consejo de ministros] adoptará las decisiones europeas necesarias fijando `los objetivos, el alcance y los medios que haya que facilitar a la Unión', decisiones que (art. 297.2) serán vinculantes para los estados miembros. También se prevé que la intervención armada pueda ser unilateralmente iniciada por un estado miembro con carácter de urgencia (art. 297.4), eximiéndose, en casos excepcionales, de contribuir al esfuerzo bélico a un estado miembro (art. 297.5) que tenga dificultades importantes para aplicar una de tales decisiones intervencionistas europeas (p.ej. por una viva oposición de la opinión pública). El art. 299 prevé las intervenciones rápidas.
¿Que no se está hablando de expediciones militares? El art. 300.4 --en relación con varios detalles de procedimiento referentes a todo este engorroso plan-- aclara que algunas reglas de procedimiento `no se aplicarán a las decisiones que tengan repercusiones militares o en el ámbito de la defensa'. ¡Por fin se soltó el vocablo tabú! Ulteriores artículos hablan de `la dirección estratégica de las operaciones' (art. 307.2) y --por si cupiera duda o alguien pudiera llamarse andana-- profiere con rotundidad (art. 309.1):
En su redacción pesada, sinuosa, helicoidal y reiterativa --fruto de la peor herencia europea-- los redactores del Tratado insisten (art. 309.2) en que el ministro de asuntos exteriores de la Unión se hará cargo de la coordinación de los aspectos civiles y militares de dichas misiones.
Algunas de tales misiones de reconquista colonial podrán confiarse a un determinado grupo de estados (art. 310). No se dice que hayan de ser todos ellos estados miembros. Pueden ser otros aliados atlánticos que compartan los mismos intereses.
Para posibilitar esas misiones se crea (art. 311) la Agencia Europea de Defensa, a fin de desarrollar el armamento que se utilizará en las expediciones. La agencia identificará los objetivos de capacidades militares (art. 311.1.a) y las necesidades operativas (311.1.b), establecerá los proyectos multilaterales para cumplir los objetivos de capacidades militares (art. 311.1.d) y mejorará la eficacia de los gastos militares (art. 311.1.e). Ciertos estados miembros vienen obligados (art. 312.1) a asumir compromisos en materia de capacidades militares.
Hay, empero, compromisos militares que asumen todos los estados signatarios de este Tratado. El art. 40 (volvemos a la Parte I) estipula (anticipando los detalles que acabamos de ver en los párrafos precedentes): `La Unión europea llevará a cabo una política exterior y de seguridad común basada en el desarrollo de la solidaridad política mutua de los estados miembros, en la identificación de los asuntos que presenten un interés general'; para lo cual el Consejo Europeo `determinará los intereses estratégicos de la Unión y fijará los objetivos de política exterior y de seguridad común'; sobre esa base el Consejo de ministros elaborará esa política de intervenciones militares `en el marco de las líneas estratégicas establecidas por el Consejo Europeo y conforme a lo dispuesto en la Parte III' (que es lo que hemos visto en los párrafos precedentes).
Tiene mucha importancia el mandato del art. 40.5 que constriñe a los estados a concertarse `sobre todo asunto de política exterior y de seguridad que presente un interés general con vistas a establecer un esquema común'. Y se añade:
Las «actuaciones» por emprender y que requieren tanta consulta y concertación no son el envío de ambulancias de la Cruz Roja, ni el de buques de exploración. Está claro que la estipulación del art. 40.5 fuerza a todos los estados miembros a ser solidarios entre sí en las empresas bélicas de reconquista colonial. Para más explicitud, el art. 41 recalca que habrá de articularse una `política común de seguridad y defensa' con `una capacidad operativa basada en medios civiles y militares', precisando: `La Unión podrá recurrir a dichos medios en misiones fuera de la Unión que tengan por objetivo garantizar el mantenimiento de la paz, la prevención de conflictos y el fortalecimiento de la seguridad internacional'. Nos vienen a la mente las últimas guerras: Yugoslavia, Afganistán, Mesopotamia, la intervención francesa en Costa de Marfil, la intervención multilateral contra el régimen democrático constitucional en Haití y otras que se perfilan en el horizonte.
Para interpretar ese cúmulo de estipulaciones ha de tenerse en cuenta no sólo lo que se dice sino también todo lo que se calla. La constitución europea:
Para que no se piense que esa política militar de la Unión europea vaya a desligarla de la alianza atlántica --¡al revés!--, el art. 41.2 constitucionaliza el vínculo transatlántico: `La política de la Unión [de seguridad y defensa] con arreglo al presente artículo no afectará al carácter específico de la política de seguridad y defensa de determinados estados miembros [léase: Inglaterra], respetará las obligaciones derivadas del Tratado del Atlántico Norte para determinados estados miembros que consideran que su defensa común se realiza en el marco de la organización del Tratado del Atlántico norte y será compatible con la política común de seguridad y defensa en dicho marco'.
El estatuto de Bayona fue redactado por Napoleón en 1808 y enunciado formalmente como una constitución otorgada por su hermano, rey nominal de España bajo el título de `José I'. Ese Estatuto disponía en su art. 124: `Habrá una alianza defensiva y ofensiva perpetuamente, tanto por tierra como por mar, entre Francia y España'. España quedaba así constitucionalmente atada a Francia; Francia no quedaba constitucionalmente atada a España, ni siquiera sobre el papel.
Por esta constitución europea, Europa queda constitucionalmente atada a la NATO, y por lo tanto a los EE.UU de América. Los EE.UU de América no están constitucionalmente ligados a Europa.
Mas, por si alguno cree que esas disposiciones no vinculan a los estados de la Unión nominalmente neutrales (Finlandia, Irlanda, Austria, Suecia), el art. 41.3 impone a todos los estados miembros poner `a disposición de la Unión, a efectos de la aplicación de la política común de seguridad y defensa, capacidades civiles y militares'. `Los estados miembros se comprometen a mejorar progresivamente sus capacidades militares', y la agencia europea de defensa, sostenida por los impuestos de todos los habitantes de la Unión, velará por aumentar el armamento y mejorar las capacidades militares.
Algunas de esas expediciones de reconquista colonial podrá no emprenderlas formalmente la Unión. En efecto, el art. 41.3 establece: `El Consejo podrá encomendar la realización de una misión, en el marco de la Unión, a un grupo de estados miembros a fin de defender los valores y favorecer los intereses de la Unión'. Pero habrá (art. 41.6) miembros de primera, `que cumplan criterios más elevados de capacidades militares y que hayan suscrito compromisos más vinculantes en la materia para realizar las misiones más exigentes'; ellos `establecerán una cooperación estructurada permanente en el marco de la Unión'.
§14.-- La Unión se incauta de los recursos biológicos marinos
La codificación tiene el significado de que constitucionaliza pautas que, si no, podrían ser pasajeras, y durar lo que duren las líneas de la ortodoxia monetarista hoy imperante. Al recogerlas y entronizarlas, el Tratado constitucional las deja blindadas y las pone al resguardo de nuevas ideas menos dogmáticas, menos rígidas, más humanas.
Es de destacar, de entre todo eso, un solo punto: la iniquidad que se da en que la riqueza marítima biológica de los estados miembros sea incautada por la Unión (art. 13.1.d). Con respecto a esa riqueza la competencia de la Unión es exclusiva, mientras que no se convierten en patrimonio común los recursos marítimos minerales (yacimientos submarinos) ni las riquezas mineras del subsuelo ni las aéreas, biológicas u otras.
Hay en eso una flagrante injusticia, un atropello. Entiendo que se diga que lo que está en la tierra es de esa tierra, y lo que está por encima, por debajo o al lado sea de todos; con ese criterio cada país conservaría su agro, su industria, sus servicios, y serían de todos el subsuelo, la riqueza aérea y la marítima. Pero que nada de todo eso pase a ser patrimonio común salvo únicamente la riqueza marítima biológica implica una discriminación contra los estados que, por su geografía y su historia, tienen un porcentaje más elevado de su riqueza en ese campo.
Los países así expropiados son sobre todo los peninsulares e insulares: Malta, Chipre, España, Inglaterra, Irlanda, Italia, Grecia y Dinamarca; la posición privilegiada y sui generis de ésta última la pone a salvo de muchos atropellos a los que son vulnerables los demás países insulares y peninsulares, especialmente aquellos que, recipiendarios de ayuda, no pueden porfiar ni regatear.
Ese trato desigual, esa discriminación, viene agravada por la normativa constitucional en materia de sociedades mercantiles arts. 140ss). Las sociedades constituidas en un estado miembro y cuyo domicilio se encuentre dentro de la Unión (aunque sea --¡nótese!-- en otro estado miembro) quedan equiparadas, por el art. 142, a las personas físicas nacionales de los estados miembros, siempre que persigan un fin lucrativo (Discriminación positiva a favor de las entidades que carezcan de finalidades altruistas.)
Eso hace que la confiscación de la riqueza marítima biológica de un país como España pueda dar lugar a regulaciones y cuotas pesqueras en las que el cupo de personas físicas nacionales de España habrá de incluir a todas las sociedades mercantiles de cualquier estado miembro, aunque tengan un domicilio social ficticio en un estado y se constituyan conforme a la legislación de un tercer estado, en una típica operación de fraude societario, amparado por la libertad de establecimiento (v. art. 137 que prohíbe las restricciones a la libertad de establecimiento, y que expresamente extiende esa protección a las sucursales o filiales); el art. 138 explicita esa libertad de establecimiento estipulando incluso el derecho (art. 138.2.e) de las sociedades mercantiles, aun las de domicilio ficticio, a adquirir y explotar bienes inmuebles situados en el territorio de cualquier estado miembro --con una salvedad para los objetivos de la política agrícola común regulada en el art. 227. Eso significa que podrán a todos los efectos figurar como empresas afincadas en España sociedades de explotación marítima biológica fraudulentamente constituidas según la ley finesa con domicilio nominal en Italia por un grupo de alemanes y daneses, beneficiándose del cupo asignado a España.
§15.-- La conclusión se deja al lector
Nota
Por la presente Nota el autor de este artículo, Lorenzo Peña, Investigador Científico del CSIC, se reserva la propiedad intelectual del mismo, junto con todos los derechos que le otorga la Ley de Propiedad Intelectual, salvo aquellos que vengan expresa y claramente transferidos al usuario de este documento por la presente Nota.
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