Desde el inicio de la transición política, se han realizado cuatro reformas laborales, dos con UCD (los decretos de 1977 y el Estatuto de los Trabajadores de 1980) y dos con el PSOE (las reformas del Estatuto de 1984 y 1994). El pretexto ha sido siempre el mismo: facilitar la creación de empleo para poder acabar con la lacra lacerante del paro. Pero unas simples cifras pueden servir para mostrar que ninguna de ellas lo ha conseguido. En la actualidad, el empleo es inferior en 268.000 personas al que había en 1975 mientras que, en estos años, la población en edad laboral ha aumentado en 6.1 73.000 personas. Como consecuencia, el paro, que en 1975 afectaba al 3,4% de la población activa, hoy afecta al 21,8%, alcanzando a 3.920.000 trabajadores. Sin embargo, para lo que si han servido es para deteriorar la calidad del empleo (la precariedad --que en 1975 ni siquiera era recogida en las estadísticas-- hoy la sufren nada menos que el 33,6% de los asalariados) y para infligir una pérdida de derechos laborales que está debilitando considerablemente a la clase obrera.
La reducción de la precariedad y la restauración de los derechos perdidos exigen una nueva reforma laboral, que debería partir de las siguientes consideraciones:
- Ninguna reforma laboral conseguirá aumentar el empleo y reducir el paro sencillamente porque, al contrario de lo que propugnan los neoliberales, la creación de empleo no depende de las condiciones de funcionamiento del mercado de trabajo, sino de la marcha de la economía. Para reducir el paro se necesita una política económica expansiva que genere puestos de trabajo, una política industrial activa, el aumento de la participación del Estado en la economía, el reparto del trabajo mediante la reducción de la jornada laboral, etc. es decir, se necesita una política económica que está en las antípodas de la que se ha practicado en los últimos años y de la que exige Maastricht, la convergencia y la Unión Económica y Monetaria.
- La reducción de la enorme precariedad actual exige restaurar la causalidad en la contratación, esto es, partir del principio de que todo trabajo permanente debe estar cubierto con un contrato indefinido. Para ello es necesario derogar las figuras contractuales actuales que no tienen causalidad, regular los contratos no indefinidos de forma que sólo puedan amparar a trabajos coyunturales y establecer garantías efectivas de control de la contratación.
La restitución de los derechos laborales suprimidos en la reforma de 1994 debe ser uno de los objetivos fundamentales. En este sentido, es necesario eliminar la posibilidad de que se consideren despidos individuales o traslados individuales a aquellos que afectan a menos de un 10% de la plantilla, establecer más garantías en los despidos, restaurar los derechos indisponibles, etc.
En definitiva, el objetivo del movimiento sindical debería ser una nueva reforma laboral que hiciera retroceder a la contrarreforma de 1994, contra la que el 27 de enero de 1994 se hizo una huelga general.
Sin embargo, durante los últimos tiempos, ha arreciado la campaña en torno a la necesidad de una nueva reforma y para ello se han utilizado toda clase de subterfugios. No ha pasado ni un día sin que el Gobierno, el principal partido de la oposición, los medios de comunicación o los gurus de la economía hayan hablado de la necesidad y la urgencia de que los sindicatos y la patronal lleguen a un acuerdo para flexibilizar el mercado de trabajo. Y así, sin que los sindicatos hayan hecho prácticamente nada por evitarlo, se ha instalado la idea de que la reducción de la precariedad y la lucha contra el paro pasan por una profundización de los aspectos más negativos que introdujo la reforma de 1994.
La reforma de 1994 supuso una pérdida considerable de derechos laborales. Por un lado, se introdujo el llamado despido individual plural (los que afecten a menos del 10% de las plantillas, con un tope de 30 trabajadores al trimestre), con lo que las empresas podrían efectuar un ajuste importante de sus plantillas (hasta 116 trabajadores al año) sin que se consideraran despidos colectivos, que requieren de la intervención de los sindicatos. Por otro, se introdujeron dos nuevas causas de modo que, desde la reforma, los empresarios pueden despedir por razones económicas, técnicas, organizativas o por circunstancias de la producción. El objetivo era conseguir que la mayor parte de los despidos fueran considerados procedentes (que cuentan con una indemnización de veinte días por año con 12 mensualidades como tope) y evitar, como venía ocurriendo hasta entonces, que los jueces los terminaran fallando como improcedentes (con cuarenta y cinco días por año trabajado y un tope de 42 mensualidades)
Sin embargo, en la práctica, este objetivo no se consiguió, pues el 72% de las sentencias de las Magistraturas de Trabajo continúan siendo favorables a los trabajadores. En consecuencia, desde el punto de vista de la patronal era necesaria una nueva reforma para conseguir que, en la práctica, los despidos funcionasen como estaba pensado en 1994 que deberían hacerlo. El objetivo de la patronal no era tanto reducir la indemnización del despido improcedente que existe actualmente, como conseguir que la mayoría se canalizara por la vía del despido objetivo, con un coste mucho menor. Además, se trataba también de reducir el recurso de los trabajadores a los tribunales por la vía de una legislación que les convenciera de que sería inútil.
Todo esto es lo que está detrás de la nueva redacción del artículo 52c del Estatuto de los Trabajadores, en el que se trata del despido objetivo individual. Cuando los empresarios quieran justificar el despido por causas económicas, bastará que acrediten que contribuye a la superación de situaciones económicas negativas. Y cuando recurran a las causas técnicas, organizativas o por circunstancias de la producción, bastará con que el despido sirva para superar las dificultades que impidan el buen funcionamiento de empresa, ya sea por su posición competitiva en el mercado o por exigencias de la demanda. Es decir, al introducir la superación de las situaciones negativas, la demanda o la competitividad, los empresarios lo tendrán fácil para despedir. Los despidos improcedentes, los que cuentan con una indemnización de cuarenta y cinco días por año, se convertirán en despidos de arte y ensayo.
Por otra parte, el exceso de precariedad puede llegar a constituir un obstáculo para los aumentos de productividad en la medida en que puede dificultar la formación, la adquisición de habilidades profesionales, etc... En este terreno, se trataba también de introducir una nueva figura contractual que, siendo en la práctica también precario (si los contratos indefinidos tuvieran una indemnización por despido muy reducida, los contratos temporales no serían utilizados en absoluto), estuviera más acorde con las necesidades de los empresarios. El nuevo contrato indefinido, que cuenta con una indemnización muy reducida (treinta y tres días por año con un tope de veinticuatro mensualidades), combinado con la nueva reducción del artículo 52c, puede cumplir este objetivo.
Así pues, la reforma que se acaba de aprobar no busca crear más empleo, como falazmente se propaga. Ello exigiría revisar muchas más cuestiones que la mera contratación y una nueva redacción del despido (Maastricht, la política económica, el reparto de trabajo, etc.) Tampoco se pretende reducir la precariedad a pesar de que continuamente se nos diga que el nuevo contrato supondrá un avance considerable, porque se siguen manteniendo las figuras actuales por las que se canaliza la precariedad. Al contrario, lo que puede ocurrir es que el nuevo contrato indefinido con despido barato termine sustituyendo a gran parte de los contratos indefinidos actuales. Y por supuesto, no se trata de implantar un nuevo modelo de relaciones laborales, más armonioso, restaurando los derechos cercenados. La quinta reforma laboral del período democrático no es otra cosa que la profundización en el camino abierto por las cuatro anteriores: la desregulación del mercado de trabajo hasta convertir a las relaciones laborales en la ley de la selva.