2003, Año Stalin
Stalin ocupó sucesivamente diversos cargos en la dirección del partido comunista, del gobierno soviético y del ejército rojo, mas su posición de liderazgo excedió los poderes inherentes a esos puestos.
Sobre el papel, siempre fue un simple primus inter pares, nombrable y destituible sin previo aviso, de un día para otro, porque ninguna de sus funciones implicaba estar investido de un cargo de duración determinada, salvo por expiración del mandato del órgano ejecutivo que lo elegía --buró político del comité central del partido, consejo de ministros, etc; órgano que lo designaba, en teoría, para asumir esa labor de mero coordinador día a día, revocable en cualquier momento.
Por extraño que ello pueda parecer, Stalin no llegó nunca a ostentar un cargo similar al de jefe de estado o de posición suprema en la jerarquía gubernamental soviética. En rigor no hubo en aquella época en la URSS --a tenor de sus sucesivas constituciones-- ningún cargo individual de jefatura estatal, ningún Presidente de la Unión o Primer Magistrado, porque esa función fue asumida por un órgano colegiado, el Presidium del soviet supremo --según el espíritu colectivista que profesaba el fundador de aquellas instituciones, Vladimir Lleñin (inspirado probablemente en el modelo helvético, toda vez que había vivido unos cuantos años exiliado en Suiza).
Ese Presidium, esa presidencia colegiada, elegía un coordinador o presidente (concretamente, Calinín durante buena parte de la jefatura política de Stalin); ese presidente era, de alguna manera, el nº 1 del estado. En períodos posteriores Bresnef y Gorbachof ocuparon ese puesto ya como jefes del estado soviético (Jruschof no llegó). Lleñin sólo había sido primer ministro (presidente del consejo de comisarios del pueblo), y ese mismo cargo lo ocupó Stalin en los últimos años de su vida (antes lo había desempeñado Molotof).
Stalin fue siempre para todos sus seguidores --muchos millones en todo el planeta-- `el camarada Stalin'. Nunca recibió ninguna denominación deferencial o respetuosa (al revés de Mao Tsetung, llamado en China `el Presidente Mao' desde la Revolución Cultural de 1966). Salvo sus rimbombantes títulos militares (`mariscal y Generalísimo de la Unión Soviética'), ningún nombramiento le incumbía más que provisionalmente.
Sin embargo, ningún ser humano ha igualado en la historia su autoridad, su influencia política, o su capacidad de decisión. Una vez aureolado en el movimiento comunista mundial como un gran teórico y un hombre de magistral visión, eso --dado el prestigio de la teoría marxista-leninista que él encarnaba-- hacía de él una figura sin par.
Sería erróneo creer que el poder y la influencia de Stalin le vinieron automáticamente conferidos simplemente por esa circunstancia de haber sido reconocido como el gran adalid de la doctrina oficial del comunismo. Ciertamente cuantos, como Winston Churchill, han pensado que era el más sobresaliente político de todos los tiempos no lo han hecho por adhesión a la doctrina marxista-leninista.
De entre los revolucionarios ninguno ha dejado un balance comparable al suyo: a su Patria de adopción, Rusia, la convirtió en la gran potencia que había dejado de ser por los devaneos y las extravagancias de los últimos zares, recuperando casi todos los territorios perdidos por culpa de Nicolás II (incluidos los que Lleñin hubo de abandonar en el tratado de Brest-Litofsk, 1918); formó un bloque de estados, encabezados por Rusia, que abarcaba casi el tercio de la humanidad, desafiando al imperialismo; derrotó a Alemania; legó un país fuerte y próspero, en vías de recuperación de los estragos de la guerra, con una cadena de países asociados (varios de ellos, desde luego, más sometidos que aliados en pie de igualdad: eran naciones vencidas, que habían hecho la guerra al lado de Hitler).
Pese a las turbulencias de los últimos años (disidencia de Tito, oscilante política en el Oriente medio, dificultades en el avispero coreano), en 1953 había un movimiento comunista mundial de muchos millones de luchadores revolucionarios, unidos, disciplinados, que comulgaban con una ideología, con una fe ardiente en la causa del comunismo, con un espíritu desprendido, altruista, generoso, de pasión y tesón, de empeño, de sacrificio, de abnegación, que, en todo eso, superaba, con creces, a cualquier movilización de masas que haya habido en la historia.
Stalin era un hombre de talante ecléctico, con una tendencia a combinar rasgos opuestos en cierta medida. Así, era a la vez un universalista (siempre siguió insistiendo en la perspectiva de la revolución planetaria) y un localista; ese localismo se plasmó en su visión de que, cuando los comunistas asumen la dirección revolucionaria en un país, han de hacer suyos los intereses, las tradiciones (depuradas) y hasta el estilo del pueblo de ese país. Él, georgiano y ruso de adopción, fue el más ruso de todos los dirigentes bolcheviques, un hombre de la Rusia profunda y hasta una especie de personaje de Dostoyevsqui. (A la vez, por su origen transcaucásico, pudo aportar --como novedad en el panorama político de entonces-- una visión menos eurocéntrica; gracias a lo cual tenía que ser él, sólo él --como efectivamente lo fue--, quien emprendiera, desde 1917, la labor de creación del nuevo estado soviético plurinacional.)
Otro de los pares de rasgos antitéticos que se daban en su personalidad era el que forman --en palabras del propio Stalin-- el ímpetu revolucionario ruso y el espíritu práctico norteamericano. A su muerte dejó entusiasmo de masas, pero dejó también realizaciones palpables y tangibles: estructuras de poder consolidadas; una potente industria moderna; un eficiente sistema de planificación económica que había pulverizado los pronósticos de los agoreros; un edificio legislativo avanzado, fundamentado en la constitución de 1936; un bloque político-militar del Elba a la península indochina que --pese a su aplastada inferioridad tecnológica, científica, industrial, económica, y armamentística frente a la apabullante superioridad imperialista-- podía tener en jaque a los enemigos y defender con éxito la paz y la posibilidad de seguir construyendo, sin guerra, la nueva sociedad más igualitaria y menos injusta.
Eso explica la rabia de sus enemigos, de los adversarios de todo aquello por lo que él luchó: el comunismo, Rusia su patria, Asia, las razas del sur, la gente pobre y humilde. De ahí que ninguna acusación sea suficiente contra él.
Stalin no estableció el régimen de partido único en Rusia. Ese régimen surgió de la durísima guerra civil de 1918-22. Cuando, tras la 2ª guerra mundial, Stalin pudo imponer un rumbo determinado a la mayor parte de los estados de Europa oriental, quiso que no hubiera allí partido único.
Para consolidar el poder que él encabezaba, Stalin acudió a métodos sumamente severos (aunque los actos crueles de la guerra civil no habían sido obra suya). En la áspera lucha intestina del partido bolchevique, Stalin no fue ni tierno ni benigno hacia las fracciones que quedaron en minoría (ni más ni menos que como seguramente habrían obrado los jefes de esas fracciones si hubieran obtenido la mayoría). Las revoluciones no son suaves ni risueñas para los revolucionarios.
De esos episodios, de las duras purgas del decenio de 1930-40 (en las que --desencadenado el furor inquisitorio y perdido frecuentemente el sentido de la mesura-- algunos líderes llegaron al fanatismo y a la represión preventiva), surgió la leyenda negra de un Stalin tirano, odiado y temido por sus súbditos, súbditos cuya vida pendía del capricho del Calígula del Kremlin.
La colectivización del campo --que permitió a millones de agricultores salir del embrutecimiento y del primitivismo-- fue pintada por los escritores antisoviéticos como un genocidio.
A partir de ahí un montón de pseudohistoriadores dejaron volar su imaginación, inventando cifras mitológicas sobre el supuesto número de millones de víctimas de la represión stalinista. Copiáronse unos a otros sin tener que sujetarse a ningún control; acudieron a procedimientos extrapolatorios carentes de rigor y que nadie toleraría en ningún otro ámbito; siguieron hinchando y abultando la fábula. Los ayudaban dos factores:
Ese equívoco pareció a todos una confesión tácita. Luego era verdad. Luego Stalin mató a millones. Luego el pueblo ruso gimió y padeció bajo su férula. Luego era un monstruo, igual o peor que Hitler. ¡Claro, así se explicaban el pacto entre Rusia y Alemania de 1939, la anexión de las pobrecicas Estonia, Letonia y Lituania, el gulag denunciado por Solyenitsin!
Tras la caída, en 1991, del poder soviético (o lo que de él quedaba bajo Gorbachof), se han lanzado varias veces proclamas de que por fin empezaban a hallarse fosas comunes de las víctimas del stalinismo. Una asociación rusa, Memorial, vive de revivir esas fábulas cada equis tiempo.
Cada vez ha sido de escasa duración el regocijo de la prensa burguesa por el presunto hallazgo. En suma, Stalin se cargó entre 1936 y 1940 a muchos millones de súbditos, mas no ha quedado rastro de tal sangría: no hay testimonios, ni pruebas materiales; y, lo que es más extraño, ese país desangrado, ese montón de cadáveres, venció al invasor que había aniquilado militarmente a Francia (cuyo ejército era uno de los más fuertes del mundo).
Si las cifras de los pseudohistoriadores suelen ser míticas (desde los números que narra la Biblia hasta los de Heródoto), y si la crítica científica casi siempre tiende a rebajar, depurar y eliminar ceros, en este caso las técnicas del estudio riguroso y objetivo pueden ejercitarse sobre un material abundante, ahora libremente explorado y explotado por los historiadores. Éstos pueden aferrarse, cada uno, a sus prejuicios, a sus puntos de vista sesgados, a sus convicciones irracionales, mas tienen que contrastar todo eso --gústeles o no-- con los datos de los archivos, con las exploraciones del terreno, con los métodos científicos de inspección de los restos materiales.
Todo eso está contribuyendo a disolver la leyenda negra como se disuelve un azucarillo en el agua del mar.
Stalin sale victorioso de esa confrontación. Ya no volverá a tener fervorosos e incondicionales seguidores; ya su nombre no llevará al heroísmo y al sacrificio de la vida por una causa justa a miles de luchadores; ya no suscitará desbordamientos de amor colectivo rayano en la histeria. Sus obras no serán estudiadas con esa mezcla de fe, razón y emoción que jamás han podido recabar las escrituras de ninguna religión, ni la Biblia ni el Corán, ni los dichos del Buda ni los libros sibilinos. Y es que, a diferencia de todos esos escritos, los de Stalin inspiraban, no sólo creencia, sino también convicción argumentada. La revelación estaba basada en la inferencia.
Todo eso pasó y no volverá. No volverá nunca nada comparable a aquella monolítica congregación intercontinental de los combatientes del comunismo científico y de la revolución proletaria mundial.
Ni siquiera volverá Rusia a las fronteras de 1905, que Stalin logró aproximadamente restituirle.
Pero sí volverá el prestigio de Stalin como un hombre de progreso y un estadista inteligente y hábil, como un racional planificador, como una persona de hondas convicciones, de pasión por una causa; pero también alguien sensato, prudente, realista, que desconfiaba de los soñadores y de aquellos para los que las cosas son fáciles.
Al inaugurar este año 2003 como AÑO STALIN, ESPAÑA ROJA espera poder publicar nuevos escritos del revolucionario georgiano que todavía tenemos en preparación (como los Problemas económicos del socialismo en la URSS, que deseamos sacar para el otoño), así como varios comentarios a algunas de sus obras y análisis históricos de algunas facetas controvertidas de su acción política --como el pacto germano-soviético de 1939 (pacto que, a nuestro juicio, salvó al mundo, escudando a la Unión Soviética del entonces inminente ataque conjunto germano-japonés).
Damos la bienvenida a sugerencias y colaboraciones.
Lorenzo Peña
2002-12-31
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Director: Lorenzo Peña