Introducción:

Verdades abiertas, puños cerrados

Consideraciones solidaristas sobre el pacto social, la justificación del poder político y los compromisos contraídos por los gobernantes


Copyright © Lorenzo Peña 1999


Dícese que hay que juzgar a cada cual por lo que de hecho haga, y no por lo que crea hacer o haber hecho.

El aserto no es válido sin limitaciones, porque también la intención cuenta. No tratamos igual a quien nos da un golpe a sabiendas y con malicia que a quien lo hace por error, por un movimiento imprudente o por una circunstancia fortuita.

Mas sí es cierto que tampoco cabe atenerse únicamente a las intenciones ni desentenderse de la obligación que, viviendo en sociedad, tenemos de comportarnos con cierto cuidado para que nuestras buenas intenciones no se queden en meros deseos.

Conque es verdad (siempre que se matice) que hay que juzgar a los individuos y a los grupos más por lo que hacen que por lo que dicen hacer, sin que sirva para caracterizarlos atenerse a la opinión que ellos tengan de sí mismos. El criterio preferente de caracterización correcta (aunque no el único) es lo que efectivamente se hace. (Repito, eso sí: matizándolo, porque también cuentan las intenciones, aunque sea menos.)

Cuando un autor ofrece al público un cúmulo de escritos, el lector ha de juzgar lo que se le ofrece, no desde la opinión que tenga de sí mismo el autor, ni desde la intención que éste estampe en sus prólogos o dondequiera que sea, sino desde el dato objetivo de lo que efectivamente se está brindando, desde la valoración objetiva de las ideas ofrecidas, en los distintos ámbitos (su corrección o verdad, su relevancia, su pertinencia, su adecuación para servir como guía o pauta en determinadas tareas, etc).

Es, pues, secundario que el propio autor quiera aclarar sus intenciones, su línea, en un prólogo o en una introducción. A menudo esas auto-aclaraciones pueden sonar a intentos de encauzar la lectura, a casi un abuso de autoridad para imponer determinadas interpretaciones del texto presentado.

Pero eso no excluye que el autor ofrezca una cierta auto-caracterización. Lo que sucede es que ésta no ha de prevalecer sobre cualesquiera otras consideraciones ni prohibir interpretaciones diversas de aquella que brinda el autor.

Los escritos engarzados en esta colección son, cada uno, hijo de su padre y de su madre. Han surgido en momentos distintos, por impulsos distintos, y no se han escrito siguiendo ningún plan.

Unos son de carácter más teórico (aunque de éstos casi todos son, no la propuesta de teorías, sino contribuciones a la lectura y al estudio de obras de autores del pasado: Campanella, el Che Guevara, Lleñin, Stalin). Otros son mucho menos teóricos y más centrados en cuestiones, si no de detalle, sí menos generales que los grandes temas teóricos.

El más antiguo de estos escritos es de 1987. Y el más reciente es esta misma introducción.

¿Están escritos desde alguna teoría general? Sí y no.

Lo están, en la medida en que el autor, a lo largo de estos 12 años, ha profesado (y sigue profesando) una teoría filosófica, expuesta en otros lugares. Aunque es difícil resumirla en pocas líneas, voy a dar de ella en seguida una mini-caracterización. Y, claro está, al hacer apreciaciones sobre cuestiones de teoría política o valoraciones sobre temas políticos, quien lo haga no puede dejar de estar influido por el conjunto de sus concepciones del mundo, entre ellas sus puntos de vista filosóficos.

Pero no lo están, en la medida en que --con arreglo a la metodología de la tendencia filosófica en la que se inscribe su autor (la filosofía analítica)-- se abordan los problemas de una manera que dependa lo menos posible de presupuestos teóricos y sistemáticos.

De ahí que, a diferencia de lo usual en los textos izquierdosos de los 60 (por poner ese ejemplo), o de lo acostumbrado en la prosa «francesa» y posmodernista, en mis escritos políticos se trate de --hasta donde quepa-- poner entre paréntesis presupuestos teoréticos generales y escribir ofreciendo argumentos que puedan convencer, si no a todo el mundo, sí a una amplia gama de personas --al haber reducido al mínimo posible lo que se da por sentado, o lo que viene postulado a título de premisas dejadas sin demostración.

Desde luego, eso no quiere decir que se dé en todos los artículos reproducidos el mismo conjunto de afirmaciones dejadas como premisas sin demostrar. Por eso, un artículo puede convencer a unos y otro a otros. De lo que se trata es de, en cada caso --y en la medida de lo posible--, proponer razonamientos cuya aceptación no presuponga la profesión de teoría alguna --hasta donde la autorice la propia índole de la tarea abordada y del tema considerado--.

Eso significa que --en la medida en que haya tenido éxito en la puesta en práctica de tal metodología-- cada escrito ha de apreciarse, en buena medida, en sí mismo, por cuánto logre convencer.

(Naturalmente, eso tiene límites. Hay también en esta compilación algunos escritos que tienen buenas dosis de arenga, o, si se quiere, de panfleto. Pero espero que aun mis arengas conserven siempre un grado de argumentatividad.)

Así pues, si es verdad, en buena medida, que los artículos aquí reunidos no están escritos desde una teoría general (sino que siempre, en cada caso, se esfuerzan por brindar argumentaciones asumibles por personas que partan de diferentes teorías), sin embargo también es verdad que, en cierta medida, sí están escritos desde una teoría general, porque el autor ha mantenido esa teoría general a lo largo de este período (no sin variaciones, claro está); y esa teoría, junto con los datos del caso y ciertas premisas auxiliares, lo han llevado, como conclusión, a juzgar verdaderas las diferentes tesis que se ofrecen en estos artículos (tanto las de carácter más general cuanto las de índole particular).

Lo que sucede es que por diversos caminos se puede llegar al mismo sitio. No es cierto que haya un único camino. Si la concepción filosófica de quien esto escribe junto con datos de información y ciertas premisas auxiliares llevan, en un razonamiento correcto, a determinada conclusión, eso no impide que a la misma conclusión se pueda llegar desde otras premisas teóricas, con otras premisas auxiliares o incluso partiendo de informaciones divergentes de la que maneja el autor.

Precisamente por eso conviene tratar de que los argumentos que uno presente sean aceptables independientemente de las premisas teóricas. Sin embargo, el cuadro de conjunto que se ofrece con todos estos posicionamientos sólo cobra su perfil definido y sólo se ve en su auténtica y plena significación cuando se sitúa en el horizonte de la concepción global del autor.


La idea filosófica básica que anima la concepción filosófica subyacente del autor de estos ensayos es la de la gradualidad: casi todas las determinaciones (todas las usuales) son de grado, admitiendo más y menos. Las fronteras entre las cosas, entre las que tienen una cualidad y las que carecen de ella, no son líneas tajantes, sino franjas anchas, en las que se pasa paulatinamente de un lado al otro.

Esa visión gradualista sirve para superar miles de dificultades que parecían insalvables en las metafísicas del antigradualismo. Requiere adoptar una lógica distinta de la usualmente enseñada (básicamente la de Aristóteles), una lógica que admita la verdad de ciertas contradicciones. Porque lo que se halla en la franja fronteriza de una cualidad, posee y, en alguna medida, no posee esa cualidad.

Aplicada a las cuestiones político-sociales, esa concepción por sí sola no dicta qué preferencias hayan de tenerse, ni constituye --ella sola sin más-- una pauta suficiente de racionalidad práctica. Mas sumada a ciertos principios razonables, a ciertos criterios de racionalidad práctica frecuentemente adoptados, sí sirve para deshacer muchísimas confusiones, arrinconando los falsos dilemas del todo o nada que llevan a querer encasillar a la fuerza cualquier cosa, sea del color que sea, en el blanco o en el negro (de donde se sigue que, como eso en la práctica conduce a aberraciones y conclusiones monstruosas, quienes practican esa técnica tengan que estar rediseñando a fondo cada día su imagen de la realidad y sus planes para el futuro).

He dicho ya que no es la mera adopción del gradualismo lo que permite llegar a conclusiones correctas acerca de nuestras tareas prácticas o de la valoración de las situaciones y los problemas de nuestra sociedad. Hace falta algo más. Ese algo más es una concepción básica de las tareas. Pero el gradualismo siempre es útil. Sea cual fuere la visión que tenga uno de la sociedad y de los objetivos por alcanzar, lo seguro es que siempre será mejor el resultado al que llegue si se examinan las cosas bajo la óptica gradualista y si se razona con una lógica de la gradualidad.

Lo principal de la racionalidad práctica es partir de unos objetivos y tener una información con arreglo a la cual sean alcanzables tales objetivos por tales medios, no siéndolo en cambio por tales otros medios; de donde se razonará (según cierta lógica) para extraer ciertas conclusiones sobre lo que uno ha de hacer.

La racionalidad práctica tiene varias facetas, mas una de las más importantes es la normativa. No puede haber sociedad, ni humana ni no humana, sin normas. Tal vez de esa afirmación haya que excluir a las sociedades de insectos, en las que predomina el comportamiento instintivo, sin que haga falta, por lo tanto, coordinar las actividades de los miembros mediante órdenes. Sea eso así o no, las sociedades de animales superiores (incluidos los humanos) sólo pueden existir si se coordinan las actividades voluntarias de los individuos obedeciéndose las órdenes de una autoridad.

Las normas son las regulaciones socialmente vigentes sobre qué se puede hacer y qué no se puede hacer. Son los mandatos vigentes de la autoridad.

Pero tal aserto ha de ser doblemente matizado.

En primer lugar, porque la primera y (a lo largo de la historia) la principal autoridad --aquella de la cual emanan más regulaciones o normas-- es el propio colectivo al que van destinadas esas regulaciones por la vía de los preceptos consuetudinarios. Éstos no tienen momento de promulgación, ni plasmación en tablas o escritos, ni autor particular definido; el establecimiento de una norma consuetudinaria es indeslindable de su aplicación o ejecución. Cada acto que, en una sociedad cualquiera, efectuamos a tenor de la costumbre establecida --y a la que nos sentimos vinculados-- contribuye a afianzar la costumbre y a hacerla más vinculante, para nosotros y para los demás. No hay frontera precisa en esto. Se promulga anónimamente cumpliendo. Se manda obedeciendo.

En segundo lugar --y aunque en menor medida-- eso se aplica también a los promulgamientos de la autoridad. Ninguna autoridad tiene poder para imponer normas si no es asumiendo como mandato suyo las regulaciones consuetudinarias de los colectivos sobre los que ejerce esa autoridad e imponiendo preceptos que, en líneas generales, sean compatibles con la normativa consuetudinaria.

Los mandatos que choquen contra las regulaciones consuetudinarias se estrellan contra un muro y tienden a quedar inoperantes.

Somos una especie social. El hombre es un ser natural, como nuestros cercanos parientes el chimpancé y el babuino. Especie social, la naturaleza no nos ha hecho para vivir aislados. La madre naturaleza no nos ha dotado de recursos para ser Robinsones Crusoes. Pereceríamos.

El hombre existe por naturaleza en sociedad y siempre ha existido en sociedad. No hay diferencia entre sociedad y estado. Son lo mismo. Una sociedad humana, en la medida en que sea independiente, es un estado.

Sin un sistema de regulaciones normativas y sin una autoridad que promulgue tales normas no hay sociedad (o, lo que es lo mismo, no hay estado). Llámese a esa autoridad `gobierno' o no, eso no cambia nada.

Mas no son las sociedades completas (estados) las únicas que tienen autoridades y regulaciones. Las tiene cualquier colectivo humano mínimamente organizado. Hasta las organizaciones delictivas tienen que atenerse a unas normas, a algunos estatutos, a la autoridad de algunos dirigentes, respaldada por sanciones a los eventuales infractores.

La necesidad de que exista alguna autoridad no determina cómo se implanta ésta. La necesidad de autoridad sólo determina la imposibilidad de que persista la sociedad sin una dirección revestida de poderes de regulación y de sanción. Depende ya de cada sociedad y de cada situación y coyuntura histórica cómo se establezcan las autoridades. A lo largo de la historia --y, por lo que vemos, en la vida social de nuestros próximos parientes, otras especies sociales de mamíferos superiores--, en general es por la violencia. Un individuo, un grupo de individuos, tal vez respaldados por amplios sectores de una clase social (o tal vez no), asaltan el poder, atacando a quienes los han precedido en el ejercicio de ese poder y suplantándolo.

Que tenga que haber una u otra autoridad (que la naturaleza haya hecho que no pueda haber sociedad sin que unos manden y otros obedezcan) no determina, claro está, ninguna necesidad de que en particular sean éstos los que manden y aquellos los que obedezcan. Por eso, en la vida social de los colectivos humanos, como en la de otras especies emparentadas con la nuestra, a menudo ejercen el poder hoy individuos o grupos que estaban sometidos o dominados ayer.

Antes de llegar a serlo, el gobernante ha sido gobernado (salvo los que nacen reyes, como Alfonso XIII). Puede haber accedido al poder o bien cumpliendo las normas del poder que lo ha precedido (habiéndolo recibido así por herencia, elección, cooptación o nombramiento), o bien por haberlo asaltado, o por haberlo recibido de otros que lo asaltaron para él (un distingo un poco artificial, pero que puede tener cierto fundamento en ocasiones). Cuando, por lo menos, no lo ha asaltado (ni se ha beneficiado inmediatamente del asalto de otros), tiene una legitimidad de origen relativa. Sus títulos se retrotraen a los de su predecesor. Pero tiene a su favor un título más del que carecía su predecesor: la transmisión pacífica, consuetudinariamente validada, y en la que puede presumirse la buena fe.

Mas es, en cualquier caso, secundaria esa legitimidad de origen, grande o pequeña, genuina o espúrea, convincente o dudosa. La principal base de legitimidad del gobernante consiste en el cumplimiento de sus obligaciones de tal. Y esas obligaciones estriban, básicamente, en cumplir y hacer cumplir el pacto social. ¿Qué es el pacto social?

Es el compromiso que quienquiera que ejerza el poder --ya sea habiéndolo asaltado, ya sea habiéndolo recibido de manos de sus predecesores según las reglas de transmisión vigentes en el momento de la sucesión-- contrae con los gobernados. Oblígase por ese pacto el gobernante: a velar --mediante sus promulgamientos y su acción de gobierno-- por el bien común de la sociedad y, por lo tanto, el de los individuos que la componen, no imponiendo obligaciones discriminatorias o sacrificios arbitrariamente distribuidos; a respetar las normas consuetudinarias; en suma, a mostrarse a la altura de lo que la generalidad de los gobernados se cree con derecho a exigir y esperar del gobernante. A la vez ese pacto obliga a los gobernados a acatar al gobernante (por muy usurpador que sea).

La razón de que el gobernado contraiga ese pacto con el gobernante de turno, sea el que fuere, es que la sociedad tiene que existir y necesita que haya una autoridad; en las condiciones imaginadas --cuando alguien se ha enseñoreado de la supremacía en la sociedad-- no hay alternativa viable, para que haya autoridad, sino que siga ejerciéndola quien de hecho la ostente, cualquiera que sea el título originario de su poder.

Además, aunque no sea uno libre de pertenecer o no a la sociedad, por el mero hecho de ser miembro de ella y de beneficiarse de esa pertenencia (y, por ende, de beneficiarse de la protección, todo lo insuficiente que sea, de la autoridad establecida) contrae uno una obligación, por un pacto implícito, de no atentar contra la sociedad; obligación que, en las circunstancias imaginadas, se quebrantaría si desacatara uno la autoridad.

Lo anterior no significa que sean indiferentes los modos o procedimientos de acceso al desempeño de las funciones de autoridad. Uno de los deberes del gobernante es respetar la norma consuetudinaria; y una regla consuetudinaria (si es que no se trata de un principio básico de cualquier ordenamiento) es la de que el propio gobernante se abstenga de conculcar los preceptos que él mismo promulga o que mantiene en vigor. En la medida en que se respete esa norma se está en un «estado de derecho». Los gobiernos arbitrarios, los que no son de derecho, vulneran sus propias reglas.

Ahora bien, una parte de la normativa vigente es la que regula precisamente cómo se accede a las funciones de autoridad. La usurpación es una grave conculcación de esa parte de la normativa vigente. Y, aunque luego el usurpador proceda a abrogar retroactivamente la norma precedente, obviamente lo que no puede es justificar su propia posición de poder desde los procedimientos vigentes y vinculantes a tenor de su propia legalidad. No puede ocultar ni borrar su ilegalidad de origen.

Por otro lado, la evolución de las expectativas sociales, del derecho consuetudinario, va también forzando a que se descarten procedimientos de acceso a funciones de poder tales como la herencia, la cooptación, el sorteo o el nombramiento a dedo. Subsisten, sí; en las monarquías persiste la herencia de sangre; algunos tiranos nombran sucesor en su testamento. Pero esos métodos tienden, en nuestro tiempo, a ser paulatinamente reemplazados por la elección o por la selección profesional (caso, éste último, del poder judicial); tal selección puede verse como una cooptación, en cierto modo, pero tiende a ser regulada por órganos emanados de la elección.

El resultado no es lo que se proclama. Se proclama `democrático' y en el fondo no lo es, o sólo en muy pequeña medida. En las sociedades capitalistas, quienes manejan los hilos del poder, quienes, bajo cuerda, hacen y deshacen gobiernos son los círculos de los más ricos. Democracia sería poder del pueblo, y no es eso lo que se da. Hasta, en estricto rigor, tal vez ni siquiera pueda darse, porque significaría que los mismos fueran gobernantes y gobernados.

La «democracia» que se da hoy, en general, es la llamada `democracia representativa'. Sería menos incorrecto llamar a ese sistema uno de elección popular. En general al pueblo, a los gobernados, no se le deja intervenir para nada en los asuntos de gobierno, salvo a la hora de emitir un sufragio. Sufragio que es un cheque en blanco. Los elegidos no se comprometen a nada. O, mejor dicho, no contraen, en virtud de los procedimientos del sistema (pseudo)democrático ningún compromiso con sus electores.

Pero cualquier gobernante --sea cual fuere el procedimiento, justo o injusto, de su acceso al poder-- contrae con los gobernados el ya mencionado pacto social (implícito). Respetar o no ese pacto es lo que determina principalmente su grado de legitimidad. El origen es lo de menos. El gobernante que se atenga al pacto es, pues, legítimo; o sea posee genuina autoridad en la medida precisamente en que cumpla sus obligaciones dimanantes del pacto.

Pero el pacto es precario y endeble. Son, desde luego, difusos los límites de las obligaciones, y está sujeta a apreciaciones subjetivas la determinación de en qué medida se respeten o no. En la medida en que incumpla el pacto una de las partes, la otra empieza a estar justificada para no sentirse ligada. Cuando el gobernante atenta gravemente contra el bien común, vulnera grave y reiteradamente las normas consuetudinarias, impone sacrificios arbitrarios y privilegia a unos a expensas de otros, entonces, cuanto más tenga conductas así, más justificados están los gobernados para la desobediencia, la conjuración e incluso la rebeldía.

Además, en cualquier caso, el gobernado no está obligado a cumplir ese pacto más que en la medida en que la autoridad tenga efectivamente poder para establecer el orden. Si le surgen competidores que desafían su supremacía, con serias posibilidades de derrocarlo o desplazarlo, entonces, y en esa medida, el subordinado cesa de estar vinculado por ese pacto de obediencia con el gobernante.

Todo eso es cuestión de grado. Cuanto mayor sea el grado en que el gobernante haya accedido a su supremacía asaltando violentamente el poder o tomándolo por astucia o engaño, más exiguo es su derecho a exigir acatamiento del gobernado, y más dependiente la validez de sus pretensiones de mando de que al menos cumpla el pacto social. En la medida en que incumpla el pacto social, pasa el gobernado a adquirir (en mayor o en menor medida, según las circunstancias) un derecho de desacato e incluso de insurrección o revolución violenta.

Varía, por otro lado, con la evolución histórica, cuán vinculantes sean unas u otras normas consuetudinarias y, por supuesto, cuáles sean éstas en cada situación histórica. Cambian las costumbres. Y a menudo entran en contradicción unas con otras. A veces está arraigando una nueva costumbre, o al menos la costumbre de no contentarse con ciertas prácticas, por muy tradicionales que sean.

Así, p.ej., cuando cambia la mentalidad social en asuntos importantes, una serie de prácticas ancestrales, consagradas por el uso, por la rutina, pasan a estar en conflicto con las expectativas de aquellos grupos de la sociedad que mejor reflejan el cambio de mentalidades y el espíritu de los tiempos. En tales períodos de cambio de opinión pública, una serie de prácticas sólidamente implantadas van dejando de valer como regla consuetudinaria. Y, en esos casos, la legitimidad del gobernante estribará en ajustar sus mandamientos, no a las viejas prácticas que están siendo desacreditadas, sino a las expectativas que consuetudinariamente están comenzando a arraigar en la sociedad de unas prácticas nuevas.

A esa dinámica responden las grandes transformaciones sociales súbitas como la abolición de la esclavitud, de la servidumbre y de los privilegios feudales (medidas de la Revolución francesa tomadas, las tres, en el corto lapso 1789-1793), o las medidas revolucionarias llevadas a cabo en Rusia en 1917-18 (nacionalización de la tierra, confiscación de todas las grandes fortunas, estatalización de los principales medios de producción).

Pero a veces la transformación no es tan revolucionaria y repentina como pueda parecer a primera vista. A menudo vino precedida de una cierta evolución de reformas parciales e inaugura un dilatado período de superación de las prácticas nominalmente abolidas, prácticas que de hecho se conservan en parte, en la vida real, durante un tiempo más o menos prolongado, aunque sea sufriendo una erosión o un desgaste paulatino por carecer ya del respaldo legal.


Hay principios sin los cuales no es posible ningún sistema normativo, ni bueno ni malo. En la medida en que se descarten o socaven tales principios, deja de haber regulación normativa y, por lo tanto, tienen que desaparecer la sociedad o el colectivo. Se podrán conculcar o desestimar esos principios, mas no se pueden abandonar nunca del todo sin destruir la estructura del sistema normativo y, con ella, la cohesión social.

Uno de esos principios básicos (de derecho natural, pues) es el principio de libertad o de no-coacción (principio de respeto a los derechos ajenos): está prohibido impedir lo que sea lícito.

Naturalmente hay muchos grados de conformidad y de disconformidad con ese principio, y muy a menudo viene violado por las mismas autoridades. Sin embargo, la sociedad sólo tiene estabilidad --y la propia autoridad sólo recibe reconocimiento y acatamiento-- en tanto en cuanto se respete y se haga respetar ese principio.

Pierde el detentador del poder legitimidad --derecho a ser obedecido-- cuando, habiendo otorgado permiso para obrar de cierto modo, coacciona luego a quienes le están sometidos para que no obren de ese modo, o consiente que otros lo hagan. En cada colectivo (humano o no) tiene que haber un margen de lo que le es dado hacer al individuo, margen que esté protegido de interferencias ajenas, incluso las de la misma autoridad.

Otro de esos principios es el del bien común: cada uno (incluyendo la propia autoridad) tiene la obligación de contribuir al bien común (el bien común de la sociedad o del colectivo de que se trate).

Hay, desde luego, concepciones divergentes del bien común. Y es una noción en buena medida indeterminada, como casi todas las que tienen significatividad para la vida colectiva y la racionalidad práctica social.

El bien común no puede ser nunca el de unos particulares a expensas de otros. Ni el de una entidad colectiva que tuviera una finalidad propia divorciada de las finalidades de los individuos. El bien común es el bienestar de la sociedad, y por lo tanto acarrea el bien particular de cada individuo en la medida de lo posible, y salvando tan sólo los sacrificios que sean necesarios y que se distribuyan sin arbitrariedad.

Mas la noción de bien común evoluciona. Suele pensarse que la concepción tradicional o clásica del bien común es la del mantenimiento del orden público y de la paz social, así como la defensa del territorio frente a estados extranjeros. Esa visión es sin duda la autoimagen del estado liberal decimonónico. Obedecía a la concepción básica del liberalismo (y del neoliberalismo), la cual distingue lo que llama `sociedad civil' de lo que llama `estado'. La sociedad civil serían los individuos uno por uno, dispersos, o agrupados en asociaciones privadas; el estado sería la sociedad organizada políticamente. Ésta se limitaría a esas funciones de milicia y policía y dejaría todo lo demás, la vida real, a la libre y privada iniciativa de los individuos, o sea de la «sociedad civil».

Por diferentes motivos esa noción de «sociedad civil» ha sido heredada, desde sus precedentes en el siglo XVII (Grocio) hasta la economía política burguesa (Adam Smith etc) y, por razones en parte diversas, Hegel. Y ha alimentado todas esas tesis del liberalismo y el neoliberalismo.

Pero, en primer lugar, es falsa esa dicotomía. No hay dos entes: uno, la sociedad desorganizada, atomizada, la mera suma o serie de los individuos o de las asociaciones privadas, y otro la propia sociedad políticamente organizada (el estado). Hay ahí un solo ente colectivo: la sociedad, políticamente organizada, o sea el estado, la cosa pública.

Similarmente, si consideramos una comunidad vecinal, no hay dos entes: uno la comunidad como tal, dotada de una organización y unos órganos directivos, y otro la «sociedad civil comunitaria» o serie de los individuos dispersos. Lo único que hay es la comunidad más sus miembros, no ese absurdo tercero en discordia que sería un cúmulo desorganizado.

En segundo lugar --y en parte por eso-- nunca el estado se ha limitado a esas funciones. Es imposible. Tenemos hoy documentos sobre la legislación en Mesopotamia de hace 44 siglos y sabemos que ya entonces (y desde luego también en el siglo XIX) el poder público tenía que rebasar esos angostos límites en dos sentidos.

El primer sentido en que el estado ha rebasado siempre los límites marcados por la ideología liberal es al asumir prestaciones de servicio público. ¿Puede haber una sociedad sin caminos, sin vías públicas, sin espacio público? Sólo eso impone ya unas enormes prestaciones, una regulación de expropiaciones, servidumbres, cargas, unos cuantiosos fondos para afrontar tales gastos.

Y a eso se suma en el siglo XIX la construcción de ferrocarriles, adjudicada por concesión a compañías privadas, pero que, por ese régimen de concesión, ya actúan como agentes del propio estado y bajo su dirección.

Lo que sí es verdad es que, aunque nunca el estado limitó las prestaciones de su servicio público a ese mínimo (las vías públicas), aunque ya en la antigua Mesopotamia era sólo el estado el que asumía otras obras públicas de envergadura (como los regadíos), en nuestro siglo se ha ido incrementando más y más el volumen de lo que tiene que asumir el estado: obras hidráulicas, puertos y aeropuertos, servicios postales, educativos, sanitarios, instalaciones de ocio y recreo, mercados, servicios de distribución básicos (agua, luz, gas etc). De nuevo, aun bajo las privatizaciones neoliberales, tiene que ser el sector público el que asuma eso, porque el sector privado, cuando se apodera de parte de esos bienes públicos, es como concesión, para llevarse ganancias y, en general, no asumir los gastos, que siguen en buena medida corriendo a cargo del estado, o sea de la sociedad.

El segundo sentido en que siempre ha rebasado el estado los límites que se marcó, sobre el papel, el estado liberal es al intervenir en los asuntos de los particulares, regulando contratos, compraventas, donaciones, testamentos, relaciones familiares, vínculos laborales.

No puede el estado desentenderse y dejar todo eso al albur de las voluntades de los ciudadanos, porque no puede haber tales relaciones sin un marco que determine qué se puede y qué no se puede contratar o acordar, qué cláusulas son válidas y cuáles no; y además no son posibles los contratos si el estado no interviene para hacerlos cumplir o, alternativa y supletoriamente, para obligar al eventual infractor del contrato a compensar a la otra parte. Pero, al establecer una reglamentación, el estado toma partido. Favorece unos intereses u otros, al prestador o al deudor, al asalariado o al patrono, al cónyuge en posición de fuerza o al que está en posición de debilidad; etc.

El anarquismo fue un fruto de la ideología liberal. Partía de esa dicotomía del pensamiento liberal entre sociedad civil y estado y veía a éste como la organización de la violencia: policía, cárceles, milicia. Y quiso suprimir eso, ese parásito, para que sólo quedara la «sociedad civil», o sea los particulares tomados uno por uno --o agrupados tal vez en sindicatos, cooperativas de producción autogestionadas etc. ¿Cómo se regularían las relaciones entre esas asociaciones privadas? Si son varias, tendrán relaciones entre sí, y habrá de haber una normativa que regule tales relaciones o contrataciones, que prescriba esto, prohíba aquello, y eventualmente intervenga. (A menos que se piense que ya se las arreglarán los individuos y los grupos unos con otros, por las buenas o por las malas.) Si, por el contrario, se piensa en una asociación de todos, habrá de ser obligada la pertenencia a la misma, y en ese caso será lo mismo que el estado supuestamente abolido.

Si todo lo que quiere decir el anarquismo es que esa sociedad organizada y dotada de una autoridad central estará exenta de violencia porque todos cumplirán espontáneamente las normas (haciendo así inútiles y superfluas las cárceles, la policía y hasta las leyes penales), eso, claro, es predecir una conducta humana de color de rosa, predicción que no se basa en ninguna inducción, en ninguna experiencia ni de la sociedad humana ni de las sociedades de nuestros parientes cercanos de otras especies de mamíferos. La predicción es, a buen seguro, falsa. No es que sea simplemente utópica. Utópico puede ser un proyecto realizable en sus grandes líneas aunque hoy por hoy no realizado en parte alguna. No, la predicción anarquista tiene todos los visos de ser, lisa y llanamente, irrealizable e incompatible con la naturaleza humana.


Así pues, nunca se ha limitado la concepción vigente del bien común a lo que imaginan el liberalismo y el anarquismo. Pero sí han ido cambiando las expectativas arraigadas en la sociedad de qué sea el bien común. Y hoy nuestra concepción del bien común es mucho más fuerte que en otros tiempos. Hoy exigimos que todos los miembros de la sociedad participen de los bienes que produce la propia sociedad.

Hasta donde alcanza la actual conciencia social, eso sólo llega a proclamar los derechos sociales: derecho a una vivienda; derecho a recibir información veraz; derecho al descanso; derecho a la educación y la cultura; derecho al cuidado a la salud; derecho a un empleo (o sea una colocación que cumpla una doble función: desde su desempeño, el empleado puede hacer su propia contribución al bien común; y, como retribución por ella, recibe bienes para asegurar y mejorar su nivel de vida); etc.

La conciencia social de nuestros días todavía no ha dado un paso ulterior: el de exigir que sea igualitaria la participación en el bien común, e.d. que no sólo se satisfagan (en la medida de los recursos sociales) esas demandas básicas, sino que el excedente se reparta equitativamente en función de parámetros como el esfuerzo de cada uno para el bien común, o las necesidades de cada quien, o cualesquiera otros criterios que no sean el de la propiedad privada ya establecida.

Un paso en esa dirección lleva a rechazar la propiedad privada, o sea al comunismo. El bien común, si se concibe con espesor, conlleva el comunismo.

El comunismo es la ausencia de propiedad privada, o sea consiste en que todo sea colectivamente de todos. Mas la propiedad no es una relación simple. El derecho de propiedad es en realidad un cúmulo de derechos separables. En la sociedad capitalista o de economía de mercado --igual que en las sociedades con clases privilegiadas que la han precedido-- las relaciones de propiedad son múltiples, no siempre coincidentes, y desde luego graduables y graduadas.

La abolición de la propiedad privada no es, así, el reemplazo del todo por la nada. Ni en la sociedad de propiedad privada se da tal todo, ni su supresión acarrea una nada de tenencia particular y privativa de cosas.

En primer lugar, aun en la actual sociedad la normativa consuetudinaria y hasta la legal han ido evolucionando, de suerte que hoy someten los derechos de propiedad a restricciones importantes (al menos en teoría): la propiedad ha de estar subordinada a una función social, ha de usarse y disfrutarse sin abusar; y siempre dando a los bienes poseídos, en la medida de lo posible y de lo socialmente deseable, un uso provechoso para el bien común. Naturalmente en la práctica las autoridades, a sueldo de los magnates capitalistas, no hacen respetar esas obligaciones más que en pequeñísima medida. Mas está dado un gran paso al haberse reconocido tales obligaciones sobre el papel.

En segundo lugar, aun en grupos que lo tienen todo en común hay distribución del uso, estando protegidos por la normativa que regula la vida del grupo los derechos de uso dimanantes de tal distribución. Así, en el seno de una familia que tenga todos sus bienes como patrimonio familiar colectivo, se adjudica a cada miembro de la familia el uso y el consumo de tal parte de la comida, de tal habitación, de tal prenda de vestir, habiendo una norma consuetudinaria --sin la cual no perviviría el grupo familiar-- de respetar y proteger el reparto --equitativo o no, ése es otro asunto--, una vez decidido; de modo que no se permita a un miembro de la familia arrebatarle a otro su trozo de pan o su camisa. Mas tales derechos individuales son limitados y --salvo con relación a los bienes consumibles-- esencialmente reversibles si hay razones (de bien común) que lo determinen.

Es, pues, infundado alegar contra el comunismo que sería una sociedad en la que un colectivo asfixiante dejaría sin nada al individuo, o que lo individual se sacrificaría a lo general, lo privado a lo público, o que nadie tendría nada y, por lo tanto, sería una situación de pobreza total. Y es que no. Todos lo tendrían todo colectivamente, lo que es tener, o sea en propiedad. Mas esa propiedad común también sería un título limitado, que coexistiría con el derecho de uso y disfrute particular y privado de cada individuo sobre la porción de bienes que, según criterios de equidad, se decidiera colectivamente asignarse; eso sí, tales derechos de uso y disfrute también tendrían (como siempre tienen, en cualquier sociedad) sus límites; serían derechos esencialmente revocables por razones objetivamente válidas (no por capricho ni para favorecer a otros).

Es tan alto el grado de racionalidad de esta solución comunista que uno puede asombrarse de que tenga todavía tan mala prensa y de que no hayan prosperado los estados en que se organizó la vida social en un sentido que se orientaba hacia una estructura así y que ya en buena medida comportaba la puesta en práctica de tales principios (aunque fuera una puesta en práctica deficiente, con errores, con desviaciones).

La causa principal es que, naturalmente, los sectores privilegiados de nuestra sociedad (los ricos) tienen interés es que la gente no quiera una sociedad así, y por ello han logrado desprestigiar y desacreditar a las sociedades en que --por imperfecta y parcialmente que fuera-- se estableció una organización social así, u orientada hacia eso. Y, como los ricos controlan los medios de comunicación, que están a su servicio y a su sueldo, logran hacer y deshacer la opinión pública según sus deseos.

Pero eso tiene límites. Hay un efecto de desgaste y de erosión, en todas las cosas humanas y no humanas. Torres más altas han caído. Fortalezas inexpugnables han sido minadas o asaltadas.

El enorme poder del dinero, que compra, corrompe, hace y deshace voluntades y opiniones, y que maneja a sus anchas a la opinión pública, ese poder del dinero no es omnipotente. La opinión pública --por difícil que resulte verlo a simple vista-- poco a poco evoluciona en un sentido que, a largo plazo, no puede ya seguir siendo dictado por los acaudalados.

La conciencia social evoluciona. Poco a poco se van insinuando, por entre los poros y resquicios de la conciencia colectiva, las ansias de equidad, la exigencia igualitaria --por más torrentes de tinta que se vuelquen para tratar de desacreditarla, por más acusaciones gratuitas o desmesuradas que se lancen contra las experiencias que se han hecho a fin de acercan el establecimiento de una sociedad igualitaria. Y esas ansias acabarán prevaleciendo y deslegitimando un poder que mantenga la propiedad privada y la economía de mercado.

Cómo tendrá lugar entonces la transición a un nuevo poder, eso no lo sé ni lo sabe nadie. Sea como fuere, lo importante es que sabemos que eso tendrá lugar. Antes o después. Probablemente más antes que después. Antes, desde luego, de lo que se suele creer o temer.

No lo digo como profecía. Lo digo basado estrictamente en la inducción. Son enormes las razones objetivamente válidas para preferir el comunismo; frente a ellas resultan escuálidas y feas cualesquiera motivaciones que militen a favor del sistema de propiedad privada. Siendo ello así, basta con el nivel de exigencia ya actualizado en la conciencia social --que hoy no llega a la exigencia igualitaria, sino que se limita a la reclamación de los derechos positivos--, cuando el sistema vigente entra en conflicto con la satisfacción de tales reclamaciones; basta eso para estimular --por la vía a la que he aludido varias veces, el desgaste o la erosión-- un paulatino descrédito de las ideas que apuntalan la vigente estructura social.

Con relación a la conciencia de la necesidad del comunismo no estamos hoy peor de como estaban a fines del siglo XVIII los adversarios de la esclavitud. Entonces eran apenas un insignificante puñado de bellas almas. Aparentemente sólo podían soñar una lejanísima abolición. Sin embargo, pocas generaciones después ningún país que se preciara de ser civilizado mantenía ese régimen de opresión, al menos oficialmente. (La monarquía borbónica española y la de los Braganza en Brasil fueron los últimos en resignarse a la abolición --respectivamente en 1880 y 1887--, varios decenios después de la emancipación de los esclavos en la casi totalidad de los países civilizados).

Podrían ponerse muchos otros ejemplos. P.ej., la abolición de la supremacía masculina (de la que, no cabe duda, persisten muchos restos, pero que legalmente casi ha dejado de existir en un siglo de reformas, habiendo dado ese proceso sus pasos decisivos entre 1880 y 1920). Naturalmente siempre se podrá discutir. Podrá alegarse que esos cambios han interesado a la burguesía y por lo tanto no han sido provocados por la evolución de la opinión pública (o que ésta fue a su vez causada por los intereses de la nueva clase dominante).

No voy a discutir todo eso aquí (mas sí a manifestar que soy sumamente escéptico respecto de tales asertos y me inclino a pensar que son lisa y llanamente falsos). Si de eso se quiere sacar la conclusión de que no hay base inductiva para predecir que las ideas comunistas van igualmente a granjearse la adhesión de la opinión pública en el transcurso de unas cuantas generaciones, entonces respondo que, desde luego, cualquier base inductiva es relativa; porque en una inducción se parte de experiencias de casos particulares y se generaliza a casos futuros sin que se dé nunca identidad total (dándose lo que uno estima mismidad de circunstancias o condiciones relevantes, pero sin poder demostrar que sean exactamente ésas y no otras las relevantes). Conque cualquier inducción tiene probablemente su tantico de conjetura. Es imposible demostrar, lo que es demostrar, que sea válido un razonamiento inductivo.

Mas, dentro de lo relativo que es, la experiencia histórica hace infinitamente probable nuestra actual inducción, nuestra conclusión de que, no tardando mucho (cien o 200 años, a todo tirar) resultará intolerable la pervivencia de las injustas instituciones capitalistas, y que la única normativa que entonces se reputará conforme con las expectativas consuetudinarias de la época será la que proceda a abolir la propiedad privada y a establecer un sistema comunista.

Pero estos asertos no los hago dogmáticamente. Creo que son verdaderos. Creo que hay base inductiva para formularlos. Están basados en argumentos. Pero nuestros argumentos son falibles. Puedo estar equivocado. Los presento a título de verdades abiertas; tesis sujetas a rectificación y que rectificaré si se me brindan buenos argumentos para hacerlo.

Si son verdades como puños, de esas que, siendo de cajón, impactan porque no se atrevía uno a decirlas, eso dejo a otros que lo valoren y lo decidan.

Espero que así sea, y que resulten, no ya verdades como puños, sino como puños cerrados. Y es que, al proponerlas, quiero aportar mi granito de arena a ese cambio de mentalidades.

Al igual que no son neutrales las predicciones resultantes de sondeos electorales --por pulcramente hechos que estén--, sino que inciden en el propio fenómeno social que estudian, creo que las consideraciones que preceden (avaladas por el cúmulo de trabajos aquí reunidos) constituyen un factor adicional que propicia el paulatino advenimiento de la nueva cultura comunista.

Madrid, 17 de septiembre de 1999


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Lorenzo Peña




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