por Lorenzo Peña
Frente a esa posición, hay otra que tiene también su coherencia y a la que no faltan argumentos --aunque, a la postre, mucho más débiles--, a saber: que el individuo humano es, en esencia, un Robinsón Crusoe que sólo se halla a sus anchas en una isla desierta, con espacio inhabitado por los cuatro puntos cardinales, de suerte que los demás lo que hacen es molestar, estorbar, quitarle a uno dosis de su preciada soledad. Según este punto de vista antihumanista (y, en particular, antipopulista), cuantos menos hombres haya, mejor. Las masas son burdas; son eso: masa, pasta humana (en inigualable expresión de uno de los más caracterizados antipopulistas de todos los tiempos, José Ortega y Gasset).
Ese enfrentamiento de actitudes se plasma ahora en el problema de la inmigración. Los antihumanistas ansían que haya menos gente, cuanta menos mejor. Su ideal es la isla desierta; y, a falta de eso, todo lo que vaya en el sentido malthusiano de reducir la población. De ahí que, aposentados en un territorio, aspiran a que no venga gente de fuera; y a que, si vienen, se los eche. Querrían estar solos, lo más solos posible.
Los humanistas pensamos todo lo contrario. Creemos que la mayor ventura para el individuo humano es la abundancia y variedad de seres humanos a su alrededor, lo más cerca posible, con los que puede relacionarse y cooperar. Creemos eso: para una sociedad comunista, sin propiedad privada (que algunos anhelamos --y que, si por nosotros fuera, ya existiría); y también para una sociedad capitalista o de economía de mercado.
Por razones, eso sí, en parte diversas. En la sociedad comunista, la colectividad, la República, tendrá motivos y posibilidades de hacer inversiones sociales en bienes y prestaciones públicas tanto más cuanto ello dé servicio a una mayor muchedumbre de gente --para lo cual es siempre un obstáculo, a menudo difícil de salvar, la dispersión, la escasa densidad de población o la baja demografía local (ése fue el mayor problema de la URSS). En la sociedad capitalista el principal problema es la estrangulación de la oferta por escasez de demanda (superproducción --o, visto del revés, subconsumo), agravada siempre por la escasez de población, por la distancia y por la falta de reparto de la riqueza.
Aunque la postura de los solipsistas o antihumanistas se defiende desde postulados filosóficos determinados, y desde ideas un tanto apriorísticas de inspiración maltusiana o neomaltusiana, la historia parece darnos la razón a los humanistas. Así, concretamente, se señalan como causas del retraso de España las terribles despoblaciones que resultaron de las expulsiones masivas de mudéjares al final de la reconquista (siglos XII-XV) y, sobre todo, las que se produjeron en siglos posteriores (la de los judíos a fines del siglo XV y la de los moriscos a comienzos del XVII).
La débil demografía española ha incrementado las distancias del lugar de producción al de consumo, disminuyendo así la rentabilidad.
En otro orden, la importancia política de España no ha dejado de declinar, por varias causas; una de ellas, su baja demografía. Es enorme la diferencia entre el nivel de vida en España y en los países desarrollados; una de las consecuencias de esa inferioridad es el ulterior declive demográfico que padecemos, el mayor del planeta.
La reciente reestructuración, en la cumbre de Niza, de las entidades confederales europeas se ha saldado en una nueva capitulación de la reaccionaria oligarquía borbónica en el poder ante sus amos imperialistas, aceptando una disminución de la presencia española en las instituciones comunitarias; la cual ha sido posible porque se ha invocado la débil demografía española (la mitad de la población alemana con un territorio mucho mayor).
Lo único que podría salvarnos sería una inmigración masiva. Mas para impedirlo está la monarquía borbónica, fiel a los intereses imperialistas.
Anúncianse ahora, en este fatídico mes de diciembre del año 2000, medidas de expulsión masiva de inmigrantes. Constituyen, ante todo, un brutal atentado contra la dignidad humana y contra la justicia. Son un insulto a la memoria de tantos miles de españoles que tuvieron que morder el amargo pan de la inmigración ilegal lejos de su casa. Mas son también un golpe asestado a los intereses vitales del pueblo español.
Si se consuma esa fechoría, sufrirá terriblemente la economía española; bajará el consumo (no debiendo olvidarse que la demanda viene estimulada sobre todo por la gente de clases más menesterosas, que es la que proporcionalmente más productos de primera necesidad consume); al reducirse la demanda, habrá más paro. La decadencia de España irá a más, y disminuirá todavía más su papel en la llamada unión europea.
Además, cada uno de nosotros perderá una serie de derechos que tenemos ahora, ejerzámoslos o no, como el derecho a hacernos amigos, vecinos, o socios de una de esas personas inmigrantes no regularizadas, o de varias o muchas de ellas. Tales opciones ahora las tenemos, y el gobierno monárquico nos las quiere quitar.
Urge, pues, movilizarse contra ese crimen. Y urge no sólo por razones de equidad y de justicia (aunque desde luego, en primer lugar, sí ha de ser por tales razones), sino por el bien de España y por un derecho de cada español, el de relacionarse con cuantos más semejantes sea posible. (Y, claro está, es perfectamente posible hoy relacionarse con muchos más, y aprender sus lenguas, costumbres, experiencias, vivencias, recuerdos, esperanzas y penas. Sin ir más lejos, con relación a esas decenas de miles basta con no expulsarlos.)
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