En mi libro Estudios republicanos, y en otros escritos he sostenido que la conjura que provocó la guerra civil española de 1936-39 fue maquinada e inducida por Su Exiliada Majestad, Don Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena.
¿En qué me he basado? Ni en datos directos ni en la opinión de los historiadores, sino en inferencias, que no dejan de encerrar cierto grado de suposición. Pruebas, lo que se dice pruebas, no he tenido.
Muchos historiadores evocan, ¿cómo no?, hechos más o menos incidentales en los que asoma la actuación personal del exiliado rey en uno u otro momento de la larga preparación de la trama conspiratoria, la cual fue atravesando fases muy distintas en los sucesivos períodos de la II República, desde abril de 1931. Sin embargo --en la bibliografía que yo he leído-- tales evocaciones momentáneas no pasan de ser destellos fugaces, que no parecen interesar sobremanera, como si don Alfonso permaneciera en general letárgico, inactivo, hibernando, y sólo efímeramente fuera sacudido de ese sopor por el aguijón de alguno de sus secuaces del interior.
No me cabe duda de que un estudio historiográfico profundo del asunto requeriría enfrascarse en los archivos de la familia Borbón, los cuales o están cerrados a cal y canto --y, en tal hipótesis, posiblemente, a estas alturas, transformados en ficheros digitalizados, en clave, a buen recaudo en alguna fortaleza electrónica de los Estados Unidos, p.ej-- o, si no, ya han sido destruidos.
Una confirmación de mi tesis viene a aportarla un reciente libro del extremeño Enrique Sacanell Ruiz de Apodaca: 1936: La Conspiración, Madrid: Síntesis, 2008 (192 pp).
En la vida civil, Enrique Sacanell es diplomado en turismo y coordinador de turismo del Ayuntamiento de Benidorm. En la militar, es oficial del Ejército en la Reserva Voluntaria con el grado de alférez. Es sobrino del general José Sanjurjo Sacanell, Marqués del Rif (1872-1936), predestinado a encabezar la sublevación militar, cosa que no pudo hacer por morir en accidente aéreo.
Enrique Sacanell consagró años atrás a su difunto tío la biografía El General Sanjurjo: Héroe y víctima (La Esfera de los Libros, 2004). Sacanell nos ofrece ahora un libro mal escrito y carente de técnica científica, pero interesantísimo, que se lee de un tirón pese a sus muchos defectos de redacción, y que claramente se basa en datos sólidos. Y es que el autor --además de ser estudiante de historia y haber consultado otros archivos-- no sólo tiene un inigualable conocimiento de primera mano del archivo del marqués del Rif y de toda la familia Sanjurjo, sino que, además --por pertenecer a ese círculo familiar y oligárquico-militar--, ha recibido muchísimas confidencias de allegados o descendientes de altos personajes del bando vencedor de la guerra civil.
Es humano --y ha de mirarse con indulgencia-- que Sacanell trate de salvar el honor de su tío, si bien no oculta del todo sus defectos. Verdad es que el Marqués fue un hombre con varios méritos. Su carrera militar se traza en la guerra de conquista de la estrecha franja mediterránea de Marruecos (el Rif), en la que Alfonso XIII se empeña, a partir de 1909, en aventurar a su Patria, no tanto por presuntos intereses económicos (de escasa cuantía) cuanto por ambiciones de la casta militar y para complacer a sus amigos, los imperialistas anglo-franceses, que vieron en el protectorado español en esas áridas y angostas comarcas un modo de favorecer el dominio francés sobre la casi totalidad del sultanato alahuita apaciguando, a la vez, las suspicacias del Kaiser alemán.
Sanjurjo comienza así, como capitán en 1909, un ascenso fulgurante que le valdrá dos cruces laureadas de San Fernando y el marquesado del Rif, así como hacerse el cabecilla de toda la camada de oficiales africanistas: Goded, Mola, Varela, Sanz de Larín, Aranda, Franco y así sucesivamente. Apoyó, desde la capitanía general de Zaragoza, el golpe de Primo de Rivera del 13 de septiembre de 1923. Hombre de confianza del régimen primorriverista, mandó las tropas que efectuaron el desembarco de Alhucemas del 10 de agosto de 1927, las cuales, como auxiliares del ejército colonialista francés, aplastaron a Abdel Krim, poniendo así fin a la guerra de Marruecos.
El éxito de tal empresa lleva a Sanjurjo a la dirección general de la Guardia Civil, a cuyo frente asiste impotente a la revolución popular pacífica de abril de 1931 que forzó a don Alfonso XIII a salir de España.
Sanjurjo, como es bien sabido, llevará a cabo el 10 de agosto de 1932 un primer levantamiento armado contra la República, que, si, bajo su mando, triunfó momentáneamente en Sevilla, fue, no obstante, una intentona generalizada de golpe de Estado militar, en el cual se trató de asaltar por la fuerza los centros del poder en toda España, si bien sólo en la ciudad hispalense se consiguió, y eso un solo día, pues la huelga general derrotó a la asonada golpista.
Fracasado el intento de golpe de Estado borbónico, quedó claro que, en lo sucesivo, ya no podría repetirse, sino que había que intentar otra solución. ¿Cuál? La guerra civil. Un levantamiento armado que ocupara inicialmente una parte del territorio español --principalmente las posesiones en África-- para, en el campo de batalla, derrotar y destruir al enemigo, el populacho republicano, a fin de restablecer así el cetro de la casa de Borbón.
Con ello llego a la segunda de mis tesis sobre la contienda de 1936, que no sólo no parece tampoco haber sido abordada en serio por los historiadores, sino hasta, a menudo, negada --explícita o implícitamente--: que lo que tramaron los monárquicos, falangistas y militares conjurados en 1936 no fue, en absoluto, un golpe de Estado, una operación rápida de asalto a las instituciones, sino un levantamiento en armas para el desencadenamiento de una guerra civil.
La guerra civil no fue sobrevenida; no resultó ser un desenlace inesperado que, azarosamente, se produjera por el previo fracaso de un intento de golpe de Estado. No hubo, ni podía haber, tal intento. Lo que se intentó y se logró fue la guerra civil. Ni Sanjurjo ni ninguno de los demás cabecillas de la sublevación --ni su instigador desde Roma, don Alfonso XIII-- eran tontos o ingenuos. Todos ellos sabían sacar deducciones. Y las habían sacado. La sanjurjada de 1932 los había conducido, atando cabos, a la conclusión evidente: ningún golpe de Estado podría tener éxito.
Durante el bienio conservador de la República, entre diciembre de 1933 y enero de 1936, algunas de las fuerzas reaccionarias tuvieron esperanzas de escalar el poder por la vía legal, para así abrir un cauce a la restauración monárquica, como en Grecia en 1935. Lo frustró la firmeza del presidente D. Niceto Alcalá-Zamora, quien --en uso legítimo de su potestad presidencial-- se negó a que Gil Robles fuera jefe del gobierno.
El triunfo electoral del Frente Popular del 16 de febrero de 1936 puso fin a esos titubeos, arrojando a esos sectores del catolicismo oficial a los brazos de la conspiración monárquica, la cual no había dejado de urdirse desde abril de 1931.
Pues bien, esta segunda tesis también viene plenamente confirmada por el libro de Sacanell, 1936: La Conspiración. Voy a dedicar el resto de este ensayo a comentar diversos pasajes de dicho libro. Veamos lo que nos dice en las pp. 18-19:
La referencia al libro de Ansón es: Luis Mª Ansón, Don Juan, Barcelona: Plaza y Janés, 1994. Continúa afirmando Sacanell (pp. 19-20):
Un par de párrafos más abajo (en las pp. 20-21) prosigue nuestro autor:
Unas líneas más abajo (pp. 21-22), Sacanell continúa:
Sacanell también nos informa de cómo el general Mola había aprovechado el mando de las fuerzas españolas en Marruecos --que se le había otorgado durante el bienio conservador-- para, inculcando en la guarnición el espíritu de levantamiento armado contra la República, urdir la conspiración, igual que, desde marzo de 1936, seguirá haciendo en su nuevo destino en Pamplona.
Fue perfeccionándose entonces la trama de la conjura, con un mejor sistema de reuniones clandestinas, enlaces secretos y claves, todo ello centralizado en Madrid, y con un plan claro de sublevación armada, siempre en el común entendimiento de que Sanjurjo sería el Jefe.
Ese plan, no obstante, se descomponía en dos alternativas: una centrípeta, más verosímil --la de atacar Madrid desde aquellas provincias en las que el alzamiento hubiera triunfado--; otra, mucho más dudosa, centrífuga: si la sublevación prosperaba en Madrid, entonces atacar desde la capital a las provincias donde hubiera sido derrotado. También se elabora un plan mixto, que Sanjurjo recibe en Estoril el 28 de marzo.
Que los conspiradores no esperaban triunfar en la capital de la República lo confirma Sacanell en la p. 111, al decir:
Vemos, pues, una minuciosa preparación de guerra civil, no de golpe de Estado. Quienes traman un golpe de Estado confiado a una guarnición militar en la capital de un Estado no le dan instrucciones de, al levantarse en armas, ausentarse de la capital. Al revés, un golpe de Estado se da tomando, en la capital, los resortes y centros del poder político. Y es que un golpe de Estado es una acción súbita por la cual, mediante el empleo ilegal de la fuerza, se impone una alteración en la gobernación del Estado, ya sea reemplazando violentamente al gobernante, ya sea dictándole un cambio de política (pronunciamiento). Puede ser cruento o incruento, pero, para ser un golpe, tiene necesariamente que ser rápido, realizado en el curso de unos días o unas horas.
Los conjurados monarco-militares a quienes coordinaba el general Mola (bajo los auspicios del general Sanjurjo y del rey exiliado en Roma) sabían, a ciencia cierta, que su acción no podría triunfar en toda España; estaban casi seguros de que no prosperaría en la I región militar (capitanía general de Madrid); por eso preparaban el desencadenamiento de hostilidades para imponerse en el campo de batalla. No podían anticipar, evidentemente, una guerra de varios años, porque una resistencia popular así era inconcebible a esas alturas --dada la correlación de fuerzas. Mas sí preveían guerra, aunque fuera de corta duración: «los rebeldes eran conscientes de que el golpe de Estado desembocaría inevitablemente en una guerra civil» (p. 33) --aunque, literalmente, la frase es un contrasentido, sobre todo en la hipótesis del plan centrípeto, que implica lógicamente que no se ha conseguido producir un golpe de Estado.
Más adelante Sacanell nos revela muchos otros pormenores de la conjura monárquica (pp. 33ss). Se fue precisando la trama del complot: la sublevación empezaría en las regiones IV y VI (Barcelona y Burgos), siendo secundada por la II, la III y la VII (Sevilla, Valencia y Valladolid).
Lo crucial es que la conjura fuera apoyada, como lo fue, por el rey D. Alfonso XIII. Ya dije más arriba que es mi convicción que, en realidad, Su Majestad venía urdiendo todo desde Roma, a través de Calvo Sotelo, Sáinz Rodríguez, Goicoechea, el conde de Vallellano y otros incondicionales de la Corona. (Me pregunto si esos planes no empezaron a germinar en su cerebro según viajaba de Madrid a Cartagena en la noche del 14 de abril de 1931.) Lo confirma cuanto nos cuenta el propio Sacanell en otro lugar del libro (pp. 132-133):
Ahora bien, Pedro Sáinz Rodríguez, futuro ministro de Franco, no daba ni un solo paso sin el visto bueno de su exiliada majestad, de la cual era uno de los más obedientes testaferros.
Volvamos ahora a otros detalles que nos cuenta Sacanell sobre los preparativos (p. 68):
¿Qué base tenía ese aserto de que en Alfonso XIII confluían las dos ramas (que será retomado en 1969 por quien entonces será proclamado sucesor del Caudillo a título de rey)?
Alfonso XIII era, por vía varonil, nieto del infante Francisco de Asís de Borbón y Borbón, --esposo y primo-hermano de Isabel II--, hijo del infante Francisco de Paula de Borbón y Borbón, quien era hermano tanto de Fernando VII cuanto del pretendiente Carlista Carlos Mª Isidro («Carlos V» para sus parciales).
El pretendiente Carlos Mª Isidro de Borbón y Borbón fue derrotado en la I guerra carlista, terminada en 1840. Cinco años después abdicó en su hijo, Carlos Luis de Borbón y Braganza, conde de Montemolín (o «Carlos VI» para sus leales), cuya renuncia en 1860 hace pasar el título de pretendiente a su hermano, Juan Carlos de Borbón y Braganza, sucedido por su hijo, Carlos Mª de Borbón y Austria-Este, o «Carlos VII», sucedido a su vez --ya en el exilio-- por su hijo Jaime Juan Carlos de Borbón y Borbón, duque de Anjou y de Madrid, quien fallece en octubre de 1931 sin hijos, pasando así la jefatura del linaje carlista a su tío carnal, Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este, duque de San Jaime y de Anjou, cuyo matrimonio con la princesa Nieves Braganza resultó estéril.
En 1931 don Alfonso Carlos hereda los tronos aspiraticios de España y de Francia a la provecta edad de 82 años, teniendo que optar por sendas denominaciones. Para el reino de Francia escoge, entonces, el título de «Carlos XII», pero para España no se decide a llamarse «Alfonso XII» --lo cual implicaba que Alfonso XIII era y había sido un antirrey--, ocurriéndosele, en aras de la concordia dinástica, titularse «Alfonso Carlos I» (una idea que será imitada en 1975 por su sobrino, el infante Juan Alfonso Carlos de Borbón y Borbón).
En el umbral de la muerte, Alfonso Carlos veía así pasar la sucesión carlista nada menos que a la otra rama con la que se había disputado el trono durante un siglo --si bien no por la descendencia femenina de Isabel II, sino por la varonil de su marido. Todo quedaba en casa, gracias a la acendrada y reiterada endogamia borbónica.
Alfonso Carlos quería reconocer como heredero a su sobrino Alfonso XIII, exigiéndole, a cambio, profesar los ideales del tradicionalismo, como así hizo. Pero le pedía también otra cosa que el exiliado monarca rehusó: admitir que su línea dinástica hubiera sido ilegítima hasta la muerte de Alfonso Carlos.
En ese embrollo --por cercanos que estuvieran ideológicamente en aspirar a una monarquía absolutista, alineada con el imperio alemán y el reino de Italia--, no podían ponerse de acuerdo.
Para derribar por la fuerza a la República se necesitaban los monárquicos de ambas ramas. Al borde de la fusión, el conflicto se habría resuelto con un acto de humildad de Alfonso XIII reconociendo la legitimidad de su anciano tío y renunciando a seguir titulándose «rey» hasta que éste muriera. No produciéndose tal cosa, incompatible con la soberbia de Alfonso XIII, Alfonso Carlos morirá atropellado en Viena en 1936 habiendo proclamado, no sucesor --porque la línea dinástica se extinguía con él--, sino regente a un pariente alejado, Francisco Javier de Borbón y Braganza, duque de Parma, quien bastantes años después se proclamará rey con el título de «Javier I».
Ante ese conflicto dinástico, los monárquicos españoles se veían ante un dilema en 1936. Querían derrocar a la República para restaurar la monarquía, pero divergían sobre quién sería el monarca; un dilema parecido había llevado a los realistas franceses a no poder restaurar la monarquía gala en 1871 (como hubieran podido hacer si hubieran estado de acuerdo entre sí, ya que contaban con amplia mayoría en la asamblea nacional).
No quedaba otra opción que juntarse en la conjura insurreccional antirrepublicana, mas con el propósito de establecer de momento una dictadura militar, una regencia que abriría el paso a la restauración de la Corona una vez resuelto el diferendo dinástico.
La figura ideal para esa empresa era el general Sanjurjo. Como lo recuerda Sacanell (p. 69), éste era descendiente de carlistas por ambos lados, paterno y materno. Ya su abuelo, Joaquín Sacanell, había mandado como coronel ciertas unidades rebeldes en Navarra durante la I guerra carlista; y su propio padre, Justo Sanjurjo, murió alzado en el ejército de la fe en la última carlistada. A la vez, Sanjurjo era un fiel adicto de Alfonso XIII.
En mayo de 1936, el duque de Parma, como representante de Alfonso Carlos, se entrevista en Estoril con Sanjurjo, llegándose a un pacto, que Sacanell nos describe como sigue (pp. 70-71).
En palabras de Juan Pedro Arraiza: «Logré su total adscripción [de Sanjurjo] a la Causa y que aceptara la suprema dirección de nuestro Alzamiento, que promoveríamos si llegaba el caso de que, colmada la medida, el Ejército no se sublevaba. Nuestro pacto fue sellado en conversación entre S.A.R. el príncipe don Javier en representación del Rey [Alfonso Carlos] y el general en un lugar de conspiración, de gratos recuerdos, en un hotel de Lisboa». En sucesivas conchabanzas se convino que Sanjurjo sería «regente si triunfara el movimiento» para más tarde votar por la forma de gobierno; la vaguedad de los términos indica que la opción que se dejaría al pueblo español --al cabo de un período más o menos largo de regencia del general Sanjurjo-- sería más bien entre uno y otro linaje borbónico. En otro lugar de su libro, Sacanell precisa esos planes:
Y en la página siguiente (134) agrega Sacanell:
Y más adelante restauración del Trono, mediante alguna consulta ratificadora entre sí y sí. Sabemos hoy que ese pacto se cumplirá --aunque en términos un poco diferentes--, sólo que el encargado de ejecutarlo no será Sanjurjo, providencialmente muerto en un accidente aéreo en julio de 1936 (al emprender vuelo para ponerse al frente del alzamiento). Su vacancia abría, más que una disputa, una incógnita, que se despejó al adueñarse Franco de esa jefatura de la insurgencia el 1 de octubre, habiendo ya, entre tanto, actuado como heredero político de Sanjurjo.
Los hilos sucesorios que llevan de Sanjurjo a Franco hay que verlos, principalmente, en la acción de los fieles de Alfonso XIII. Sacanell nos cuenta en las pp. 117ss cómo el avión que finalmente se usó para el viaje clandestino de Franco desde las Canarias al Marruecos español, el Dragon Rapide, fue alquilado por Juan de la Cierva y Luis Bolín, representante en Londres del dueño del ABC, marqués de Luca de Tena, actuando de enlace entre Mola, Alfonso XIII y Juan March, quien desembolsó el dinero, 2.000 libras esterlinas.
La operación pudo realizarse gracias a la cooperación de círculos nobiliarios y monárquicos de Inglaterra (en particular la Anglo-German Fellowship, que abarcaba a decenas de cortesanos de Palacio y miembros de la Cámara de los Lores así como a generales, almirantes y obispos anglicanos). Tales círculos también auspiciaban la sublevación en España. Intervinieron, como mediadores, Douglas Jerrold y el comandante Hugh Pollard, oficial del ejército británico. Uno u otro de ellos, o varios, actuaban además --casi con seguridad-- como agentes del espionaje británico, obviamente en el ajo de lo que se estaba urdiendo.
Sacanell nos cuenta los entresijos de aquella operación, cuyas vicisitudes él lamenta, porque ese mismo avión estaba, en principio, destinado a llevar a Sanjurjo desde Lisboa hasta algún aeropuerto de la zona ocupada por las tropas insurrectas de Mola. Tal era, según Sacanell, su misión inicial; mas surgió un contratiempo, siendo interceptado por el servicio aeroportuario español al hacer escala en Gamonal, aeródromo de Burgos: rodeado el aparato por la guardia de asalto, ésta se llevó detenido al co-piloto, Lizarza, bajo fuerte sospecha. En uno de tantos actos inexplicables de falta de vigilancia, las autoridades republicanas dejan escapar, sin embargo, al piloto, el aviador francés Lacombe, que había ocultado los documentos y a quien se permitió levantar el vuelo a bordo del mismo avión.
Sin embargo, el comandante a bordo era, al parecer, el capitán William Henry Bebb, de la Royal Air Force, no quedando nada clara la distribución de roles entre él y el mencionado Lacombe. Sea como fuere, la nueva escala fue la de Lisboa, donde aterrizó el aeroplano. En Estoril Luis Bolín se entrevista entonces con el general Sanjurjo, acordándose --según Casanell-- un cambio de destino del Dragon rapide: éste proseguiría su viaje hasta Casablanca (en el sur del Marruecos francés) aguardando allí hasta el día 15 de julio, señalado por Sanjurjo como el de estallido de la rebelión; entonces tomaría rumbo a las Canarias, recogería a Franco y lo llevaría al Marruecos español para acaudillar a las tropas sublevadas del Protectorado.
Mas, ¿volvería luego ese mismo hidroavión a utilizarse para, dando una nueva vuelta por Lisboa, recoger a Sanjurjo y conducirlo al Norte de España? Sacanell dice que, dado el percance de Gamonal, pareció preferible usar para ese cometido otro aeroplano. Mas, si el inconveniente de estar ya fichado el Dragon rapide se tenía en cuenta para un vuelo, ¿por qué no para el otro? Además, el viaje aéreo de Sanjurjo, ya desencadenada la guerra, de Lisboa al norte de España no parece que fuera obstaculizado por el fichaje del avión.
Puede, sin embargo, que haya otra razón, que Sacanell no evoca: ese hidroavión era demasiado grande para aterrizar en algún aeródromo improvisado de cualquier localidad provinciana; todavía no se sabía cuáles ciudades estaban bien controladas por los rebeldes y cuáles no. (V. Sacanell, ibid., p. 125 y p. 135, donde se nos cuenta que en el aeródromo de Burgos lo estará esperando Pedro Sáinz Rodríguez el día 20).
En su biografía Franco: «Caudillo de España» (trad. española, Barcelona: Grijalbo, 1994), Paul Preston nos suministra otras informaciones, no del todo concordantes. Según Preston, el flete del hidroavión fue gestionado por el diputado de la CEDA Francisco Herrera, junto con Luca de Tena, Bolín y Juan March, el cual le extendió un cheque en blanco. El avión fue pilotado por el capitán Bebb. Transportó a Franco de Canarias a Tetuán (con escalas en Agadir y Casablanca, sin que se explique la pasividad --si es que no complicidad-- de las autoridades coloniales francesas en tales idas y venidas, cuando las guarniciones militares del Marruecos español se habían sublevado la víspera).
Cualquiera que fuera el motivo, a pesar de que el Dragon Rapide voló de Tetuán a Lisboa a las pocas horas del aterrizaje de Franco, en la madrugada del 19 de julio, Sanjurjo decidió --aunque no sin oposiciones-- viajar con el aviador Ansaldo a bordo de la avioneta Puss-Moth pilotada por éste, que le había enviado Mola. Preston comenta: «Su diminuto biplano Puss Moth parecía una rara elección para la misión, toda vez que el Dragon Rapide utilizado por Franco acababa de aterrizar en Lisboa, seguramente con la intención de recoger a Sanjurjo. El viaje también pudo haberse hecho por carretera».
Este último aserto de Preston es problemático, porque no sólo el 20 de julio aún no controlaban perfectamente los sublevados las regiones de León y Castilla la Vieja --habiendo, por consiguiente, gran incertidumbre sobre las eventuales peripecias de ese itinerario en automóvil--, sino que tal viaje hubiera sido muy largo.
El 20 de julio, con Sanjurjo a bordo, despegaría dicha avioneta del insignificante campo de Marinha de Boca do Inferno, cerca de Cascais, habiéndose escogido ese lugar para pasar desapercibidos. El despegue --en unas pistas demasiado cortas y con un aeroplano sobrecargado por el equipaje de Sanjurjo-- salió mal, sucediendo el siniestro inmediatamente después, por un enganche de la hélice con las copas de unos árboles. La avioneta se estrelló. A Sanjurjo se le fracturó el cráneo, mientras que el piloto, Ansaldo, salvó la vida.
¿Había manipulado alguien el aparato para que los motores no adquirieran fuerza con suficiente rapidez? Tal es la clara insinuación de Sacanell, quien hilvana los hilos de una conjetura apenas velada: la de que se intervino, de un modo u otro, para tal manipulación o no se tomaron medidas contra un posible atentado anarquista. Nunca lo dice así, tal cual.
Dudo que tal hipótesis tenga fundamento. Así como el accidente aéreo del 3 de junio de 1937 en Alcocero, en el que Mola hallará la muerte, bien pudo ser maquinado por Franco --caudillo ya, a la sazón, de la zona sublevada y para cuya supremacía Mola seguía constituyendo un posible rival--, el poder de Franco en Lisboa en julio de 1936 me parece que era nulo.
¿Hay que desechar, entonces, los motivos de sospecha que expone Sacanell? Extraña que conspiradores tan astutos y empecinados incurrieran en ciertas ligerezas. Sin embargo, el ser humano tiene esas inconsecuencias. Nadie es perfecto, ni siquiera en el mal.
Muerto Sanjurjo, varios cabecillas de la cúpula monárquica, instigadora de la rebelión militar, transfirieron su adhesión a Mola. Cuéntanos Sacanell en la p. 164: «Sáinz Rodríguez, Antonio Goicoechea, José Yanguas, Jorge Vigón, Fernando Suárez de Tangil [conde de Vallellano], entre otros, decidirían, tras conocer el accidente aéreo en Portugal, ofrecer sus apoyos al general Mola ...»
Y otro detalle al respecto lo hallamos en la página siguiente:
Ese impresionante respaldo borbónico ¿iba dedicado a Mola personalmente o a la sublevación en su conjunto? Me inclino por lo segundo. El verdadero preferido de los monárquicos será Franco, desde el primer momento.
Tras aterrizar en Tetuán, Franco despacha a Roma a su acompañante y padrino de vuelo, el borbónico Luis Bolín, para que le pida ayuda al Duce (Sacanell, p. 166). La entrevista con el ministro conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini, se celebra gracias a la recomendación de Alfonso XIII. Preston (ibid., p. 201) proporciona otros datos, en parte divergentes y en parte complementarios: gracias a la carta de presentación de Alfonso XIII, Bolín y su acompañante, el marqués de Viana, fueron recibidos con entusiasmo por el conde Ciano.
Al principio hubo titubeos en la capital italiana; el dictador dudaba. Según Sacanell lo sacó de dudas el hecho de que toda la plana mayor borbónica respaldara la petición, de lo cual tuvo conocimiento por la llegada de la misión de J.I. Escobar a la que he aludido unos párrafos atrás (previamente concertada con Mola y toda la cúpula alfonsina). Preston, en cambio (ibid., p. 201), atribuye mayor efecto causal a las gestiones directas de Franco.
Sea como fuere, la ayuda se materializó (Sacanell, p. 167) el 30 de julio de 1936 con el envío a Franco de 12 aviones trimotores Savoia-Marchetti S-81, a los que se agregarán en agosto otros 36 modernos aparatos aéreos. En total (sigue informándonos Sacanell, p. 168) la ayuda italiana será de entre 600 y 700 aviones, entre 100 y 200 tanques, casi 2000 cañones, submarinos y buques, por valor de 7.500 millones de liras que el régimen franquista terminará de pagar muchos años después, en 1967. Asimismo el rey de Italia envió a 72.775 soldados a combatir en los ejércitos sublevados mandados por Franco.
No menos decisiva fue la ayuda alemana, en cuyo arranque --como también lo recuerda Sacanell, ibid., p. 168-- jugaron un papel destacado «la Auslandorganization y el influyente apoyo del entorno de Alfonso XIII». Al igual que los italianos, los alemanes favorecieron, desde el primer momento, a Franco por encima de los otros jefes del alzamiento. En el caso alemán existen otros datos --de los cuales no hace mención Sacanell--: los vínculos que, al parecer, mantenía con el espionaje alemán y con Canaris desde la I guerra mundial. Mas eso es secundario. Lo principal es lo que ha recogido Preston. Hay que recordar que Franco fue ahijado de bodas de Alfonso XIII (Preston, p. 64) y de Dª Victoria Eugenia de Battemberg, al casarse en Oviedo el 22 de octubre de 1923 (a seis semanas del golpe de Primo de Rivera).
Tras el paso del Estrecho en agosto de 1936, Franco aparece como el auténtico amigo de la nobleza y favorecedor de la causa monárquica (Preston, ibid., p. 207).
Se le pueden reprochar muchas cosas. Mas no que haya incumplido su promesa a los Borbones. Verdad es que, varios años más tarde, sobrevendrán disconformidades de algunos monárquicos, incluida la impaciencia del propio conde de Barcelona, por el plazo al que el caudillo sujetará el regreso de la dinastía expulsada en 1931: para cuando ya Dios no le diera vida a él.
Franco hacía lo que hace cualquier monarca. Él se había colado en la sucesión dinástica. Cualquier rey fuerza a su sucesor a esperar a su muerte para heredar (salvo casos excepcionales de abdicación). Si, gracias a él, iban a disfrutar nuevamente de la corona los vástagos de la casa de Borbón, bien podían aguardar mientras durase su propia vida; ellos tendrían, por delante, los siglos de los siglos para reinar en España.
He manifestado reiteradamente mi convicción de que fue Su Majestad el rey don Alfonso XIII, desde su exilio en la ciudad eterna, el que tramó la conspiración que acabó desencadenando la guerra civil. Entre otros lugares, cabe citar los siguientes: