por Lorenzo Peña
. 2004-12-08 .
(Revisado en 2004-12-13 y en 2006-03-31)
Índice
§1.-- Primeros años de la vida de Murillo
Sevillano, nacido el 31 de diciembre de 1617 (meses antes del estallido de la guerra de los 30 años), Murillo era el benjamín de una familia obrera. Tuvo 13 hermanos mayores. Fue bautizado en la iglesia de la Magdalena el 1 de enero de 1618.
Su padre, el barbero Gaspar Esteban, murió el 25 de julio de 1627, cuando Murillo tenía nueve años. El 8 de enero del siguiente año fallece su madre, María Pérez. En el futuro, Bartolomé adoptará el segundo apellido de su madre, `Murillo'.
Huérfano, pues, a los 10 años de edad, fue adoptado por su hermana Ana, casada con Juan Agustín Lagares, de Baena, barbero cirujano. No sabemos cuántos hermanos de Bartolomé estaban aún en vida. En su nuevo hogar, el niño Bartolomé Esteban convive con sus 3 sobrinos carnales, Luis, Tomasa y Juana.
Sin duda fue un ambiente de afecto familiar, que alivió la afligida orfandad del futuro genio de la pintura. Ya viudo --y casado en segundas nupcias--, Juan Lagares continuará siendo tutor de Bartolomé, quien de hecho será nombrado más tarde albacea testamentario por su cuñado Lagares, lo cual indica las buenas relaciones entre ellos.
En 1633 Bartolomé solicita permiso para pasar a Indias con su hermana María, su cuñado, el doctor Gerónimo Díaz de Pavía, y su primo, Bartolomé Pérez. No lo quiso así el Destino; tal vez fue denegada su petición.
Ante esa situación, Lagares coloca a Bartolomé como aprendiz del pintor Juan del Castillo (1584-1640). En su taller estará 5 años. Castillo era un artista respetado en Sevilla y recibía muchos encargos; era un pintor un poco arcaizante, de paleta clara y colores fríos. Entre los compañeros de taller figuraba Alonso Cano.
Las primeras pinturas de Bartolomé estarán influidas por el estilo del maestro Castillo (así en «La Virgen del Rosario con Santo Domingo»). También cabe rastrear en esas primeras pinturas de Bartolomé Murillo otras dos influencias: (1ª) la riqueza luminosa y temática de Juan de Roelas, o Ruelas (pintor que muere en 1625 tras haber renovado la escuela sevillana); y (2ª) el vigor plástico de Zurbarán, quien vivía entonces su apogeo artístico.
La fuerza plástica es justamente el rasgo prevalente del primer gran ciclo de Murillo, al que me referiré más abajo: el conjunto pictórico para el Claustro Chico del convento franciscano de Sevilla.
Al marcharse de Sevilla su maestro en 1639, Murillo no halló otra colocación; tuvo que ganarse la vida pintando sargas --estampas religiosas en tela basta, que se vendían por cuatro gordas en los mercados sevillanos y solían destinarse a México y otros territorios ultramarinos españoles.
No sólo era Sevilla el centro de producción artística para el Nuevo Mundo, sino que además el arte constituía entonces una de las principales ramas de la economía. Al mercado indiano se añadía el local, teniendo en aquel tiempo la ciudad del Guadalquivir más de 140 iglesias y decenas de conventos y monasterios.
Para entender el transfondo de esa actividad artística, conviene una digresión sobre las circunstancias político-culturales. El devoto ambiente de la contrarreforma hacía que esa producción constituyera un puntal de la auto-representación nacional española en la época de la Casa de Austria.
En ese período (siglos XVI y XVII) la política regia se concebía como servidora de unos valores, una misión religiosa, una visión cristiana de la vida y una solidaridad social fundada en tales valores.
Esa visión fue conceptualizada por los teóricos del pensamiento jurídico-político español de los siglos XVI y XVII, cuyo más brillante adalid fue el jesuita Juan de Mariana. En esa visión idealizada, la España de los Austrias se concibe como el resultado, a la vez, de la naturaleza (que ha constituido la tierra hispana en una unidad diferenciada), la historia --con sus contingencias dinásticas-- y la común adopción de una fe cristiana y la adhesión a los valores católicos, las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, más las cardinales de prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
El panorama que dibujan algunos doctrinarios de esa autoimagen nacional es un tanto maniqueo. Tendríamos, frente a frente:
En particular, hay en el pensamiento español de esa época un contundente rechazo de la mentalidad luterano-calvinista --cuyo análisis hará decir siglos después al sociólogo alemán Max Weber que el capitalismo es hijo del protestantismo--, mentalidad abrazada en Inglaterra, Holanda, las monarquías nórdicas, una buena parte de las germánicas y un sector de la nobleza francesa; según la misma, el hombre se salva sólo por la fe, mientras que el éxito o el fracaso en los negocios son señales de predestinación divina que los humanos no deben contrariar con dádivas. Frente a ese planteamiento, la doctrina de la contrarreforma recalcará al máximo el papel, para la salvación del hombre, de las buenas obras (y por lo tanto de la generosidad).
El debate sobre el futuro dogma de la Inmaculada Concepción era un reflejo de esa España Mariana en la autoimagen de nuestro Siglo de Oro. Ese proyecto de nuevo dogma adquiere los tintes de una ideología nacional, una exaltación de la Madre de Dios como protectora de la nación hispana y su misión político-cultural en el orbe, frente a las desordenadas fuerzas del mal.
(De esa imagen es revelador el hecho de que en Sevilla había una comunidad negra --en parte esclavos, en parte libertos-- congregados en una de las muchas cofradías y singularmente devotos de la Inmaculada Concepción.)
Naturalmente hay variaciones y vacilaciones en tan exaltada y frecuentemente falaz autoimagen, que puede haber estado alejadísima de una realidad a menudo sórdida y desalmada.
La visión de una España caballerosa en lucha contra los malignos y pérfidos enemigos del norte viene zarandeada en el Quijote y en la novela picaresca, e implícitamente cuestionada por las corrientes del tacitismo (concesión al maquiavelismo un poco vergonzante) con representantes como Diego Saavedra Fajardo (si bien éste volverá al final a una visión más tradicional). Esos pensadores lamentan ese idealismo fácil, al que acusan de ser causa de nuestros reveses a mediados del siglo XVII (la presunta «decadencia»), preconizando en su lugar una política más astuta y más realista, menos escrupulosa o remilgosa, más parecida a la de las denostadas monarquías septentrionales. También entre la pléyade del nuevo pensamiento político-económico que fue el arbitrismo se encuentran actitudes que quieren más trabajo, más producción, más efectividad, y menos caridad estéril.
Ese transfondo sitúa la obra de Murillo, un pintor que va a plasmar en sus cuadros y en sus frescos, con acentos fortísimos, esa autoimagen que recalca la exaltación mariana, el amor al prójimo, a la gente humilde, la hermandad y la caridad (tema fundamental en su vida y en su obra).
En 1642 un ex-compañero de taller, Pedro de Moya (1610-1666), de vuelta de Inglaterra, pasó por Sevilla camino de Granada; había estado en Flandes, impresionado por el arte de Van Dyck. Su afán de trabajar con el maestro flamenco lo llevó a Inglaterra. El entusiasmo de Moya por la pintura holandesa puede haber sido un acicate para que Murillo quisiera viajar por entonces.
Se cree que por esos años de 1640 y tantos (aunque, según algunos autores, más tarde, hacia 1658) Bartolomé Murillo, ansiando ahondar sus estudios pictóricos --quizá acicateado para ello por el reencuentro con Pedro de Moya--, se trasladó a Madrid, donde presuntamente sufrió el influjo de Velázquez, pintor oficial de la Corte y el número uno de la pintura española de todos los tiempos. J.A. Ceán Bermúdez (1749-1829) señaló que el viaje tuvo lugar en 1642 y que Murillo visitó a Velázquez, quien lo recibió cordialmente, facilitándole la visita a las colecciones pictóricas del Palacio Real, del Buen Retiro y del Escorial. Bartolomé habría pasado un tiempo en la capital, afanándose por dominar las técnicas del dibujo y del claroscuro según se plasmaban en la pintura flamenca y en la veneciana; entonces habría estudiado, en la Galería Real, las obras de Ticiano, Guido Reni, Rubens y Van Dyck. Otros estudiosos señalan, sin embargo, la carencia de base documental que confirme esa estancia de Murillo en Madrid.
También se ha afirmado que Velázquez presentó varias obras de Murillo a S.M. el Rey Don Felipe IV; sea así o no, el estilo de Bartolomé no parece haber impresionado favorablemente en la Corte. Murillo es un pintor popular; su pintura humilde, serena y afable no es lo que gusta a los monarcas y a la grandeza.
Así, Murillo se volvió a Sevilla (si es que había salido de ella). Se ha dicho que el regreso fue precipitado por la muerte de un tío y la necesidad de atender a una hermana desamparada. En cualquier caso, el 7 de febrero de 1644 Murillo es recibido como hermano en la Cofradía del Rosario de la iglesia de la Magdalena. Otra cofradía a la que perteneció también Murillo es la Hermandad de S. Lucas, que acogía a varios pintores en su capilla situada en la iglesia de S. Andrés.
Tras algún encargo de poca envergadura, en 1645 se comprometió a completar, en un par de años, 22 lienzos y frescos murales en el Claustro Chico del convento de S. Francisco en Sevilla. Entre ellos figuran representaciones de S. Francisco, S. Diego y Santa Clara.
Luz y color fueron siempre elementos centrales de los sucesivos estilos de Bartolomé Murillo. Inicialmente había reflejado una luz uniforme, sin muchos contrastes. En estos años a los que ahora me estoy refiriendo (últimos de la década de los 40 y primeros cincuenta) va cambiando ese estilo, justamente al trabajar en el claustro de S. Francisco. Aparece un acento tenebrista, influido por Zurbarán y Ribera. A partir de 1655 Murillo asimila la técnica pictórica de Herrera el Mozo, con sus transparencias y juegos de contraluces.
En esa fase de transición dos composiciones anuncian nuevas tendencias estilísticas: la «Cocina de los Ángeles» (Museo del Louvre, París) --donde se manifiesta una penumbra evanescente que envuelve la cocina del convento-- y «la Muerte de Santa Clara» (Gemaldegallerie, Dresden), por la procesión de las jóvenes santas, figuras llenas de frescor, animación y agilidad, que anticipan el tipo femenino reiterado en la obra posterior. Perfílanse entonces paulatinamente las curvas más amplias, los movimientos más acentuados, los ritmos más inestables que alcanzarán luego su plenitud.
Acababa Murillo de completar el trabajo en el convento franciscano cuando su hermana casó con un noble adinerado, quien, generoso y agradecido, decidió ayudar económicamente al pintor por lo que éste había hecho por su hermana en tiempo de necesidad.
Esa ayuda más los emolumentos recibidos por la obra pictórica del Claustro Chico aportan un desahogo económico que permite a Bartolomé pensar en contraer matrimonio. Trabajando en una pieza del altar de la Iglesia de S. Jerónimo en Pilas, necesitaba un modelo; volvióse y vio a una muchacha que rezaba arrodillada; le pidió posar como ángel; ella accedió. Era Dª Beatriz Cabrera Sotomayor (o Villalobos), sevillana de buena familia y de 22 años, vecina de la parroquia de la Magdalena. El 26 de febrero de 1645 contraen matrimonio en esa parroquia.
Empezó mal. El flechazo no parece haber sido tan embriagador como lo deseaba el enamorado, porque, curiosamente, la novia fue forzada al enlace por sus propios padres (que sin duda hicieron pasar el arte por encima del dinero); en las amonestaciones (según el ritual eclesiástico en vigor desde el Concilio de Trento), el día 7 de ese mes de febrero, Beatriz había afirmado que la compelían a casarse contra su voluntad, lo cual provocó la suspensión de la boda; seis días después cambió sus declaraciones, siendo autorizado entonces el casamiento. A pesar de tal tropiezo inicial, el matrimonio fue venturoso y tuvo 9 hijos. Murillo tomó entonces a su esposa como modelo para sus pinturas de la Virgen María. Sus tres primeros hijos, a su vez, fueron modelos como ángeles y querubines.
Beatriz moriría dando a luz en enero de 1664, a los 41 años de edad. (Por entonces la cuarta parte de las mujeres morían en el parto.) Esos 19 años constituyen el período feliz y próspero de la vida de Bartolomé Murillo. Su fama crecía, los encargos se acumulaban;
compró esclavos e invirtió dinero en una compañía de comercio indiano. De los cuadros de esa etapa de su vida podemos citar la «Adoración de los Pastores» de 1650.
Tras la buena acogida que otorgó el público a la serie del Claustro Chico, Bartolomé abre su propio taller, que da entrada a una avalancha de encargos y que acoge a muchos aprendices y discípulos, entre otros Manuel Campos. Por entonces esa morada-taller de Murillo se transforma en albergue de artistas y amantes del arte de la ciudad andaluza y en foro de animados debates, que fueron inspiradores para la obra del gran pintor. Bartolomé pintó entonces muchas de sus obras relevantes, como la «Huida a Egipto» y la «Anunciación» (pintada en los años 1655 a 1665). El Cabildo de la Catedral le confía la decoración de una capilla (la gigantesca Visión de S. Antonio) en 1656 y, unos años después, la de la Sala Capitular (la Inmaculada, santos y obispos sevillanos).
Necesitando espacio para el taller, Bartolomé se muda de la modesta casa donde hasta entonces había vivido --junto al convento de S. Pablo-- a la calle Corral del Rey, en la parroquia de S. Isidoro, y más tarde a otra en la de S. Nicolás; allí residirá aún cuando la ciudad venga devastada en 1659 por la peste, que matará a la mitad de la población. Entre las víctimas mortales estarán 3 hijos de Murillo. El matrimonio Murillo tendría otros hijos después; de ellos dos se hicieron religiosos: Isabel Francisca fue dominica y Gabriel, franciscano.
La prosperidad del matrimonio Murillo se ve azotada por la grave crisis económica por la que atravesaba Sevilla, a causa de la peste, la guerra con Francia, Inglaterra y Suecia, la secesión de Portugal y los ataques corsarios contra las flotas que hacían el comercio indiano. Sin embargo, sigue recibiendo encargos el taller de Bartolomé Murillo. Uno de ellos fue el lienzo de la Inmaculada Concepción para la iglesia de los Franciscanos, llamada «La Grande».
Hacia 1652 empieza Murillo a trabajar su «estilo cálido» (al que ya me he referido más arriba), con tonalidades luminosas y colores vibrantes. A esa fase pertenecen «S. Leandro» y «La Natividad de la Virgen».
En 1660 Murillo y Francisco de Herrera el Mozo fundan la Academia de Dibujo de Sevilla. Ellos serían los dos primeros presidentes, aunque Herrera sólo permanece unos meses en la ciudad andaluza. El propio Bartolomé Murillo cesa en el cargo en 1663, teniendo como sucesor a Valdés Leal.
A pesar de su fama, Murillo sufre también decepciones y contratiempos profesionales, como las desavenencias con Valdés Leal, que lo llevan a dimitir de la presidencia académica. La Academia hizo una enorme labor; en ella se formaron muchos pintores, retablistas, escultores y decoradores sevillanos.
En 1663 Murillo sufre graves reveses personales: abandona la presidencia de la Academia y se queda viudo. Los últimos 18 años de su vida fueron entristecidos por esa viudedad.
Sin embargo pictóricamente constituyen un período fecundísimo. Económicamente es también un momento de vacas gordas: en 1659 se han firmado, ¡por fin!, las paces con Francia (el Tratado de los Pirineos) y --a la espera de una nueva agresión de Luis XIV unos pocos años después-- se vive un corto remanso pacífico, un bonancible respiro. En 1665 encargan a Murillo pintar los lienzos para Sta. María la Blanca --«el Sueño del Patricio» y «El Patricio relatando su sueño al papa Liberio»--. Poco después le encargan las pinturas del retablo mayor y las capillas laterales de la iglesia de los capuchinos de Sevilla y --como ya se ha señalado más arriba-- las pinturas de la Sala Capitular de la Catedral.
Fue en ese mismo año de 1665 cuando Murillo entró en la Cofradía de la Santa Caridad lo que le da ocasión para pintar la decoración del templo del Hospital de la Caridad de Sevilla. Recibió tal encargo del filántropo D. Miguel de Mañara.
Conviene decir unas palabras sobre este hombre. Era caballero de la Orden de Calatrava y Hermano Mayor de la Santa Caridad. Entre 1666 y 1670 proveyó de dotes matrimoniales a 95 doncellas pobres. Al morir en 1679, dejará prohibido en su testamento gastar en honras fúnebres, instituyendo heredero de toda su fortuna al Hospital, para mejor servicio a los pobres (salvo pequeñas sumas legadas a sus sirvientes).
Los once paneles que pintó Murillo para el Hospital de la Caridad materializan la fase última de la obra de nuestro pintor: el «estilo vaporoso»: sutiles gradaciones luminosas para crear una perspectiva aérea; tonos transparentes; fulgores de luz; figuras idealizadas; formas agradables, blandas, con transiciones difuminadas, colores delicados, expresión y ambiente dulces. Sin embargo, la deliciosa sentimentalidad de ese estilo vaporoso la compartían ya cuadros de una etapa anterior, sus escenas, llenas de calor humano, de la vida popular, como las de los muchachos callejeros, en contraste con el tono firme y severo de algunos retratos.
Cuando los Capetos franceses se adueñen de la Corona de España en 1701, se empeñarán en destruir y dispersar buena parte del legado cultural de la dinastía austríaca a la que habían desbancado (legado que será más tarde rescatado y rehabilitado por el romanticismo liberal del siglo XIX; entre los románticos decimonónicos se considerará a Murillo «el pintor del Cielo» y «el Rafael español»).
A la mutación axiológica que acompaña al cambio dinástico de 1701 podrá dársele la explicación que se quiera: p.ej. una explicación marxista, que vería a los Austrias como defensores de los valores patriarcales y señoriales --con la caridad como reflejo idealizado de la realidad estamental rígidamente jerarquizada-- y a los Borbones, en cambio, como representantes de una transición al orden capitalista burgués, de empresarios movidos por la caza de ganancias. Puede en parte explicarse por motivos más banales: la dinastía advenediza era simplemente la francesa, dependiendo su legitimación de echar a pique esa imagen de una España baluarte de la catolicidad frente a la descreída e impía corte versallesa.
Sea lo que fuere --y dejando su parte a la simple ley del péndulo, que explica, o describe, tantas alteraciones de mentalidad de unas generaciones a otras--, el hecho es que el siglo XVIII, el supuesto siglo de las Luces --y en España el de la Ley Sálica--, será, entre nosotros, no sólo el siglo del despotismo monárquico más absoluto, sino también un período de escasos y modestísimos avances económicos o técnicos (en parte un siglo perdido, en que nuestra Patria se ve marginada del progreso científico y jurídico que se está viviendo en San Petersburgo, Viena, Florencia, Londres e incluso en París); y una centuria de desapego a buena parte de nuestro patrimonio histórico-cultural, sin que se produzca (ni en arquitectura, ni en pensamiento político, ni en pintura, ni en literatura, ni en filosofía, ni en teología) nada de un valor comparable a Santa Teresa de Jesús, Herrera, Quevedo, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Cervantes, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Juan de Mariana, Francisco de Vitoria, Francisco Martínez de Mata.
Ese depredador ensañamiento borbónico para con el legado del Siglo de Oro --no exento de ánimo de lucro-- será rematado por la invasión napoleónica. Entrando a saco en toda España para imponer al rey títere, José I, las hordas de Bonaparte toman Sevilla y perpetran múltiples saqueos y destrucciones, llevándose a Francia, como botín de guerra, cuadros del pintor sevillano. (Ese atropello sirvió para hacer a nuestro pintor más conocido internacionalmente.)
Todas esas vicisitudes causarán el desmembramiento de esa colección pictórica sevillana: ocho de los paneles de Murillo serán entonces sacados del Hospital de la Caridad y esparcidos por museos y colecciones particulares del extranjero; suelen hoy venir proclamados como sus obras maestras: «Moisés golpeando la peña», «Vuelta del hijo pródigo», «Abraham recibe a los tres ángeles», «Caridad de S. Juan de Dios», «Multiplicación de los panes y los peces», «Nuestro señor cura al paralítico», «S. Pedro liberado de la prisión por el Ángel» y «Santa Isabel de Hungría».
Conviene decir unas palabras sobre este último cuadro. La santa está curando en él a un niño, cuya dolencia se refleja con tanta viveza que casi resulta repulsiva (a pesar de la tendencia a nuestro pintor a suavizar la imagen pictórica de los males). En el cuadro se plasma la coincidencia de los opuestos, que es un gran tema no sólo de Murillo sino del siglo de oro: el poder de la caridad y su impotencia, la belleza y la fealdad que convergen y pasan de una a otra, las imperfectas sendas del camino de perfección.
Murillo retoma el tema de la caridad en muchas ocasiones; otro de sus cuadros con esa motivación es el de «La Sopa Boba». Esa obra muestra compasión profunda por viejos desamparados, tullidos, viudas desvalidas, huérfanos, niños expósitos (a cuyo socorro se dedicaba la Cofradía del Santísimo Niño Perdido, fundada en 1589).
Justamente los valores de la donación y de la limosna vendrán resquebrajados, si no sacrificados, en la mentalidad gananciera, meritocrática e individualista de la España del siglo XVIII, sin que su semiabandono se supla con mucho más que una represión más violenta contra «vagos y maleantes» y hueras promesas de prosperidad comercial a largo plazo; los atisbos de bienestar económico, sin embargo, aguardarán al liberalismo romántico del siglo XIX para decidirse a empezar a venir.
Volvamos a la vida de Murillo en esa fase final de sus días. Al enviudar, Murillo vivirá en la calle S. Jerónimo, parroquia de S. Bartolomé. Durante esos años en S. Bartolomé, Murillo pinta mucho. Hacia 1670 y tantos empieza obras relacionadas con la canonización de Fernando III el Santo. Dicen que su renombre ya había llegado a la Corte y que S. M. el Rey Carlos II lo invitó a asentarse en Madrid, declinando nuestro pintor la oferta por razones de edad. De 1675 es el tremendo (y poco característico) «Martirio de S. Andrés». De 1678 es el cuadro «El Niño Jesús distribuyendo pan a los peregrinos».
En 1681 Murillo vive ya en su último domicilio, en la parroquia de Santa Cruz. Allí recibe su último encargo: las pinturas para el retablo de la iglesia del convento capuchino de Santa Catalina de Cádiz.
Tras ese trabajo, Murillo pintó, en el pequeño convento de los capuchinos, los frescos que se conservan en el Museo de Sevilla.
Murillo fallece el 3 de abril de 1682, por haberse caído de un andamio cuando estaba pintando en el convento de los capuchinos de Cádiz «Los esponsales de Santa Catalina». Al parecer ya venía sufriendo de una hernia, que se vio agravada por la caída con un resultado mortal tras varios meses de sufrimientos. No pudo terminar de dictar su testamento, que disponía ser enterrado en su parroquia de Santa Cruz y que se dijeran por su alma misas en dicha iglesia y en la del Convento de la Merced, nombrando como albaceas a su hijo Gaspar Esteban, a D. Justino de Neve y a D. Pedro Núñez de Villavicencio. Heredan su pequeña fortuna sus hijos Gaspar y Gabriel.
Al día siguiente, el 4 de abril, fue sepultado como y donde lo había pedido. Según su primer biógrafo, Sandrart, al sepelio acudió una multitud, siendo portado el féretro por dos marqueses y cuatro caballeros. Esa iglesia de Santa Cruz sería arrasada en 1811 por los ocupantes franceses durante la invasión napoleónica. En ese solar se encuentra actualmente la Plaza de Santa Cruz; una placa colocada en esa plaza en 1858 señala el lugar aproximado donde reposan los restos del pintor.
Muchos pintores españoles han mostrado en su obra facetas de la vida del pueblo. A veces con crudeza y desgarro (como es el caso de Goya). Mas en general se trata de una mirada desde arriba.
En cambio, Murillo, el más popular de nuestros pintores, refleja --con cariño, compasión y bondad-- la vida de los suyos, de la gente pobre y jornalera, vida a menudo amarga, pero también jalonada por modestas satisfacciones: niños callejeros, personas de las clases laboriosas, escenas cotidianas y sencillas.
Muchos temas de la gigantesca obra pictórica de Murillo se derivan de actitudes ideológicas hoy obsoletas, o de valor, más que nada, recordatorio de la memoria histórica. Incluso esos cuadros son magistrales y preciosos. Pero lo que más nos atrae es que Murillo se interesó por la gente pobre, reflejando facetas de su vida con vivaz naturalidad. Plasmó imágenes impresionantes de gente de la calle, mujeres de su casa con sus niños, obreros, gitanos, artesanos. Murillo plasma en su pintura lo que la novela picaresca había querido vehicular por las letras, pero con un calor humano que suele faltar en la novela picaresca.
Pinta la calle, la vida corriente: muchachos andrajosos y picaruelos («Niños jugando a los dados», Galería de la Academia, Viena); mozas en la ventana con escaso pudor (Las «Gallegas» en la ventana, National Gallery, Washington); enfocando siempre esas escenas sin vulgaridad y con una pizca de ternura y de gracia sevillana.
A través de su pintura --y la de tantos genios del Siglo de Oro-- nos resulta más próxima la vida de nuestros antepasados de unas 7 generaciones atrás.
A Murillo lo solemos conocer por sus Inmaculadas. Repróchasele su blandura azucarada y sentimental, lo edulcorado y débil de sus imágenes, lejos del vigor percutante de un Zurbarán o incluso un Velázquez, y con un filtro suavizador que atenúa y amortigua la ruda aspereza de la vida real, exhibiendo en su lugar una visión idealizada y anodina. Se ha hablado de facilidad, superficialidad, amaneramiento.
Tales críticas carecen de verdad, aunque no de fundamento. Unos cuadros de Murillo son mejores que otros, desde luego; hay en algunos de ellos --aparte de un juego estilístico y de un preciosismo artístico-- una concesión al gusto de fines del Setecientos, que huía de la sobria dureza de la primera mitad del siglo. Sin embargo, aun aquellos cuadros que sufren en parte algunos de los defectos de que lo acusan sus críticos también ostentan rasgos de grandeza: alto nivel pictórico, ligereza, consistencia de coloridos, refinamiento de la medias tintas que brotan de la penumbra.
Murillo alcanza un patetismo mitigado y sugerente, no sólo en el mundo que le resulta afín y familiar --incluso con acentos de desenfado burlesco--, sino también en las imágenes de las «intimidades cristianas», muchas veces de una refinada belleza.
Desconocen los críticos que el naturalismo crudo puede ser mucho menos realista que el realismo un tantico idealizante; igual que la novela simplemente realista de mediados del siglo XIX puede ser más verídica que la novela naturalista de la vuelta del siglo XIX al XX; ésta última, en su ferocidad, quiere ofrecer un calco, un duplicado de una realidad de aristas cortantes, cuando la realidad de verdad, aun la peor, es mucho más complicada: esas instantáneas duras y desgarradoras la reflejan menos bien en su totalidad que una visión más armónica y equilibrada.
§8.-- Referencias
Páginas web: