Javier Flores Gómez.
Septiembre del 2001
Los medios de comunicación masiva simplifican y esquematizan esta realidad reproduciendo la guerra del bien contra el mal en espera de imágenes de una morbosa batalla de video-juego, para ser repetida infinidad de veces hasta que el reiting señale lo contrario. En lo general, los canales televisivos promueven como una respuesta lógica la posición vengativa y prepotente del gobierno de los Estados Unidos a la par que nos muestran de manera parcial un mundo islámico diabólico, no obstante algunos datos históricos han tenido que salir forzosamente a la luz, como el apoyo de la CIA a Osama Bin Laden durante la lucha de los fundamentalistas contra el régimen laico de Afganistán y las fuerzas de la URSS a finales de los setenta. No se ha hablado del terrorismo de estado ejercido por EE.UU, en especial durante la segunda mitad del siglo XX en Medio Oriente, Africa o en Centro y Sudamérica ni de la complejidad del mundo islámico, ni aún así del contexto histórico de la problemática de fondo que es la lucha por las riquezas petroleras en esta región considerada tan estratégica para el mundo capitalista como sagrada lo es para sus habitantes. Si de simplificar se trata, más certero podría ser describir la situación como una vieja guerra de conquista del capital contra cualquier forma no capitalista, incluyendo la imposición de sus valores y creencias. Pero quizá eso sería esquematizar también demasiado y caer en el mismo juego de las interpretaciones simplistas.
La propuesta es entonces la reflexión informada sobre por lo menos algunos de los más importantes aspectos del problema que encaramos, y aquí nos incluimos porque las acciones motivadas por los fundamentalismos, ya sea el norteamericano o el islámico, traerá consecuencias mundiales que se reflejarán en nuestro contexto y que tendremos que afrontar y resolver.
Una de ellas que parece inminente se refiere a la restauración de los controles a la libertad de expresión e información y de la imposición de limitaciones a las libertades y derechos individuales y civiles, que fueron resultado de luchas de generaciones enteras a través de la segunda mitad del siglo XX. La puesta en marcha por el gobierno estadunidense de estas restricciones civiles, características de las épocas de guerra, se aprecian claramente contradictorias respecto a la ofensiva militar ahora titulada libertad duradera. En este sentido, algunos analistas como José Blanco («La nueva autocracia», La Jornada, 25 de sept.) prevén una «derechización» de las políticas de seguridad internacional y nacional legitimadas por una guerra declarada como del bien contra el mal, en donde el mal puede ser cualquiera que no coincida con los valores norteamericanos o bien, que no lo parezca físicamente. La guerra contra el terrorismo así planteada, parece tomar el lugar de la guerra fría, lugar que de manera deficiente cubrió por unos años el narcotráfico, pero que ahora se presenta sin una nación como enemiga, sino como una red militarizada y global de una y otra parte con marcados tintes racistas. Como se ha dicho, la disyuntiva entre ser pro norteamericanos o ser pro afganos (en el sentido del «o están con nosotros o contra nosotros», de Bush), deja tramposamente al resto del mundo en una situación por demás difícil. (Si bien al gobierno de Vicente Fox le ha parecido fácil el apoyo incondicional al gobierno norteamericano)
Una de las principales críticas que los analistas políticos han hecho durante los últimos días al gobierno estadunidense se refiere a su respuesta visceral, irreflexiva y con claras muestras de venganza justiciera al viejo estilo western, reactivando su industria bélica y con ello su economía, y amenazando al mundo entero con advertencias que contradicen el derecho internacional y ponen en riesgo la soberanía de las naciones. Las consecuencias de su estrategia militar en Afganistán se prevén como el inicio de una nueva escalada mundial de violencia y terror globalizado. De acuerdo a lo que han señalado algunos de estos analistas (Adolfo Gilly), si bien resulta importante el someter a los culpables de los atentados a las torres gemelas a la justicia internacional, la pregunta importante debe ser alrededor de las causas que han podido originar lo sucedido en Nueva York y Washington, cuestión en la que ni el gobierno norteamericano ni los medios televisivos de comunicación han querido abordar con responsabilidad y seriedad. Es en base a entender las causas que han originado nuestro lamentable presente lo único capaz de hacer que luchemos por transformarlo y evitar que vuelva.
Son muchos los aspectos que habría que abordar en lo referente a las posibles causas de lo que está ocurriendo, por lo que para esta breve participación, lo haremos dividiendo la exposición en tres niveles de análisis, todos ellos de marcado contenido estructural e histórico pero que hacen referencia a una sola realidad vista desde diferentes ángulos.
Se ha comentado ya con razón que el atentado de hace unos días no marca el inicio de una guerra sino sólo la continuación de un proceso que inicia tras la segunda guerra mundial con el establecimiento del Estado de Israel en Palestina y el pacto del entonces presidente norteamericano Teodoro Roosevelt con la monarquía Saudita, en la que se intercambió protección por el acceso a la mayor reserva mundial de petróleo, sin importar en este caso el carácter totalitario e irrespetuoso hacia los derechos humanos de la población por parte de ese mismo régimen. Estos dos hechos marcan la intervención norteamericana en el Oriente Medio y desde entonces serán motivo de grandes conflictos, acompañados de hambre, miseria y un creciente descontento y odio de la población de esa región hacia los EE.UU.
Otro hecho importante en este proceso que ya se ha señalado, ha sido el financiamiento y apoyo recibido por el grupo de Bin Laden por parte de la CIA durante la intervención soviética en Afganistán a finales de los años setenta..
Años después, cuando la milicia talibán asumió el poder en 1996 el gobierno norteamericano le envió de inmediato su aprobación y reconocimiento. Tras la Guerra del Golfo Pérsico en contra de Irak iniciaron los ataques hacia intereses estadunidenses como el atentado en 1993 al World Trade Center, y posteriormente a las embajadas en Tanzania y Kenia, perpetrados por grupos islámicos radicales en respuesta a los bombardeos que Estados Unidos hacía en Irak y al apoyo a la política bélica de Israel. (Alberto Azíz Nassif, La Jornada, 25 de sept). Como ha señalado Jenaro Villamil, no se puede obviar el hecho de que «mientras el conflicto palestino sea una herida abierta y sangrante, la causa árabe se entrelazará con la causa de los grupos musulmanes más radicales» (La Jornada 22 sept).
Hasta el momento lo que ha quedado claro es que tanto el apoyo como el bloqueo del gobierno de EE.UU a los países del mundo se encuentra ligado a sus intereses estratégicos y nunca, como promueve, a la defensa de valores humanitarios y democráticos, para lo cuál a fin de cuentas existen las instancias internacionales.
De la misma forma parece claro que la respuesta que durante estas dos semanas se ha estado preparando contra el grupo terrorista bajo sospecha, será de la misma clase que los atentados del 11 de septiembre pero bajo la legitimidad que otorga el poder y el control económico del mundo.
Las perspectivas que abre para los EE.UU una guerra en Oriente Medio, tales como la recomposición geoplítica en torno al Golfo Pérsico y su petróleo, las posibilidades de acercamiento y cercamiento de los intereses de China en la región, así como la reactivación de la industria bélica y la economía norteamericana, han hecho pensar a muchos analistas en la posibilidad de la teoría de la conspiración o la participación de grupos de extrema derecha al interior del mismo país. Pero si ello parece excesivo, el oportunismo frente a los atentados a las torres gemelas para lanzarse a la conquista final, por medio del terrorismo de Estado, de la hegemonía de un mundo globalizado y mayoritariamente pobre, debe propiciar en nosotros la mayor de las condenas.
La actuación sin embargo, de la posición bélica del gobierno estadunidense y sus aliados no se remonta a este pasado reciente que inicia al término de la segunda guerra mundial. En realidad, la historia de la conformación de la sociedad moderna y contemporánea no ha sido diferente desde los siglos XVII y XVIII cuando inicia la expansión del capitalismo, su lucha por la conquista de nuevos mercados y la imposición gradual, pero llena de violencia, de un nuevo orden mundial que pregonaba y pregona paradójicamente la libertad, que pasó por los procesos coloniales de la mayor parte del planeta como un hecho total, o en términos actuales, global y que encausó la vida planetaria a lo que somos ahora. La historia de la modernidad se ha escrito con letra de sangre y bien podría considerarse como una civilización bárbara.
Aquí tenemos que abordar ya nuestro segundo nivel de análisis que intenta responder o acercarse a las posibles respuestas a la pregunta: ¿Por qué la violencia? O mejor, dados las terribles consecuencias de la violencia, la guerra y la conquista en nuestra historia como género humano, ¿Por qué la reproducción de la violencia?
En primer lugar, ya hemos dejado claro que histórica y estructuralmente la violencia moderna es explicable en términos de la conquista del mundo por los intereses de un sistema en expansión que tomó diversas formas dentro de un mismo proceso. Al mercantilismo de los siglos XVII y XVIII siguió la fase imperialista en el XIX, y posteriormente al final del siglo de la modernidad, la descolonización en términos de países dependientes del llamado primer mundo y el desarrollismo, llegó la fase de la globalización. Todos ellos nombres históricos para las diversas etapas de un mismo proceso de barbarie civilizatoria.
Sin embargo, existen otros factores que explican la violencia, que se encuentran ligados al proceso histórico descrito, pero que parten de otros perspectivas. Para entrar en este campo, debemos acercarnos a una definición operativa de la violencia. A diferencia de lo que muchas personas creen, la violencia es una construcción social e histórica de la humanidad que no representa como tal un instinto humano, si bien es obvio que en nuestra naturaleza tenemos las capacidades para enfrentarnos a situaciones de peligro, amenaza u odio, pero estas respuestas no necesariamente son de carácter violento, puesto que dependiendo la cultura y la situación específica, el ser humano es capaz de reaccionar por medio de la huída, el silencio, la protección o también la agresión entre muchas otras posibilidades. La violencia entendida desde la perspectiva de lo social es por lo tanto una construcción histórica que se manifiesta, ejerce y reproduce de diversas formas culturales.
Existe sin embargo un factor común que enlaza a lo largo de la historia las distintas formas de violencia. Se trata de la dualidad histórica que representa la lucha constante por el poder y la violencia masculina como medio predilecto para alcanzarlo. En efecto, los movimientos feministas han puesto en claro la visión y control hegemónico del mundo por parte del género masculino y con ello la construcción de una realidad en donde la violencia masculina es protagonista principal en su accionar cotidiano, ya sea a nivel de estados, a nivel institucional o a nivel individual . La lucha masculina por el poder no sólo subordina a las mujeres, sino también a los mismos hombres que no pueden o no quieren obtenerlo. El problema no puede simplificarse ni solucionarse así, como una batalla entre hombres y mujeres, sino como una construcción parcial de la realidad en donde los hombres poderosos pelean por el control, subordinándose unos a otros en una batalla machista en donde valores como la compasión, la sensibilidad y las demostraciones de afecto y comprensión y la solución racional y pacífica de los problemas, se subordinan como valores propios de las mujeres, los oprimidos, los marginados o los homosexuales. En este sentido, la relación entre la construcción social de los géneros masculino y femenino con la construcción social y política del mundo contemporáneo resultan visiblemente estrechas. Desde aquí se puede ver que la batalla entablada por los movimientos feministas y la perspectiva de género va más allá de la supuesta lucha entre los sexos y la sitúan en la construcción, tanto de hombres como de mujeres, de un mundo equitativo y justo, sin violencia ni guerras patriarcales por el poder mundial, nacional, institucional o familiar.
Pero aquí es donde llegamos al tercer nivel de análisis. La petición por un mundo pacífico y equitativo, en donde no quepan las discriminaciones por raza, sexo, religión o posición política no es del todo externa. Hasta ahora habíamos considerado a la violencia y algunas de sus formas de reproducción, como algo ajeno a nosotros, tanto geográfica como históricamente, quizá porque nos encontramos hablando alrededor de los acontecimientos ocurridos en Nueva York y Washington y los protagonistas de una posible guerra se perciben todavía como lejanos, a pesar del aparente acercamiento que nos permiten los medios de comunicación electrónica. Sin embargo las causas de tal problemática nos toca más cerca de lo que creemos. La línea que separa nuestras vidas cotidianas, nuestros pensamientos y acciones de la guerra y la violencia en el mundo, es quizá, sólo una ilusión.
La violencia se elabora también en nuestro interior, en una estructura interna que permite su consumo, ejercicio y reproducción en base a la apropiación que hacemos de nuestro entorno durante nuestro crecimiento como individuos y que forma parte del mecanismo de reproducción de la sociedad en general.
De manera general, los hombres crecemos con valores que justifican la violencia desde la infancia, cuando nuestros padres nos las inculcan como una forma legítima de enfrentar en un determinado momento los problemas cotidianos. La cultura del poder y la dominación masculina es engendrada en contrapeso a las características atribuidas a las mujeres. Así resulta un hecho lamentable ver a dos mujeres peleando físicamente, pero es lógica y hasta necesario cuando dos hombres lo hacen. El camino sería construir nuestras muy diversas masculinidades de tal forma que el espectáculo sea abominable en cualquier caso.
La violencia masculina no sólo podemos considerarla la responsable de las guerras patriarcales en las que mueren cientos, miles y millones de hombres, mujeres y niños, sino también lo es de la mayoría de las muertes no naturales de la vida civil, que van desde los asesinatos y riñas, hasta los accidentes o acciones en demostración de hombría y búsqueda de poder, o bien el mismo descuido en la salud personal.
Las formas de violencia introyectadas en nuestra construcción como sujetos masculinos es lo que permite, en última instancia, que exista la posibilidad de estrellar aviones contra edificios ocupados por civiles y de organizar una guerra fundamentalista y belicista como respuesta, pero son los mismos factores que permiten la violencia y abuso hacia mujeres, niños y niñas en el ambiente familiar y público y lo que permite matanzas como las de Acteal, El Bosque o Aguas Blancas. Se trata sólo de diversos niveles de manifestación.
La violencia es un fenómeno que nos invade como construcción social y que debe ser extirpada en severas batallas dentro de nosotros y nosotras mismas para no ejercerla, permitirla ni soportarla. Pero auque puede parecer sencillo, la conciencia de hacerlo no nos excluye de la posibilidad de ejercerla, dado que en su forma introyectada, actúa como un impulso que no siempre se puede contener.
De ahí la confusión de considerarla como un instinto. La erradicación de las formas violentas de relacionamiento entre seres humanos no surge sólo del deseo y la toma de conciencia personal, sino además de una lucha práctica y cotidiana que nos permite cambiar gradualmente hacia formas de ser reflexionadas y basadas en valores no ligados a la violencia ni sus formas de reproducción en base a la conciencia de la construcción de un mundo pacífico tanto para las mujeres como para los hombres.
Los atentados a las torres gemelas puede ser el inicio de una escalada de violencia y terror global, pero también nos permiten una oportunidad para pensar en el mundo que hemos construido, tanto en los frentes políticos nacionales como en nuestra cotidianidad y tomar cada uno la responsabilidad que le corresponde.
Por lo pronto, una forma de ser consecuentes con ello en la actual coyuntura mundial debe referirse a la obtención de información sobre lo que sucede en el mundo al margen de las imágenes televisivas que sólo buscan mayores audiencias, o por lo menos escucharlas con espíritu reflexivo y crítico para poder socializarlas y discutirlas con los demás. Es necesario que la discusión racional de nuestros problemas se sobrepongan a las respuestas que irresponsablemente nos ofrecen los apologistas de la violencia y la barbarie, ya sean grupos terroristas, gobiernos nacionales, o fuerzas multinacionales. La única forma posible de frenar una guerra global se encuentra en la oposición y manifestación de la población civil de todo el mundo.
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