por Lorenzo Peña
Durante el bienio republicano-centrista (1931-33) tiene lugar el alzamiento monárquico del General Sanjurjo (10 de agosto de 1932), quien se apodera de Sevilla, pero es derrotado por la movilización popular. Las elecciones de noviembre de 1933, con victoria de las derechas (principalmente del Partido Republicano Radical acaudillado por D. Alejandro Lerroux), inician el llamado «bienio negro» (1934-35). Se ven arrinconadas las tibias y mesuradísimas reformas sociales del bienio precedente, principalmente la apenas atisbada reforma agraria de Marcelino Domingo. La política gubernamental plasma entonces una fuerte reacción favorable a las clases poseedoras.
En octubre de 1934 --dadas las dificultades de los gobiernos minoritarios radicales para obtener la confianza parlamentaria-- entra en el gabinete la C.E.D.A. (Confederación Española de Derechas Autónomas), de orientación vaticanista y, en buena medida, fascistoide, que encabeza D. José Mª Gil Robles. Aunque la CEDA adoptaba una posición de accidentalismo --lo cual le permitía no situarse en rechazo abierto a la forma republicana de gobierno--, no eran un secreto para nadie sus hondas preferencias por la monarquía.
El 4 de octubre de 1934, al confirmarse la presencia cedista en el gobierno, se produce un levantamiento obrero en Asturias, y también un acto de desacato al gobierno central por el gobierno autónomo regional de Cataluña. Éste último se cierra sin mayores incidentes, pero la insurrección obrera de Asturias es aplastada por el Gobierno de una manera feroz, saldándose con la muerte de miles de obreros, principalmente mineros. A sofocarla acudieron las fuerzas coloniales del Protectorado español en el norte de Marruecos, los Legionarios y los «Regulares» (mercenarios marroquíes que militaban contra su propio pueblo y a favor del colonizador).
En esa represión se destacó el papel del General Francisco Franco Bahamonde, quien incluso pasó a ser jefe del estado mayor y, declarado el estado de guerra por el Gobierno, jugó así en la sombra un papel clave en buena medida de verdadero detentador del poder; saboreando por adelantado un poder mucho más absoluto que alcanzaría en 1936-39.
Aunque brotaba de un genuino y fundado malestar de las masas obreras, la insurrección asturiana de octubre de 1934 fue un trágico error, cuya principal responsabilidad está sobre los hombros del Partido Socialista Obrero Español, PSOE, unas veces dado a ir a la zaga de la burguesía en el poder, otra a aventurerismos ciegos, como en ese caso. Una vez desencadenada la insurrección, el partido comunista luchó como el que más en las filas insurrectas, pero no fue él (un pequeño partido de escasa implantación entre las masas) el que pudo decidir una acción así, sino que se vio ante hechos consumados.
La represión gubernamental produjo penas de muerte y un enorme número de encarcelamientos, y el Gobierno hizo la vista gorda (si es que no amparó) las atrocidades de la soldadesca y la Guardia Civil contra la población obrera y las gentes modestas de la provincia de Oviedo.
La lucha popular, los escándalos en que se vieron envueltos varios ministros radicales (ese partido «radical» era bastante corrupto), el sentimiento generalizado de indignación por la represión indiscriminada contra el pueblo asturiano, todo eso precipitó las crisis gubernamentales y la efervescencia parlamentaria. El Presidente de la República, D. Niceto Alcalá Zamora, destituyó (en uso de su prerrogativa presidencial) al gobierno radical-cedista y nombró Presidente del Consejo a un ricacho centrista, al parecer un masón de talante conservador-moderado y conciliador, Portela Valladares, quien convocó nuevas elecciones para el 16 de febrero de 1936. Estas elecciones las ganó el Frente Popular, coalición de las fuerzas republicanas-burguesas de centro-izquierda más el partido socialista más el partido comunista más algunos otros grupos políticos de escasa implantación.
Tras la victoria electoral progresista de febrero de 1936, es destituido en abril el Presidente Alcalá Zamora (otro trágico y funesto error); habiendo accedido a la primera magistratura Manuel Azaña (hombre de talento pero sin sentido social y, además, sin captación seria de la realidad), es nombrado jefe del gobierno D. Santiago Casares Quiroga, un hombre de escaso relieve y cuyas cualidades son hasta hoy desconocidas. Es de temer que (al igual que ha sucedido miles de veces antes y después) Azaña lo pusiera en ese cargo por ver en él un incondicional. Pero fracasó Casares --hombre seguramente de buena fe, dado a la molicie y que tomaba sus deseos por realidades para no tener que enzarzarse en solventar problemas arduos; fracasó porque no hizo nada para atajar lo que estaba anunciado: que las fuerzas derrotadas en las urnas el 16 de febrero de 1936 preparaban la revancha en el campo de batalla, donde eran infinitamente superiores gracias al ejército colonial de Marruecos y gracias al apoyo de Hitler y Mussolini.
Calvo Sotelo, líder de la ultraderecha monárquica más intransigente, habló en las Cortes --en el debate aquí comentado-- en junio de 1936, denunciando con su impetuosa vehemencia todo lo que fuera masas, turbas, proletariado, democracia, plebe, lo bajo y vil de la gente soez, exaltando lo excelso y egregio de la gente fina, de los de arriba, animándolos a subir más aún (exhortación no velada a la sublevación).
En represalia por el asesinato del teniente Castillo de la guardia de asalto unos días después, el propio Calvo Sotelo es asesinado el 13 de julio por un grupo de guardias de asalto socialistas. La conjura antirrepublicana, que estaba tramándose desde 1931, ultima sus preparativos y por fin se pone en marcha el 17-18 de julio lo que quiso ser un golpe de estado militar.
Quiso ser, pero fracasó. Sólo unas pocas provincias cayeron en manos de los rebeldes. Pero éstos tenían armas y recursos inmensamente superiores a los del gobierno y del pueblo español; y comenzaron la guerra civil que duraría casi tres años.
El debate parlamentario del que formó parte el discurso aquí publicado se abrió con la proposición no de ley cuyo primer firmante era Gil Robles, presentada a las Cortes el 16 de junio y que reclamaba del Gobierno `la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión que vive España'.
Gil Robles presentó la proposición y la defendió con vigor en su discurso. Atacó a las turbas, denunció la contaminación del virus revolucionario. Veladamente manifestó que, habiendo fracasado la vía de actuación dentro de los cauces legales, el vaticanismo marcharía a sumarse a la violencia destructora del régimen parlamentario; pero quiso al menos dejar a salvo que él personalmente no era quien auspiciaba esa marcha.
Tras un discurso del diputado socialista De Francisco, le tocó el turno a D. José Calvo Sotelo: `El marxismo constituye hoy en España la predisposición de las masas proletarias para conquistar el poder, sea como fuere'.
Para Calvo Sotelo da igual asaltar, apuñalar, incendiar, que escribir, si lo escrito es molesto para sus ideas. Así en el conglomerado de su denuncia se mezclan todo tipo de incidentes, incluso un artículo de Euskadi Rojo atacando a la Guardia Civil. Para él Asturias no parece una provincia española sino una provincia rusa. Ataca al jefe del Gobierno, Casares Quiroga, como un señorito, un sportman de plácido vivir, hombre representativo de la burguesía coruñesa. Toma entonces la palabra el Presidente del Consejo de Ministros, Santiago Casares Quiroga, quien, como hombre de pocas luces que era, superficial y liviano, dado al diletantismo y, por vocación y por vinculación de clase, inclinado a la desidia y al dejar-hacer, se limita a decirle unas cuantas verdades a Calvo Sotelo, que son sin duda relevantes, pero que ni de lejos van al fondo de las cosas ni apuntan a la manera de atajar el nubarrón que se venía encima sin que D. Santiago lo quisiera creer. Dícele a Calvo Sotelo que ha incurrido en gravísima responsabilidad al hacer un llamamiento apenas disimulado a la sublevación militar contra el Gobierno de la República, como así era efectivamente. Pero, para no ser menos papista que el Papa, el jefe del Gobierno expresa su amor al Cuerpo de la Guardia Civil `al que yo he defendido constantemente dándole apoyo moral y material'; apoyo cuyo fruto se vería el 18 de julio de 1936.
También lleva razón Casares Quiroga al relativizar los datos desorbitados, extrapolados y alarmísticamente hinchados y abultados en que se basaban los alegatos de Gil Robles y Calvo Sotelo. Frente a esas truculencias, frente a esos aspavientos, pone los puntos sobre las íes: `Yo declaro que la inquietud pública no existe; los espectáculos públicos, abarrotados; las calles, pletóricas; las gentes, por todas partes, sin preocuparse de que pueda pasar nada extraordinario y a pesar de esa inmensa fábrica de bulos; el ministro de la Guerra y el de la Gobernación, tan tranquilos, sabiendo que no ha de pasar nada'. En esto último se equivocaba: se ponía una venda ante los ojos para no ver la conjura militar-monárquica. En lo demás decía la pura verdad: en España había incidentes aquí y allá, pero reinaban en general la tranquilidad, el sosiego y el orden público.
Ahí, en ese punto, toma la palabra Dolores Ibarruri y pronuncia el discurso aquí reproducido.
¿Cuál era la situación de España en vísperas de la sublevación fascista acaudillada por Franco?
Preparándole el terreno, Calvo Sotelo y Gil Robles habían presentado en las Cortes un cuadro sombrío de desórdenes: en los meses transcurridos desde comienzos de 1936, 160 iglesias destruidas, 251 asaltos a templos, 269 muertos, 215 agresiones personales frustradas, 138 tentativas de atraco, 113 huelgas generales, 228 huelgas parciales, 156 bombas y petardos explotados y 78 que no llegaron a explotar.
En su respuesta, la Pasionaria no entra tanto a calibrar la exactitud de las cifras cuanto a examinar las causas del desorden --el pistolerismo fascista, principalmente, y la brutalidad y el sórdido y despiadado egoísmo de las clases pudientes.
Pero hoy vale la pena escudriñar los hechos alegados por los cabecillas de la conjura reaccionaria.
Esas cifras no denotan ni anarquía ni estado de semi-guerra civil ni nada similar. Huelgas, disturbios, agresiones repelidas o frustradas, atracos, todo eso --más que nada provocado por las causas justamente señaladas por la Pasionaria-- es un cúmulo de problemas de orden público. Fijémonos en el número de muertos: en unos 150 días (y otorgando veracidad a las cifras manejadas por los justificadores de la conjura fascista) 269 muertos, o sea menos de dos diarios. Hoy, en la España monárquica, y a causa del automovilismo masivo introducido por la tiranía fascista de Franco, mueren 10 personas cada día. Entre julio de 1936 y 1942 murieron, como consecuencia directa de la sublevación fascista y la guerra más la represión, cientos de miles, tal vez medio millón o más de españoles (las cifras del millón de muertos parece que fueron una exageración a bulto, por lo redondo y resonante del número), o sea unos 200 ó 300 diarios (como media). (Véanse datos detallados más abajo.)
Cabe a este respecto considerar --como acertadamente lo hace Alberto Reig Tapia en «La justificación ideológica del alzamiento de 1936, en La II República española, Bienio rectificador y Frente Popular, 1934-36, comp. por J.L. García Delgado, Madrid: Siglo XXI, 1988, p.221) que en 1920 --con una población laboral netamente inferior a la de 1936 y reinando Alfonso XIII, con gobiernos conservadores-- había habido 424 huelgas parciales (sin contar varias decenas de huelgas generales), con pérdidas de más de siete millones de jornadas de trabajo (según datos muy incompletos del Instituto de Reformas Sociales, superados por la mera información que proporcionaban los gobernadores civiles), a lo cual hay que añadir los frecuentes lock-outs de aquel período. Ese mismo año de 1920, y sólo en Barcelona, hubo 47 asesinatos politico-sociales. En 1921, 228 personas murieron violentamente en la calle. Reig Tapia dice con sobrada razón (ibid.):
Se insiste en la insoportable tensión provocada por los continuos asesinatos políticos que se producían en el verano de 1936 y, en consecuencia, en que la rebelión era moralmente legítima. Cierta propaganda habla de dos asesinatos diarios, porcentaje aparentemente inverosímil y que, en cualquier caso, habría que investigar. Pero es que, aun admitiendo tan estremecedora cadencia de muertes y manteniéndola constante, tendrían que haber transcurrido 500 años para alcanzar la cifra de muertos directamente computables a la guerra civil.
Aparte de eso está el hecho de que los desórdenes en alguna medida iban remitiendo, y el gobierno iba (aunque tibia y desidiosamente) restableciendo el imperio de la ley, a pesar de la violentísima turbulencia de las huestes falangistas, borbónicas y vaticanistas.
Pero lo principal estriba en que los datos han de ser relativizados. España tiene en 1930 una población censada de más de 23 millones y medio de habitantes, con un crecimiento anual del 1,06%; o sea, en 1936 era ya de más de 25 millones de habitantes. (La diferencia entre el crecimiento demográfico de 1920 a 1930, a saber 2.660.705, y el del decenio siguiente, a saber 2.314.104, es claramente un resultado de la guerra, permitiendo esa cifra --junto con los demás datos disponibles-- conjeturar un número de muertos en la contienda de 1936-39 de unos 400.000; a lo que se añadieron las decenas o tal vez centenar de miles de muertos de la represión de la postguerra. Y así, en el decenio que va de 1940 a 1950 la población crece en unas 600.000 personas menos que en el decenio 1920-1930. En 1935 se producen más de 632 mil nacimientos y más de 384 mil defunciones por diversas causas; o sea más de mil diarias. Con relación a tales cifras hay que situar los datos (por lo demás puede que en buena medida exagerados, infundados o hasta acaso en parte lisa y llanamente inventados) que basan el alegato de Gil Robles y Calvo Sotelo. O sea: a lo sumo 2 de cada mil y pico de muertos se debieron a la violencia política en ese período de presunto caos y desgobierno republicano; menos, pues, del 0,2% según la propia alegación de la ultraderecha. (Los datos están tomados de la Enciclopedia Espasa, edición de 1957.)
Una confirmación de que los incidentes y disturbios eran islotes dispersos en medio de un ambiente general de calma y normalidad lo tenemos en lo que --con relación a las semanas que precedieron inmediatamente a la sublevación fascista del 18 de julio de 1936-- narra Germán Lopezarias en su libro El Madrid del ¡No pasarán! 1936-1939 (Madrid: El Avapiés, 1986), pp. 5-6:
[...] el ambiente en Madrid es relativamente normal. Las mujeres, siguiendo la dirección de la flecha --siguiendo la dirección del anuncio--, adelgazan con «Sabelin», y los niños engordan «con la carne líquida del doctor Valdés». Nada hace presentir que se está en los albores de una cruenta guerra civil. Los periódicos --que, por cierto, cuestan quince céntimos-- no son excesivamente alarmistas. Parece ser que nada inminente va a ocurrir, aunque queda bien claro que los señores diputados andan a gorrazo limpio. Se anuncia a bombo y platillo el refrigerador «Gibson», con congelador plano. Bette Davis es «la inteligente estrella». La brillantina «India» estira y da esplendor a los cabellos del Madrid repeinado, y el Banco de España --otra muestra más de que no va a pasar nada-- anuncia una emisión de obligaciones del Tesoro a cuatro años.
En resumen, los desórdenes eran localizados, salpicaduras en la geografía española; la vida del común de los españoles se desenvolvía según pautas de rutina y sin mayor anormalidad. Eran ínfimas las probabilidades de toparse con un incidente político en el que se produjera un derramamiento de sangre; la abrumadora mayoría de los españoles no presenciaron nada así (menos aún participaron en hechos de esa índole). Eso sí, la conjura fascista marchaba viento en popa en medio de la permisiva inacción del incapaz y plácido jefe del gobierno, Casares Quiroga. (Un Informe reservado del general Mola, firmado en Madrid el 1 de julio de 1936, expresaba en su punto 3º: «Se ha intentado provocar una situación violenta entre dos sectores políticos opuestos para, apoyados en ella, proceder; pero es el caso que hasta este momento --no obstante la asistencia prestada por algunos elementos políticos-- no ha podido producirse, porque aún hay insensatos que creen posible la convivencia de los representantes de las masas que mediatizan al Frente Popular». V. el ya citado libro compilado por García Delgado, p. 220.)
Sería absurdo buscar un cálculo del número de españoles que murieron a manos del franquismo en el período más mortífero (1936-50) sólo o principalmente en datos demográficos. Contra inferencias así hay razones de peso. Mas tampoco sería razonable desatender esa consideración demográfica, porque su pertinencia viene corroborada por importantes argumentos y datos.
(Tomo estos datos de la Enciclopedia Espasa, entrada `España', edic. de 1957.)
En 1910 la población española era de 19.927.150, habiendo aumentado desde el año 1900 en 1.332.743 --un aumento decenal del 7,17%. Estamos en los comienzos de la medicina moderna. Entre 1910 y 1920 el aumento es porcentualmente menor (6,90), pero en cifras absolutas, evidentemente, mayor.
A pesar de la guerra del Rif, el decenio de 1920 a 1930 experimenta un incremento porcentual del 10,61, y en cifras absolutas de 2.660.707, siendo así la población española en 1930 de 23.563.867.
Si, bajando la tasa de incremento de la población (a pesar de las mejoras de la productividad agraria y de la medicina así como de que se trataba de la era anterior a los métodos anticonceptivos), se hubiera mantenido el mismo volumen absoluto de crecimiento decenal del período 1920 a 1930, el resultado hubiera sido una población, en 1950, de casi 29 millones de habitantes. En lugar de eso, el censo de 1950 es de 27.976.755, o sea alrededor de un millón menos de lo que cabía esperar.
¿Murieron entonces un millón de españoles violentamente, sea en el frente de la guerra civil sea a manos de los sublevados fascistas o de los republicanos? Sin duda no. La cifra de muertes violentas tuvo que ser mucho menor que ésa. Mas, por las razones que veremos, es dudoso que quepa determinar cuál fue, salvo que debió oscilar entre el medio millón y el millón como tope máximo.
En contra de achacar automáticamente a muerte violenta todo ese número de un millón de diferencia demográfica entre lo esperable y lo alcanzado podrían apuntarse causas posibles de diferencia. Una sería la emigración. Pero las cifras oficiales de saldo migratorio (misma fuente) no confirman la importancia de esa salida. Sin duda que las fuentes no recogen el exilio masivo de 1939 (que en su mayoría fue forzosamente de corta duración); pero no deja de ser significativo que entre 1932 y 1934 España acoja a 66.000 inmigrantes netos (o sea: en ese número exceden los inmigrantes a los emigrantes), al paso que hasta 1947 hubo cada año menos de 9 mil emigrantes netos (en general bastante menos) y sólo empieza a incrementarse la emigración en los años siguientes (--14.780 en 1948, --37.977 al año siguiente y luego más de --40.000 cada año).
He de recalcar que, desde luego, nada garantiza que sean fehacientes las cifras estadísticas acerca de los movimientos migratorios. La base de los cálculos que a ellas llevan suele ser objetable y dudosa. (Ver Ángel Villanueva, «Causas y estructura de la emigración exterior», en Horizonte Español 1966, t. II, París: Ruedo Ibérico, 1966, pp. 377-408, esp. p. 380). Mas lo que sí confirman las estadísticas que yo he consultado (ver ibid pp. 380-1) --en la medida en que sean ellas mismas fidedignas-- es que entre 1941 y 1945 la inmigración sobrepasó a la emigración en 146.043 personas (puede que muchos de ellos fueran exiliados transitorios de 1939), y que entre 1946 y 1950, ambos inclusive, la emigración neta fue de sólo 371.451 personas siendo, de ésos, el año de 1950 con mucho el de más elevada emigración neta. Luego es obvio que la tremenda caída del crecimiento demográfico de 1930 a 1950 no se explica en absoluto por la emigración. (En 1931-1935 la inmigración superó a la emigración en 104.700 personas.)
La emigración no explica, pues, la disparidad demográfica constatada más que en pequeñísima proporción. ¿Fue la dureza de las condiciones de vida, que empujó a los jóvenes a casarse menos (durante años cientos de miles, hasta un millón y más, estuvieron movilizados y luego, desde 1939, encarcelados por cientos de miles)? ¿Fueron tales condiciones las que empujaron a las parejas a tener menos hijos?
Sin duda, todo eso fue así. Es un hecho que, mientras en 1931 se producen 649.272 nacimientos, en 1945 p.ej. sólo se producen 618.022, o sea 31 mil menos. También hubo un número terrorífico de muertos de hambre, de frío, de enfermedades debidas a la guerra y a la posguerra, a los campos de concentración y a las cárceles franquistas.
Sin embargo, dado lo poco fidedignos que son los datos oficiales de un régimen como el de Franco en un tema así --y peor en momentos de paroxismo como el período considerado (el cuatuordecenio 1936-50)--, no es aventurado conjeturar que una buena parte de la disparidad demográfica es, directa o indirectamente, achacable a la sublevación militar-monárquica del 18 de julio de 1936 (al paso que la insurrección asturiana de octubre de 1934 y la represión de la misma --con lo atroz que fue, y pese a los actos de crueldad que también habían cometido los insurrectos-- no parece haberse traducido significativamente en datos demográficamente apreciables).
Hemos estado estudiando algunos resultados y cálculos que nos ofrecen los historiadores, y hemos leído las bases que aducen para sustentar la metodología de tales cálculos. Parécenos sumamente loable ese esfuerzo; no creemos que sea tratar de beber el mar, sino que, efectivamente, se van dando pasos para fijar al menos márgenes de posibles mínimos y máximos. Sin embargo, hay que exponer objeciones a tales metodologías.
Desde luego es verdad que cualquier muerte violenta deja una huella, salvo en casos que son abstractamente posibles pero que difícilmente se van a dar en este mundo nuestro (casos como los de novela policíaca del crimen perfecto). Si es difícil, casi imposible, matar sin dejar rastro, más difícil es exterminar a miles y miles de seres humanos sin que quede huella.
Las huellas que pueden quedar son de diversos tipos. En primer lugar, los restos mortales; pasando los años, los esqueletos, o las osamentas, cuyo volumen se puede calcular; para hacer desaparecer y dispersar tales restos mortales se requiere también un determinado trabajo, mensurable en horas de trabajo según los instrumentos que se empleen. Otra huella son los registros de diverso tipo: el registro civil, los registros de cementerios, los de centros oficiales, juzgados, cuarteles de la guardia civil, etc.
Dejando de lado lo poco fehacientes que son los registros del considerado cuatuordecenio en el territorio bajo el poder de Franco, está el hecho de que todavía, al parecer, muchos registros militares y paramilitares no están abiertos al estudio de los historiadores. Sin embargo, eso es aquí secundario.
En el caso de los republicanos, las muertes violentas que se perpetraron se agrupan en varios capítulos.
Uno fue el de la violencia de la turba, de la multitud amotinada, los linchamientos colectivos en los pueblos, generalmente dirigidos contra curas, terratenientes, campesinos ricos, otros notables locales de posición desahogada; hechos con pública notoriedad, por la colectividad de los vecinos de muchos pueblos (aunque por instigación de algunos individuos más vehementes y exaltados).
Un segundo capítulo son los paseos, principalmente las checas de las ciudades, sobre todo Barcelona y Madrid; las acciones de las milicias en las primeras semanas de la guerra (en Barcelona la situación se prolongó mucho más).
Un tercer capítulo lo constituyen las sacas, actos de represalia contra presos políticos (muchos de ellos inocentes, otros no) a consecuencia de bombardeos de la aviación franquista o alemana o italiana contra la población civil, o de reveses en el frente (p.ej. la célebre matanza de Paracuellos en noviembre de 1936).
Esos tres capítulos constituyen numéricamente tal vez los 4/5 del total; puede que los 9/10. El cuarto capítulo lo constituyen los represaliados selectivos que fueron detenidos por la policía, por el SIM, o por los remanentes tribunales populares (sólo en parte controlados y sujetos a disciplina jurídica), que fueron muy desiguales entre sí en sus actuaciones. Una parte de las víctimas de este cuarto capítulo eran también inocentes; pero en proporción seguramente minoritaria, y puede que cada vez más minoritaria al organizarse mejor esos servicios (aunque ciertamente al cómputo de inocentes habría que añadir el ajuste de cuentas entre unos antifascistas y otros por desacuerdos que podían ser gravísimos pero que no justificaban el recurso a la violencia).
Si se quiere, hay un quinto capítulo (o cajón de sastre) de actos de muerte violenta no encuadrables en ninguno de los otros cuatro capítulos (asesinatos contra prófugos o por prófugos en desbandada, tropelías en zonas de combate, venganzas individuales, etc.)
Por su carácter, cada uno de esos actos estaba forzado a dejar muchísimas huellas. Cuando era una muchedumbre la que participaba en el desmán o en el crimen, es obvio que también quedaba un gran número de testigos.
Cuando el atropello o el crimen era cometido por un pequeño grupo (p.ej. de milicianos), ello solía suceder en zonas urbanas, y el enterramiento de los cadáveres es, como mínimo, un indicio (aunque por sí solo no seguro, ya que están también en las ciudades de la zona republicana las miles y miles de víctimas de los bombardeos perpetrados por los sublevados contra la población civil).
Pero, sobre todo, en cualquiera de esos casos, lo que ocurre es que a poco de tener lugar los hechos el territorio fue ocupado íntegramente por los vengadores de las víctimas, quienes peinaron todos los rastros habidos y por haber para acusar a cualquier sospechoso de rojo de haber participado en los crímenes reales o en otros imaginarios. Con los métodos de tortura inquisitorial y la saña vindicativa de los agentes de la revancha franquista, es inverosímil que hubiera quedado sin descubrir o castigar ni una sola de las fechorías cometidas en la zona gubernamental contra individuos de clases acomodadas, contra el clero o contra simpatizantes de la sublevación. No había sido posible quitar las huellas, eliminar los testimonios, ni el tiempo las había borrado.
Muy otro es el panorama en relación con los crímenes de la zona controlada por los sublevados. En general éstos fueron, en su mayor parte, de índole muy dispar: ni tumultos sangrientos de una turba desesperada, ni sacas, ni checas.
La matanza se compuso de dos ingredientes. El primero fueron los fusilamientos, selectivos o en masa, perpetrados por bandas falangistas o por la soldadesca (legionarios, «regulares», rara vez otras tropas). Esos fusilamientos fueron de diversa envergadura: desde la eliminación discriminada de personas destacadas del campo republicano y líderes populares --a menudo también de sus familiares-- hasta la selección al azar de un número de víctimas para aterrorizar a la población, y hasta la matanza colectiva o a mansalva.
El segundo ingrediente fue el terror meticuloso, metódico, controlado, organizado de arriba abajo, sistemático, tenaz, que iba enfilado contra una gama amplísima de personas de muy diversa significación en el campo republicano, frecuentemente contra sus familiares y allegados también, y que, si bien persistió años y años, se moduló muy diversamente de unos lugares a otros y de unos momentos a otros, a tenor de criterios muy variables y en parte mutuamente contradictorios, así como del capricho y el antojo de los mandos militares y del Movimiento.
La enormidad de los recursos materiales de que disponían los exterminadores era tal que podían desplazar a gran número de sus víctimas, aún vivas, al campo raso, y, tras matarlas, enterrar sus cadáveres fuera de zona poblada. Además, esas bandas o esas huestes de soldados mercenarios --no teniendo los últimos vínculo alguno con la población local y a veces ni siquiera con el país, ni conociendo su idioma siquiera-- eran, sin duda, poco propicias a que alguno de sus miembros se fuera de la lengua, salvo que alguien los hubiera forzado a hacerlo.
Con el transcurso de decenios, de más de medio siglo hasta que se empezó a indagar, y habiendo los fautores de esos crímenes poseído, durante todo ese tiempo intermedio, un poder absoluto empeñado en ahogar más a las víctimas de ese exterminio colectivo, el resultado inevitable es que se hayan perdido muchos rastros, muchos testimonios, muchas huellas; o sea: muchísima información.
Los especialistas dirán cuánto tardan los huesos humanos en descomponerse; pero no parece inverosímil que muchas de las víctimas republicanas --sobre todo del medio rural (y España era entonces todavía un país preponderantemente campesino)-- hayan sido sepultadas en cualquier erial, sin que haya quedado ningún rastro fehaciente de su desgracia. A salvo, claro, de que se demuestre que eso no es posible.
No afirmo nada. Dejo en claro que --a tenor de inducciones basadas en los relatos de los historiadores-- un profano puede razonablemente hacerse tales consideraciones. Y que sólo se probará que son infundadas tales conjeturas, sólo se dará credibilidad a las cifras supuestamente depuradas de la reciente crítica historiográfica, cuando se ofrezcan argumentos convincentes en contra de esas hipótesis.
Naturalmente aun esas conjeturas han de tener sus límites. Hay datos demográficos en cuyo marco hay que trabajar. No sería nada sensato poner en discusión los datos demográficos, figurándose uno que, para ocultar la magnitud del crimen, tal vez el franquismo falsificó el censo. Esta última hipótesis requeriría una evidencia adicional, faltando la cual lo sensato es creer que el censo refleja la realidad.
Además, la hipótesis que emito --la de que muchos de los crímenes no han dejado rastro detectable 60 años después-- ha de ser en sí austera, estableciendo un umbral de plausibilidad: más allá de cierto número de tales muertes, sería inverosímil que hubiera pasado eso, porque el volumen mismo de la masa humana letal hubiera planteado graves problemas insolubles en un país poco industrializado como España.
Sin embargo, dentro de esos límites caben muy diversos cálculos. Que las ejecuciones del franquismo (por garrote vil o fusilamiento, aunque numéricamente es difícilmente creíble que las primeras hayan constituido un porcentaje elevado) hayan sido de 140.000 o del doble, eso está en los límites de lo conjeturable (conjeturable sin sobrepasar los límites impuestos por esas dos pautas metodológicas). O más incluso.
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