Anhelante y confiado esperaba Nuestro Predecesor, de santa memoria, esta paz providencial, fruto sin duda de aquella fecunda bendición, que en los albores mismos de la contienda enviaba «a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión» [1] y Nos no dudamos de que esta paz ha de ser la que él mismo desde entonces auguraba, «anuncio de un porvenir de tranquilidad en el orden y de honor en la prosperidad» [2].
Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar una vez más sobre la heroica España. La Nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. La propaganda tenaz y los esfuerzos constantes de los enemigos de Jesucristo parece que han querido hacer en España un experimento supremo de las fuerzas disolventes que tienen a su disposición repartidas por todo el mundo; y aunque es verdad que el Omnipotente no ha permitido por ahora que lograran su intento, ha tolerado al menos algunos de sus terribles efectos, para que el mundo viera cómo la persecución religiosa, minando las bases mismas de la justicia y de la caridad, que son el amor de Dios y el respeto a su santa ley, puede arrastrar a la sociedad moderna a los abismos no sospechados de inicua destrucción y apasionada discordia.
Persuadido de esta verdad el sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristianas, profundamente arraigados en el suelo de España; y ayudado de Dios, «que no abandona a los que esperan en Él» (Jdt 13, 17) supo resistir al empuje de los que, engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo.
Este primordial significado de vuestra victoria Nos hace concebir las más halagüeñas esperanzas de que Dios en su misericordia se dignará conducir a España por el seguro camino de su tradicional y católica grandeza; la cual ha de ser el norte que oriente a todos los españoles, amantes de su Religión y de su Patria, en el esfuerzo de organizar la vida de la Nación en perfecta consonancia con su nobilísima historia de fe, piedad y civilización católicas.
Por esto exhortamos a los Gobernantes y a los Pastores de la Católica España a que iluminen la mente de los engañados, mostrándoles con amor las raíces del materialismo y del laicismo de donde han procedido sus errores y desdichas y de donde podrían retoñar nuevamente. Proponedles los principios de justicia individual y social, sin los cuales la paz y prosperidad de las naciones, por poderosas que sean, no pueden subsistir, y son los que se contienen en el Santo Evangelio y en la doctrina de la Iglesia.
No dudamos que así habrá de ser, y la garantía de Nuestra firme esperanza son los nobilísimos y cristianos sentimientos de que han dado pruebas inequívocas el Jefe del Estado y tantos caballeros sus fieles colaboradores con la legal protección que han dispensado a los supremos intereses religiosos y sociales, conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica. La misma esperanza se funda además en el celo iluminado y abnegación de vuestros Obispos y Sacerdotes, acrisolados por el dolor, y también en la fe, piedad y espíritu de sacrificio de que en horas terribles han dado heroica prueba las clases todas de la sociedad española.
Y ahora ante al recuerdo de las ruinas acumuladas en la guerra civil más sangrienta que recuerda la historia de los tiempos modernos, Nos con piadoso impulso inclinamos ante todo nuestra frente a la santa memoria de los Obispos, Sacerdotes, Religiosos de ambos sexos y fieles de todas edades y condiciones que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica: «maiorem hac dilectionem nemo habet», «no hay mayor prueba de amor» (Jn 15, 13).
Reconocernos también nuestro deber de gratitud hacia todos aquellos que han sabido sacrificarse hasta el heroísmo en defensa de los derechos inalienables de Dios y de la Religión, ya sea en los campos de batalla, ya también consagrados a los sublimes oficios de caridad cristiana en cárceles y hospitales.
Ni podemos ocultar la amarga pena que nos causa el recuerdo de tantos inocentes niños, que arrancados de sus hogares han sido llevados a lejanas tierras con peligro muchas veces de apostasía y perversión: nada anhelamos más ardientemente que verlos restituidos al seno de sus familias, donde volverán a encontrar ferviente y cristiano el cariño de los suyos. Y aquellos otros, que como hijos pródigos tratan de volver a la casa del Padre, no dudamos que serán acogidos con benevolencia y amor.
A Vosotros toca, Venerables Hermanos en el Episcopado, aconsejar a los unos y a los otros, que en su política de pacificación todos sigan los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo: de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados. Nuestra solicitud, también de Padre, no puede olvidar a estos engañados, a quienes logró seducir con halagos y promesas una propaganda mentirosa y perversa. A ellos particularmente se ha de encaminar con paciencia y mansedumbre Vuestra solicitud Pastoral: orad por ellos, buscadlos, conducidlos de nuevo al seno regenerador de la Iglesia y al tierno regazo de la Patria, y llevadlos al Padre misericordioso, que los espera con los brazos abiertos.
Ea pues, queridísimos hijos, ya que el arco iris de la
paz ha vuelto a resplandecer en el cielo de España, unámonos todos de corazón en un himno ferviente de acción
de gracias al Dios de la Paz y en una plegaria de perdón y
de misericordia para todos los que murieron; y a fin de
que esta paz sea fecunda y duradera, con todo el fervor
de Nuestro corazón os exhortamos a «mantener la unión
del espíritu en el vínculo de la paz» (Ef 4, 2-3).
Así unidos y obedientes a vuestro venerable Episcopado,
dedicaos con gozo y sin demora a la obra urgente de reconstrucción, que Dios y la Patria esperan de vosotros.
En prenda de las copiosas gracias, que os obtendrán la Virgen Inmaculada y el Apóstol Santiago, patronos de España, y de las que os merecieron los grandes Santos españoles, hacemos descender sobre vosotros, Nuestros queridos hijos de la Católica España, sobre el Jefe del Estado y su ilustre Gobierno, sobre el celante Episcopado y su abnegado Clero, sobre los heroicos combatientes y sobre todos los fieles Nuestra Bendición Apostólica.
* Radiomensaje a los fieles españoles: AAS 31 (1939) 151-154.
Según Raguer (La pólvora y el incienso: La Iglesia y la guerra civil española (1936-1939), Barcelona: Península, 2001, pp. 394-5) la redacción de este radiomensaje había sido encomendada al P. Joaquín Salaverri, S.J.; fue personalmente leído por S.S. ante los micrófonos de Radio Vaticana el 16 de abril de 1939 a las 11 de la mañana en España.
[1] Alocución a los refugiados de España: AAS 28 (1936) 380.
[2] l. c., p. 381.
Fuente: Página Oficial de la Santa Sede.
El editor electrónico, Lorenzo Peña, ha corregido algunos errores sintácticos de traducción que aquejan a la versión oficial vaticana.