Si bien la política exterior es uno de los ámbitos del poder que preponderantemente vienen abarcados por la prerrogativa soberana del monarca, aún más marcada es su potestad de intervención en todo lo militar. No sólo el Rey está investido con el Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, no sólo es el único Capitán General de los tres ejércitos, sino que preside el Consejo (antes Junta) de Defensa Nacional --órgano un poco en la sombra pero que impone las grandes líneas de toda la actuación militar dentro y fuera de España.
Los ministerios de Defensa y de Asuntos Exteriores son, pues, ministerios de soberanía, incumbiendo al Jefe del Estado un papel especial en la selección de los respectivos ministros. Sería erróneo, no obstante, creer que ahí terminan los poderes de la Corona. Según la constitución de 1978, al Rey le corresponde un poder moderador y arbitral, en todas las esferas y por encima de todos los demás poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial).
Sólo al Monarca corresponde la decisión de sancionar y promulgar las leyes, o no hacerlo. Sólo él tiene la competencia de sancionar, o no, los decretos aprobados en consejo de ministros.
¿Qué pasa si un consejo de ministros aprueba un decreto que el Soberano está dispuesto a vetar? No pasa nada; simplemente el decreto no será sancionado ni promulgado. Ningún ocupante de la Moncloa lo ignora. Por eso cualquier presidente del gobierno consensuará previamente con el Monarca el contenido que se vaya a aprobar, raspando o eliminando lo que pueda desagradar en Palacio, u ofreciendo, a cambio, otras medidas en otros campos de interés regio.
Eso explica que, desde la Jefatura del Estado, se marquen las grandes pautas de la política española, en lo interior y en lo internacional. El eje de toda esa política es el alineamiento con Washington, o --en palabras regias-- el vínculo transatlántico: «España considera que el fortalecimiento del vínculo trasatlántico, que representa la OTAN, y la acción concertada de Europa y los Estados Unidos, resultan esenciales»: discurso regio en el Palacio Real de Madrid el 21 de enero de 2004 ante el Cuerpo Diplomático -ABC, 2004-01-22; vínculo que se extiende --según dictamen del Poder Moderador (ibidem)-- al «desempeño de tan nobles misiones» militares (a la sazón, particularmente, la participación de tropas españolas en la represión contra el levantamiento del pueblo de Mesopotamia).
En las alocuciones regias ese vínculo transatlántico se ha recalcado hasta la saciedad como un imperativo absoluto de la política española, al cual han de sujetarse todas las actuaciones de los poderes públicos. Así, el miércoles 14 de enero de este mismo año 2007 Su Majestad volvía a trazar esa directriz de obligado cumplimiento: «Junto al desarrollo de nuestra identidad europea, [...] España otorga una gran importancia al vínculo trasatlántico y a la amistad con los EE.UU.» (Esto último es un pleonasmo --por si alguien no se quería enterar de que ese vínculo significa la alianza con nuestro enemigo histórico, los estados unidos de América).
La necesidad de refrendo ministerial de los actos del Soberano sólo se aplica, evidentemente, a los mandamientos reales que se publiquen en el boletín oficial del Estado. Hay muchas otras actuaciones vinculantes del Monarca que tienen consecuencias insoslayables y se manifiestan sobre todo oralmente; para ellas el refrendo, si se da, queda en la sombra. El suceso de Santiago ha probado que, en ocasiones --deliberadas o improvisadas, mas asumidas sin ningún control de ministro alguno--, esas actuaciones pueden ser decisivas para España, para sus relaciones con otros países; y no hace falta demasiada perspicacia para conjeturar que también se dan actuaciones así dentro de nuestra Patria, en los procesos negociadores, donde y cuando se toman las grandes decisiones que luego se someten, por la forma, a uno u otro tipo de validación democrática o, al menos, electoral.
Hay que añadir todas las omisiones regias, que por su propia naturaleza no son refrendables.
Es verdad que, por un avatar de la lucha política, desde la primavera del año 2004 preside el gobierno un hombre en quien no puede confiar la oligarquía financiera y terrateniente (en el poder desde 1939); un hombre que, por primera vez en este reinado, ha tomado algunas iniciativas positivas (aunque sólo lo sean a medias): retirada de las tropas de Irak; ley de memoria histórica; algunas medidas en materia de inmigración, derecho laboral, solidaridad social y salud pública; buenas relaciones con gobiernos antiimperialistas de América Latina; proceso para una solución pacífica al conflicto vasco (fracasado a la postre por la intransigencia de los fanáticos, posiblemente instrumentalizados por Washington); modernización de España y mejora del medio ambiente, mediante los trenes de alta velocidad; defensa de los intereses nacionales frente a los magnates de la finanza de las potencias imperialistas (veto a la absorción de ENDESA por E.ON).
El voto popular en 2004 ha conseguido esos pocos logros. Nada de eso irá muy lejos. La Reacción aúlla y se abalanza con frenesí. Pero sobre todo el Poder Moderador vela.
No cuestiono las buenas intenciones del equipo actual de la Moncloa (aunque sí las de la mayoría de los ministros). Mas --igual que les sucedió a los liberales en 1812, 1820, 1836, 1854, 1910 y tantas otras veces-- esas aspiraciones progresistas chocan con los dictados supremos del Trono borbónico.
Y eso nos lleva a replantear la necesidad de la República, en la cual no hay ningún poder arbitral por encima de los que elija el pueblo español.