por Lorenzo Peña
3 de febrero de 2006
Índice
§00.-- Introducción
Clasificar es indispensable; pero las clasificaciones suelen constituir estorbos para un conocimiento más afinado de la realidad. Por eso siempre hay un peligro de deformación al encasillar a un autor.
Sea por desconfianza hacia las esquematizaciones, sea por cualquier otro motivo, es el hecho que algunos pensadores nunca quisieron comprometerse a sintetizar, en unas pocas páginas, las ideas que exponían y que justificaban en sus diversos escritos de mayor o menor longitud; sin duda huían del auto-encasillamiento.
Otros pensadores ofrecieron varias síntesis más o menos concisas --aunque, insatisfechos con cada una de ellas, continuaron ensayando otras, esperando tener más éxito la vez siguiente. Frecuentemente era algún debate lo que había ocasionado la redacción de tales síntesis. No es bajo el impulso de debate alguno, sin embargo, como ve la luz el presente ensayo. El motivo que me lleva a escribirlo es el siguiente.
Sé que muchos lectores de mis dispersos escritos políticos han experimentado sensaciones encontradas, dudando dónde ubicarme; algunas de mis ideas les han podido parecer muy revolucionarias --tal vez exageradas--; otras, inspiradas en una prudencia rayana en el moderantismo. La verdad es que (si sirve de algo una autocalificación), yo me considero un progresista que cree, por encima de todo, en la hermandad humana y que --aun condenando el sistema político imperante-- tiene confianza (no ciega ni inquebrantable) en que cambios evolutivos y paulatinos acaben desembocando en la anulación total de la propiedad privada.
No han concordado forzosamente entre sí los asertos que he propuesto a mis lectores en mis diversos escritos políticos --redactados a lo largo de los últimos tres lustros aproximadamente (y eso dejando de lado los de mi juventud, que se habían situado en otra perspectiva ideológica). No sé cuán fructífero sería sistematizar esas tesis políticas, que responden a preocupaciones múltiples y cambiantes.
Pero a lo mejor sí vale la pena esbozar --a grandes rasgos-- los lineamientos de mi actual posición política. Este folleto se propone ofrecer una pauta (revisable e inexacta) de la provisional orientación de mis ideas políticas. Va destinado a aquellos de mis lectores que deseen contar con una síntesis de las mismas.
En el escabroso terreno de a qué precedentes doctrinales me encomiendo, diré que mis ideas políticas son las del comunismo lógico, un comunismo que puede deber algo de su inspiración (directa o indirectamente):
Entre las muchas corrientes que, seguramente, no han ejercido influencia alguna en mis ideas (y que pueden ser, en cambio, referencias prioritarias para algunos de mis lectores) cabría enumerar:
Todas esas referencias valen lo que valen. Pido al lector que me juzgue por mis propuestas y por los argumentos en que se apoyan; no por mi simpatía o antipatía para con unos u otros pensadores del pasado o del presente.
Sección I: Fundamentos Teóricos
§01.-- Optimismo
Frente a las ideologías al uso, la aquí propuesta rechaza todo pesimismo. Expresa la confianza en el valor de la vida, del ser, de la humanidad, de su historia, de su avance, de su inteligencia, de su hermandad, de las relaciones de compasión hacia nuestros hermanos inferiores.
La realidad está engarzada en una consustancial contradicción, en el cruce y la oposición de los contrarios: Bien y Mal, Ser y no-Ser.
No se trata de una mera dualidad de aspectos dentro de una misma entidad --de un mismo sustrato, hecho o proceso--; esos dos polos existen, ambos, en la realidad desde toda la eternidad y seguirán existiendo siempre; cada uno tiene su propia sustancialidad, aunque no haya nunca ámbito alguno de la realidad donde se dé un puro bien sin mezcla de ningún mal o un puro mal sin mezcla de ningún bien. El bien es fuente de amor, de unión, de asociación, de acumulación, de abundancia, de conjuntación, de armonía, de concordia; el mal es fuente de odio, de desunión, de disociación, de enrarecimiento, de escasez, de dispersión, de disonancia, de discordia.
El bien es más fuerte y prevalece, porque, si no, no habría nada. La construcción, la unión, lo positivo, prevalecen sobre la destrucción, la desunión, lo negativo.
Aunque estamos en lucha sin fin contra el Mal, contra las potencias maléficas --que prevalecieron y que todavía hoy son poderosas en las sociedades humanas--, el mundo es bueno; y, por eso, vale la pena luchar y esforzarse, para coadyuvar a vencer el Mal y hacer a la vida mejor, más bonita, más fraterna, más justa, más armónica.
§02.-- Progresismo
Se ha dicho que está en crisis la noción de progreso, porque es una idea ingenua --presuntamente desmentida por los hechos-- la que cree en un avance de la humanidad que --a lo largo de una línea imaginaria-- iría de menos a más (sea en bienestar, o cultura, o capacidad productiva, o lo que se tome como valor).
Según los adversarios de la tesis del progreso --a la que tildan de candorosa--, el estudio de la marcha real de la historia revelaría lo contrario: que no hay tal línea (ni una ni varias); que a veces se mejora, otras se empeora, según en qué; y que ningún estadio de esa caótica serie de acontecimientos que llamamos `la historia' es ni más ni menos avanzado que ningún otro, sencillamente porque no tendría siquiera sentido hablar ni de avance ni de retroceso. (Otra variante del antiprogresismo dirá que hay avances y hay retrocesos, pero al buen tuntún.)
Que son falsas las objeciones anti-progresistas lo voy a demostrar punto por punto, considerando, sucesivamente, catorce problemas.
Progresar, para un individuo, es acercarse más al cumplimiento de sus planes de vida a largo plazo, o sea a sus fines; y lo mismo para una sociedad planificada. Cuando no hay planificación, no deja de haber una razón para la existencia de la colectividad, que consiste en fomentar el bien común, el cual estriba en la materialización de valores como el conocimiento, la libertad, la igualdad, la prosperidad y la seguridad de sus miembros. Hay progreso en la medida en que se incrementa la materialización de alguno de esos valores.
Es perfectamente posible que el progreso en unas cosas corra parejo con un retroceso en otras, pero, así y todo, habrá progreso (habida cuenta de todo) cuando se pueda trazar un balance general favorable.
Afirmar que nuestra sociedad (digamos la española, p.ej) no ha progresado en el último milenio implicaría decir que hoy el nivel general de conocimiento, libertad, seguridad y bienestar no es mayor que hace mil años. Ya tomemos, como módulo, un lapso de 10.000, de 1.000, o de 100 años, tales asertos están refutados por los hechos. (Y es irrelevante que quepa siempre fijar un módulo tan pequeño que en él no se registre progreso, p. ej. un año o una hora.)
A veces hay retrocesos en esto o en aquello, eso es cierto. Pero el reanudar, a la postre, la marcha hacia el avance no es una simple buena suerte, sino una plasmación de las capacidades innatas y connaturales de nuestra especie, un don de la naturaleza (a través de la historia y de la cultura de una época).
Lo que digo es que --sea cual sea el punto de partida de una sociedad-- el transcurso del tiempo producirá una mejora en la materialización de los valores socialmente aceptados y que tienden a ser constantes, porque responden a la propia naturaleza humana.
La nuestra no es la única especie cultural, pero --gracias al lenguaje, primero, a la escritura después y a la imprenta y otros medios de comunicación por último-- el ser humano lleva a un extremo esa capacidad de transmisión cultural (no resultando fácil imaginar vías de transmisión más eficaces que las que de hecho va implementando la humanidad).
Ese carácter cumulativo es lo que infunde al progreso sus rasgos de continuidad y gradualidad. El inventor más genial aporta sólo un grano de arena, que ni siquiera sería concebible sin los esfuerzos acumulados de las generaciones previas y de sus coetáneos. La labor más individual es posible por el transfondo social.
Desde luego no hace falta compartir esa creencia en el progreso para esforzarse porque mejore la vida de la humanidad. Es perfectamente posible, y encomiable, la actitud trágica de quien, sin sentirse respaldado en absoluto por la marcha natural de la evolución humana --sino, al revés, por puro voluntarismo o por escueta opción axiológica--, decide luchar porque las cosas mejoren. Una lucha sin esperanza, o sin esperanza racional.
Pienso que la mayoría de nosotros no compartimos tales actitudes trágicas o heroicas (tal vez ni siquiera las compartían los héroes trágicos); y que, por lo tanto, no es fácil ni probable que se esfuerce uno por el bien sin comprender que, con ello, está respaldado por la tendencia misma de los acontecimientos a que, a la postre, acabe prevaleciendo el bien sobre el mal.
No creo que ningún gobernante del siglo XX haya superado en totalitarismo y barbarie a Carlomagno, Inocencio IV, Enrique VIII, Gengis Kan, o Luis XIV. Ni que sea comparable el porcentaje de víctimas de las dos guerras mundiales --y de las coloniales o neocoloniales que las han precedido y seguido-- a los masivos exterminios que acarrearon las cruzadas, las devastadoras guerras de religión y la trata negrera.
Tampoco comparto la visión apocalíptica de los agoreros ecologistas (más sobre eso en los §§ 05, 06 y 08 de este ensayo). En algunas cosas la calidad de vida urbana de hoy sí es peor que la de hace 75 años (a causa principalmente del automóvil); pero en general es muy superior a la de cualquier tiempo pasado la calidad de vida de las amplias masas (incluso en muchos países subdesarrollados).
El siglo XX ha sido el primero en la historia humana en el cual la esclavitud no sólo ha sido declarada ilegal en todo el mundo, sino que ha venido arrinconada a lugares aislados donde ya está en vías de desaparición. (La esclavitud era legal hasta 1865 en la mayor parte de la superficie terráquea.)
Además, los últimos cien años han constituido el período de mayores avances morales y técnicos (éstos últimos han posibilitado los primeros): establecimiento del estado moderno del bienestar; asistencia pública sanitaria; amplios sistemas de jubilación; generalización de la enseñanza primaria gratuita; alfabetización masiva; agua a domicilio, alcantarillas, electricidad, teléfono, radio, internet. Sin hablar ya de otros electrodomésticos, de los antibióticos, analgésicos, antisépticos y tantos otros remedios, y, en general, de las comodidades que suavizan la vida y la hacen más llevadera.
Nuestra época ha sido también la de la emancipación femenina (inconclusa, pero que ha avanzado a pasos acelerados), la de la proclamación universal de los derechos humanos --incluyendo los de prestación social--, la de la promulgación del principio jurídico de no-discriminación racial, la de la superación del yugo colonial. Nada de todo eso existía hace 100 años.
§03.-- Igualitarismo
La igualdad es el núcleo de la justicia y, por lo tanto, el fundamento de los derechos humanos. Si una sociedad respeta los derechos humanos, es justa. Y si una sociedad es justa, respeta los derechos humanos.
La justicia es la no-arbitrariedad. Hay justicia en tanto en cuanto no se deban al capricho las decisiones y las adjudicaciones (las de los decisores públicos y las de los privados, en la medida en que afecten a otros). Eso significa que haya un orden, unas reglas, y, por ende, que sepa uno a qué atenerse cuando obre de un modo (seguridad jurídica, confianza legítima).
En un segundo nivel nos preguntamos por la justicia de esas reglas. Para que sean justas tienen que ser no-arbitrarias. Tiene que haber unas reglas que regulen (de manera no arbitraria) la promulgación de las reglas. Y así sucesivamente.
En última instancia, es necesario que las reglas, para ser justas, sean igualitarias. El principio de igualdad impone tratar del mismo modo los casos iguales y de modo aproximadamente igual los casos aproximadamente iguales. Lo que no sea eso, es arbitrario.
Y es que cualquier norma asocia unas consecuencias normativas a unos supuestos de hecho. Una norma arbitraria asocia las consecuencias normativas a supuestos de hecho, no por una razón para hacerlo, sino porque sí, por antojo del legislador. En la medida en que no haya arbitrariedad --o sea, en tanto en cuanto haya una razón para asociar el efecto normativo al supuesto de hecho--, ello será para todo supuesto igual.
¿En qué son pertinentemente iguales los diferentes seres humanos? En ser miembros de la misma colectividad humana. La sociedad está compuesta por los individuos para afrontar juntos las tareas de la vida en común y participar en sus ventajas. Ese título de pertenencia, común e idéntico, funda los mismos deberes de colaboración al bien común (igualdad de deberes, proporcional a las capacidades de cada uno) y los mismos derechos de participación igualitaria en el bien común.
De ahí que una sociedad justa sea una sociedad en la que cada quien está obligado a contribuir al bien común en la medida de sus posibilidades y está hablitado para participar del bien común en la medida de sus necesidades (insuperable fórmula de Carlos Marx para la sociedad comunista).
Eso sí, a fin de asegurar esa contribución al bien común, habrá que restringir el criterio igualitario de distribución según las necesidades, criterio sólo aplicable a los diversos individuos en tanto en cuanto contribuyan al bien público proporcionalmente a sus posibilidades. Habiendo individuos que, en mayor o menor medida, queriendo aprovecharse de los demás, rehúsen hacer aportaciones adecuadas, es lógico que sufran una merma proporcional de la participación en el bien colectivo.
Frente a ese igualitarismo que defiendo se han formulado dos objeciones principales. La una es que es inviable una sociedad así porque propiciaría una irresponsabilidad generalizada, al ser indiferente lo que uno haga para recibir su parte igual del bienestar colectivo. La segunda objeción aduce que la noción de necesidades es puramente subjetiva, pues se reduce, en definitiva, a las preferencias, o sea a los meros deseos.
Es errónea la primera objeción, porque, siendo incondicional el derecho a participar equitativamente en el bien común, no por ello es absoluto; lleva aparejada, como contrapartida, la obligación de contribuir al bien común; en tanto en cuanto se incumpla ese deber, será abusivo el disfrute del derecho de participación. Por eso, la política pública de distribución no podrá guiarse sólo por ese principio de distribución según las necesidades, sino que lo restringirá para incentivar el mérito, la aportación voluntaria al bien común. (Los zánganos verán su porción reducida al mínimo, porque no es verdad que cada uno tenga derecho a escoger, si lo quiere, una vida de holgazanería.)
También es falsa la segunda objeción. El igualitarismo ve un valor en la felicidad humana, pero una felicidad entendida como concepto con una dimensión social y normativa, según pautas objetivizables, verificables, y no de satisfacción de caprichosas preferencias desiderativas. La determinación de las necesidades se hace según criterios socialmente relevantes, en función de parámetros de comparabilidad intersubjetiva e imparcial. El ciego tiene unas necesidades de las que carece el vidente; en cambio, no tiene ninguna necesidad particular el glotón que ansía zampar angulas sin conformarse con una comida más corriente.
Para terminar este apartado, precisaré que la igualdad aquí defendida es una igualdad de resultados, un derecho a la igual felicidad de todos (correlativo al deber de igual aportación, proporcionada a las capacidades propias). No se parece en nada a la igualdad de oportunidades ni a la igualdad de capacidades que proponen otros. Esas concepciones comparten un supuesto libertario, el de que, siendo la igualdad un valor subordinado al de la libertad, sólo tiene cabida en una organización pública racional en la medida en que se limite a articular una igual libertad.
Ésas son igualdades procedimentales, o de medios, que nunca resuelven nada (ni, por lo demás, son posibles, ni siquiera en una sociedad igualitaria). ¿Sólo se va a conceder a cada individuo una oportunidad única en su vida (de suerte que, si se equivoca, lo haya de pagar)? ¿No habrá compasión? ¿Se otorgará una segunda oportunidad? ¿Una tercera? ¿Una cuarta? Similarmente, esas capacidades igualadas ¿se fijarán de una vez por todas? ¿O se acudirá a una periódica redistribución para salvaguardar o restablecer esa igualdad de capacidades? ¿Cada cincuenta años? ¿Cada 50 semanas? En suma, todas esas fórmulas meritocráticas son, en el fondo, profunda y cruelmente antiigualitarias.
§04.-- Compasivismo
La mayor virtud del ser humano es la compasión, valor central de una sociedad fraternal y de un pueblo que progrese moralmente.
No sé de cuánta compasión son capaces los animales pertenecientes a especies no humanas, pero sí sé que, de entre todas las cualidades que a menudo (aunque no siempre) adornan a muchos miembros de nuestra especie, la más bonita --la que más nos honra, la que nos exculpa de tantas cosas menos hermosas que se han dado y se dan en la vida colectiva de la humanidad-- es la capacidad de apiadarnos del sufrimiento ajeno.
Y es que no hay justicia sin compasión, o sea sin caridad. La com-pasión es el sufrir-con los que sufren, el participar uno mismo en sus penas y alegrías, en lugar de mirarlas como asunto puramente ajeno.
Una justicia inclemente o inmisericorde, una jurisprudencia sin corazón, fría y pétrea, sería una justicia mecánica, deshumanizada, incapaz de tomar en consideración los requerimientos de la equidad. Falta del hálito de la piedad, la legislación presuntamente justa no ofrecería un canon de conducta instituido para el bien del ser humano en su concreción. Sólo ese valor de la piedad o compasión hace que el legislador redacte sus preceptos pensando en las consecuencias para la felicidad o la desgracia de los individuos que van a ser afectados por esas normas. Y, además, la vigencia del valor de la compasión determina que se legisle --y que se interprete y se aplique la ley-- para beneficiar a los seres susceptibles de ser compadecidos. (Una empresa o un partido no son seres a los que quepa compadecer.)
La compasión debería ser, pues, un valor con vigencia jurídica, proclamado constitucionalmente para que oriente siempre al legislador e inspire al juez en la interpretación de las leyes; y habría de regir nuestras relaciones no sólo con nuestros semejantes, sino también con los otros animales, nuestros hermanos inferiores. (V. infra, §07.)
En lo inter-humano, el valor de la compasión nos lleva a defender la eutanasia, pues, por encima de cualquier otro valor, está el del compadecer a los que sufren, lo cual nos hace supeditar cualquier otro criterio de decisión a la regla de eliminar el dolor, o al menos aliviarlo todo lo posible.
Es igualmente ese valor de la compasión el que nos lleva a la justicia en su concepción igualitaria --la distribución de la riqueza social según las necesidades--; con lo cual el minusválido recibirá aquel auxilio colectivo que le permita, si no del todo disfrutar de tanto bienestar o tanta felicidad como otros hombres y mujeres, al menos acercarse a él en la medida de lo humanamente posible o, como mínimo, ver su sufrimiento tan disminuido cuanto permitan los medios de la sociedad.
El principio de compasión puede formularse en la Regla de Oro: haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti, o sea: actúa con com-pasión, compadece sus penas, comparte sus alegrías.
§05.-- Consumismo
El hombre aspira naturalmente a consumir más; es un progreso tener nuevas necesidades y poderlas satisfacer. El pensador social no ha de oponerse a esa tendencia natural, sino averiguar cómo propiciar y satisfacer ese crecimiento del consumo popular. El bien común es el de un consumo creciente.
Consumo es prosperidad. El consumo se opone a la escasez, a la incomodidad, la privación, la poquedad, la limitación de la vida.
Esta defensa del consumo tiene que hacer frente a las lamentaciones que reprochan al (en buena medida injusto) sistema económico dominante lo único que tiene de bueno: que amplias masas (en muchos países, aunque no todos), avisadas o impulsadas por la publicidad, endulcen su vida adquiriendo bienes tales como: tarros de guisantes, rollos de esparadrapo, calcetines, estuches de gafas, aparatos de audición de música, prótesis dentales, mochilas, cremas de protección cutánea, cámaras de fotos, escarpias, libros, plumeros, bombillas, bicicletas, mantas, jerseys, bolígrafos, neveras, camisetas, almohadas, etc. El disfrute de tales productos del artificio humano comporta placer, y la privación de algunos de ellos comporta dolor. El placer es un valor y el dolor un desvalor. Lo que causa placer es valioso y lo que causa dolor disvalioso.
En realidad mi crítica al sistema capitalista es justamente la opuesta. Le reprocho que no satisface las necesidades de la gente. Hay muchísimos objetos que podrían perfectamente fabricarse --porque la técnica lo permite--, cuya puesta a disposición del consumidor beneficiaría a potenciales adquirientes, y que, sin embargo, no se producen, porque los empresarios no calculan que les vaya a ser suficientemente rentable hacerlo, o dudan si lo será; y, cuando se fabrican, no se comercializan bien, no llegan a mucha gente que querría comprarlos si se le diera ocasión. Entre esos múltiples objetos los hay de todo tipo: medicinas, alimentos, ropas, libros, películas, registros sonoros, aparatos diversos, muebles, etc. Y no vale como respuesta que en el mercado están a la venta otros medicamentos, libros, aparatos, etc, porque justamente se trata de objetos que servirían para cosas para las que no sirven los que se ofrecen.
También le reprocho que otras mercancías que sí se comercializan se venden demasiado caras para que mucha gente las pueda comprar, aun cuando los fabricantes y mercaderes podrían venderlas más baratas sin dejar de tener una ganancia (tal vez de momento menor, eso sí). O sea, mis reproches van en sentido contrario a los de los anticonsumistas.
Puede que la raíz del desacuerdo valorativo estribe en que el consumista tiene una valoración positiva de la vida --la vida sencilla y cotidiana de las masas--, en tanto que para el anticonsumista eso, probablemente, carece de valor. De ser así, no es fácil imaginar qué razón podría aducirse para justificar una opción u otra.
§06.-- Productivismo
Sólo el avance sin límites de la producción puede satisfacer el consumo humano. Consumíamos aire sin producirlo, pero tal vez hoy haya que adoptar procedimientos técnicos para reproducir aire puro. También producimos el agua que consumimos (mediante depuradoras, canalizaciones y redes de distribución) y prácticamente todo lo demás. Sólo produciendo cada vez más y mejor podemos satisfacer el consumo humano, que tiende al infinito.
Para desarrollar la producción contamos sólo con dos instrumentos: trabajo y técnica.
El primer instrumento es nuestro propio trabajo. Si es valioso lo que constituye un medio necesario para obtener un fin valioso, el trabajo encarna un valor. Como siempre sucede en la vida humana, el medio deja de ser un mero medio para convertirse --de algún modo y en alguna medida-- en un fin, a pesar del desvalor que también comporta, en tanto en cuanto requiere esfuerzo, que conlleva algún grado de dolor. Mas ese dolor se transmuta en placer cuando tenemos conciencia de estar colaborando así al bien propio y al bien común. (Igual que --por un motivo más trivial-- se transforma en placentero el dolor del esfuerzo deportivo.)
El derecho a trabajar es una pretensión legítima a contribuir al bien propio y al colectivo mediante el propio esfuerzo. Y es también una obligación, porque no hay nunca derecho a aprovecharse de los demás.
De ahí que, frente a los apóstoles de la pereza (Paul Lafargue) y los defensores de la renta universal básica (como Van Parijs), haya que recalcar que entre los derechos humanos no figura el de trabajar lo menos posible para pasar la vida en el ocio y en la inactividad (la cual, prolongada en exceso, es degradante) o en ocupaciones baladíes y estériles que no aporten nada a los demás; ni figura tampoco el de escoger uno su vida entre cualesquiera alternativas (porque es ilícito escoger un género de vida ilícito, e ilícito es aprovecharse de los demás, como también degradarse uno mismo dedicándose a la vagancia, defraudando así la legítima confianza ajena en que lo que nos ha ayudado será provechoso para nosotros mismos y para los demás).
Estas consideraciones me llevan a rechazar la postura de quienes creen que la principal conquista social que hay que reclamar hoy es la de trabajar menos. No creo que eso responda en absoluto a las preferencias reales de la gente; mas, en cualquier caso, no sería una preferencia racional.
No se me oculta que, gracias al progreso técnico (al que voy a referirme en seguida), va resultando posible disminuir paulatinamente la duración del tiempo laboral para dedicar más a otras actividades, mal llamadas `de ocio' (aunque, en el fondo, muchas de ellas sean, cada vez más, trabajo de rendimiento postergado --como cuando lo que hace uno es una distracción que aguza la inteligencia, ensancha el conocimiento o ejercita el cuerpo y la mente).
Pero hay un equilibrio que buscar entre el tiempo libre y el tiempo laboral; sin perder de vista que es gracias a éste último como labramos el bien propio, el de los nuestros y el del gran Nosotros que es la sociedad --además de hacer más placentero el esparcimiento (ya que sin cansancio tampoco hay descanso).
Ahora bien, cuando digo que el trabajo es el primer factor de la producción, me refiero no sólo al trabajo individual, sino también al social. Y éste depende del número de trabajadores. Luego el incremento de ese número es también un hecho valioso. (V. más abajo, §08.)
El segundo instrumento con que contamos para desarrollar la producción es el progreso técnico. También aquí hay que salir al paso de ideas hoy de moda que miran con desdén el avance técnico, pensando que éste nos esclaviza en lugar de liberarnos. No es así. Por el progreso técnico, hemos pasado de la agricultura de hace un par de milenios --en la cual se cosechaba tanto y mitad de lo sembrado-- a otra que nos permite comer a los seis mil millones de seres humanos (o que permitiría hacerlo si se repartieran bien los alimentos).
Si hoy son posibles las semanas laborales de menos de 40 horas (en lugar de 80), es gracias al progreso técnico (que, sin embargo, permite, en ese tiempo, producir una cantidad de bienes que multiplica la del pasado).
En realidad, de todos los factores del progreso humano, el más importante es el técnico (aunque ese progreso técnico viene obstaculizado por el injusto reparto de la riqueza, el cual, coartando y cercenando el mercado --al restringir el consumo de masas--, hace menos provechosa la aplicación de técnicas innovadoras a la producción).
Esta defensa de los valores del trabajo y del progreso técnico productivo me lleva a rechazar el maltusianismo, que hoy ha renacido bajo la modalidad del ecologismo. (Sólo me opongo a un determinado ecologismo, que yo llamaría mejor `ecolatría'; pero, generalizando, me referiré a esa tendencia con la locución genérica `los ecologistas'.)
Llevan razón los ecologistas al señalar que son deletéreos para el medio ambiente algunos componentes de la producción y del consumo, según están actualmente orientados, siéndolo, además, en medida desproporcionada al provecho que nos causan. Concretamente: el automóvil, el abuso de la navegación aérea, el nomadismo de lujo, las residencias secundarias, las urbanizaciones diseminadas y la infrautilización de las capacidades edificatorias de la arquitectura moderna, así como el desperdicio de energía, el derroche de agua para piscinas particulares y riego de césped, el no reutilizar los envases, el no reciclar suficientemente muchos desechos aprovechables, etc. Todo eso está asociado a un modelo de consumo extremadamente individualista y desperdigado, del cual disfruta una minoría de la humanidad. Acarrea consecuencias nefastas para la calidad de la vida humana y destructivas del medio ambiente (principalmente por las emisiones de anhídrido carbónico).
También llevan razón los ecologistas al exigir más inversión para el desarrollo de fuentes energéticas limpias (aunque se equivocan al excluir radicalmente la nuclear, cuya generalización preservaría la atmósfera si, a la vez, se eliminaran los automóviles y se disminuyeran los viajes en avión). En este punto su error es el de sostener, sin pruebas suficientes, que hoy por hoy las energías renovables tienen posibilidades fuertes de utilizabilidad masiva.
Y aquellos ecologistas que son también defensores de los animales no humanos llevan, desde luego, plena razón en esa defensa (con tal que no se haga en detrimento de necesidades básicas de la vida humana, como la de comer; más sobre esto en el §07 de este ensayo).
Los errores de los ecologistas son otros:
§07.-- Animalismo
El ser humano pertenece a la comunidad de seres vivos del planeta. Está unido por relaciones de parentesco con los demás; relaciones que imponen obligaciones de respeto en la medida en que son nexos de proximidad y que, de algún modo, integramos una colectividad de seres emparentados y relacionados.
Tenemos, pues, un deber de amor y respeto a nuestros parientes para formar una comunidad equilibrada y no tiránica. Hay límites a la dominación humana sobre las demás especies, a tenor de criterios de caridad y proporcionalidad.
Cuando un interés vital nos lleva a entrar en colisión con los intereses de otra especie, prevalece el nuestro (prevalece como pauta para nuestro propio obrar), siempre que ello no implique infligir torturas ni sufrimientos desmesurados. Cuando no sea así, prevalece el respeto a nuestros hermanos inferiores (tanto más cuanto más hermandad biológica nos una con ellos).
Sección II: Tesis de Filosofía Política
§08.-- Populismo
Más que surgir la calidad de la cantidad (en la célebre fórmula de la filosofía marxista), la calidad se reduce a cantidad.
Las diferencias cualitativas estriban en diferencias cuantitativas, o al menos así sucede en muchos casos. Lo otro es un más.
La mayor parte de las diferencias usuales son de grado, y las diferencias de grado pueden ser importantísimas. De ahí el poder de la multiplicación, el del hábito, el de la frecuencia, el de la abundancia, el de la muchedumbre.
Lo importante y decisivo es la masa, la multitud de seres humanos, en la multitud reiterada de sus hechos cotidianos, en la multitud de años consecutivos.
Frente al papel de los individuos, hay que recalcar el de las colectividades que les dan vida y que los secundan (sin lo cual la acción individual es inefectiva). Frente a la visión procedimentalista que otorga primacía a los esquemas de elección o selección de minorías rectoras, hay que reconocer el papel preponderante de lo cumulativo, de la difusión masiva de ideas, de la intervención directa de las propias muchedumbres.
Si la vida humana tiene valor, será valioso que haya más vida humana. Frente al maltusianismo, que ve como disvalioso el crecimiento demográfico, éste es valioso por varias razones.
Son esas razones las que hacen que se equivoquen los maltusianos, incluidos los ecologistas. Es verdad (y en eso llevan razón) que nuestro planeta es finito y que entre una especie y su medio hay una relación constreñida por leyes naturales que no permiten a la especie proliferar más allá de un límite. En el caso humano, desconocemos cuál pueda ser ese límite, si 10 veces la actual población humana, o cien o mil, entre otras cosas porque la inteligencia nos posibilita servirnos de las leyes naturales para modificar a la propia naturaleza, creando nuevas posibilidades para nuestra vida.
El error del neomaltusianismo es no ver los efectos positivos del incremento demográfico ni los negativos del estancamiento; no ver que la mayor población es un valor, y que lo es para cada uno de los hombres y las mujeres que forman parte de esa misma población. Los neomaltusianos desconocen que el hombre es un valor para el hombre. No son humanistas.
§09.-- Juridicismo (rechazo del anarquismo)
Cualquier comunidad de seres vivos inteligentes necesita unas normas y unas autoridades. Es una regla que emana de la naturaleza misma de las cosas que tiene que haber unas normas que no emanan de esa misma naturaleza de las cosas sino de la voluntad de la autoridad que las promulga, en aras del bien común.
El progreso jurídico ha llevado al Estado de Derecho: la promulgación es pública, la autoridad rinde cuentas y está sujeta a la normativa vigente, la norma no se puede producir ni cambiar sino según las pautas que prevea la propia normativa, valiendo eso en la relación entre individuos, grupos y estados.
Voy a defender la República como modelo de estado; pero esa defensa sólo tiene sentido si el estado es en sí un instrumento valioso para el bien común, necesitado por la naturaleza humana, la cual implica la necesidad de colaboración pero no está a salvo del mal (o sea de la cizaña o la discordia).
Este juridicismo nos lleva a estimar la obediencia al derecho como un valor positivo. Actuar de conformidad con la ley es una conducta positivamente valorable, igual que --dentro de una organización-- lo es actuar respetando los estatutos y --en el plano internacional-- respetando las reglas de coexistencia pacífica.
De ahí que sea preferible, cuando sea posible, un tránsito legal a un nuevo orden legal más justo.
Esta concepción se opone a la teoría de Marx de la dictadura del proletariado, según la cual el ordenamiento jurídico existente sería, consustancialmente, una superestructura burguesa, emanada del sistema económico-social capitalista, carente de valor desde el punto de vista proletario, y que habría que romper para establecer un nuevo orden estatal, llamado a extinguirse en una sociedad futura sin poder político.
Las discrepancias que tengo con ese enfoque son esencialmente dos:
§10.-- Republicanismo
La organización política de la sociedad ha de ser una República, una Cosa-Pública. Ese ideal republicano --el ideal de que la sociedad, políticamente organizada, sea una Cosa Pública-- tiene varios componentes:
En relación con este último punto, se ha de acoger con el mayor recelo una idea en boga que viene recomendada como la de «propulsar la sociedad civil», o sea promover lo privado frente a lo público. Ciertamente debería haber libertad de asociación; mas esa libertad, como cualquier otra, tiene sus límites; y, en este caso, los límites son estos cuatro:
Por otra parte, si los recursos de que dispone la sociedad han de estar administrados, en su mayoría, por el Estado para beneficio de todos, eso deja todavía un margen para la actividad económica privada (ya sea mercantil, ya sea cooperativa, ya sea asociativa); margen que ha de disminuir cuando la administración pública necesite efectuar una actividad de fomento o de promoción del bienestar de la población y de la riqueza económica del país, que ya no es de servicio público (porque no responde al mismo grado de necesidad colectiva), pero que, indirectamente, hace falta en aquello en que la iniciativa privada no sea suficiente o adecuada a las necesidades de la gente. A tenor de ello, la República --para ejercer su cometido al servicio de la prosperidad nacional-- habrá de tener sus haciendas, silos, depósitos, economatos, almacenes, factorías, laboratorios farmacéuticos, astilleros, navíos, minas, yacimientos, centrales eléctricas, refinerías, bloques de viviendas de alquiler, cajas de ahorro y entidades de aseguración.
Para cerrar este apartado, conviene precisar que el sentido del `republicanismo' aquí articulado y propuesto seguramente no tiene casi nada que ver con la corriente de la filosofía política que hoy recibe tal denominación, la cual me parece insistir en lo privado más que propiciar el bien común, o recalcar la promoción del servicio público, de las prestaciones públicas, de la riqueza y la prosperidad colectivas, sin proponer tampoco que todos compartan equitativamente tanto el bienestar cuanto las cargas sociales.
§11.-- Unitarismo
El Estado ha de ser unitario, organizado de una manera racional, planificada, aunada, con divisiones administrativas establecidas según criterios revisables y justificables de eficiencia y utilidad, y distribuyendo los recursos entre todos según criterios uniformes y objetivos. Lo que no sea eso va contra la justicia y el bien común.
Los recursos del Estado han de administrarse en régimen de caja única. Es mala cualquier situación de descentralización y de federación --aunque sea un mal necesario en ciertos casos.
Desde luego el ideal de la República que he diseñado es compatible (hasta cierto punto) con el federalismo; pero lo es como lo son dos principios antitéticos entre sí que coexisten mal que bien. En la medida en que se cumple ese ideal republicano, hay Estado unitario. En la medida en que la República se divide en cantones (comunidades autónomas o comoquiera que se llamen), o sea unidades territoriales de derecho propio --refractarias a la soberanía popular, y provistas de su propia hucha--, en esa medida no hay un cuerpo político de todos los habitantes de la República unidos por la relación de fraternidad y de solidaridad, sino que cada cantón tira por lo suyo --aunque tal vez se aplique luego alguna regla correctora para compartir las sobras.
Por esa pendiente se llega al absurdo: los del cantón A no aceptan transvasar agua para los del cantón B, ni éstos quieren abrir sus sanatorios indistintamente a los enfermos del cantón A. Hay cantones ricos y cantones pobres. Los empleos en cada cantón son para los nacidos en él. Y así sucesivamente. (Todo eso ya lo estamos padeciendo en España con las malhadadas autonomías.)
§12.-- Justificativismo
La República que he diseñado como un estado justo no implica necesariamente ninguna organización política determinada, salvo que, evidentemente, es incompatible con la monarquía. Podría ser una república meritocrática o una democrática (ya sea de democracia participativa, electiva, representativa etc.).
El régimen político que me parece preferible para una República justa es el de la democracia justificativa, la cual difiere de la electiva en seis importantes rasgos:
A tenor de la primera condición, cada elector habrá de motivar su voto (en la casilla correspondiente). Es incongruente decir que toda decisión de cualquier poder político ha de estar motivada y otorgar al elector un derecho a no motivar su opción. La motivación es compatible con que el voto sea secreto (anónimo), aunque en rigor el anonimato sólo es deseable en un estado en que reina la inseguridad y se consienten las coacciones. El desideratum razonable es que se deje atrás ese anonimato y que cada uno suscriba y defienda su opción.
A tenor de la segunda condición, ha de garantizarse no sólo alguna pluralidad de opciones, sino la pluralidad máxima mediante procedimientos regulatorios como los que, en el ámbito del derecho mercantil, obligan a las empresas a competir con ofertas genuinamente alternativas. Si hay varias ofertas electorales similares y si, en cambio, no figuran otras ofertas concebibles y deseables (desde determinados puntos de vista), es que no está funcionando bien el tribunal regulador de defensa de la libertad del elector, que ha de imponer a los partidos escindirse en varios con ofertas alternativas suficientemente dispares.
A tenor de la tercera condición han de suprimirse las circunscripciones electorales, que, además de ser arbitrarias (en mayor o menor medida), tienden a causar una discriminación (con subrepresentación de unas respecto a otras); y, aunque así no fuera, trocean, en cualquier caso, lo que ha de ser una elección conjunta y unitaria. Así, además, se evitará la votación clientelista y neocaciquil, cuyo caldo de cultivo lo constituyen las pequeñas circunscripciones.
A tenor de la cuarta condición, un tribunal regulador ha de prohibir a un partido acaparar una cuota excesiva de la votación (que podría fijarse en el 10% o cualquier otra que se conviniera como razonable), evitando así el oligopolio, e imponiendo la partición para que ninguna fuerza política detente un poder desmesurado del cual pueda abusar. Las listas tendrán que ser siempre abiertas, siendo así libre cada elector de rechazar a cualquier candidato.
Además, habrá que tomar medidas (legislativas y jurisdiccionales) contra los modos de funcionamiento que hacen hoy del mandatario un representante de su formación política y no del pueblo, escamoteando la deliberación de las asambleas al sustituirla por los acuerdos negociados de las juntas de portavoces. En las asambleas no deben constituirse grupos de adscripción, sino que cada individuo ha de actuar con independencia y responsabilidad individual frente a los electores. Asimismo, deberían reducirse estrictamente los gastos de las campañas electorales, prohibiéndose cualquier propaganda exagerada y dispendiosa.
Y, por último, un tribunal ha de velar también por que, en el interior de los partidos, se aseguren efectivamente la democracia y los derechos de los afiliados, garantizándose una presencia proporcional de las sensibilidades minoritarias en los órganos directivos. (Bastaría aplicar a los partidos la legislación de las sociedades anónimas, mutatis mutandis.)
A tenor de la quinta condición, todas las leyes básicas han de presentarse a ratificación popular mediante consultas regulares (una cada cuatrimestre, p.ej, con un cuestionario relativo a esas diversas propuestas). Si los electores se cansan, podrían votarse leyes de delegación de funciones legislativas a las asambleas para períodos limitados. El gasto no sería elevado, dado lo que se ahorraría en las campañas electorales.
A tenor de la sexta condición, un elegido del pueblo pasa a ser parte en un contrato, una parte sujeta a responsabilidad contractual, con cláusula de arrepentimiento del elector, cláusula penal por incumplimiento y medidas precautorias para evitar fraude o abuso de posición dominante (o sea un derecho contractual tuitivo). Todo elegido del pueblo ostenta así un mandato imperativo en coherencia con la motivación expresada por los electores.
Sé que todo eso es, hoy por hoy, utópico, no porque sea irrealizable, sino porque no hay aún una opinión favorable a tales proyectos (hasta el punto de que algunos de esos rasgos no han sido probablemente propuestos todavía por nadie).
Habrá que esperar. Pero no es justa una democracia que no sea así. No es justo el poder del elector de optar porque sí entre opciones determinadas por los círculos políticos establecidos y, por añadidura, de tal modo que no haya control alguno del cumplimiento hasta la siguiente elección, varios años después; la cual será, de nuevo, una opción entre ofertas alternativas fijadas únicamente por los mismos círculos políticos oligopólicos.
§13.-- Naturalismo político
La cultura tiene su propia naturaleza: es natural --en la cultura humana-- lo que es más masivo, espontáneo y de raíces más hondas, aquello que es menos producto del arbitrio o del artificio de algunos. (Desde luego, eso viene por grados.) La organización política ha de respetar la naturaleza aun para cambiarla.
De ahí que --a la espera del Estado Mundial-- haya que preconizar Estados naturales, comunidades de naturaleza, y uniones integrativas interestatales también naturales (principalmente lingüísticas).
La razón de esa preferencia por las uniones políticas naturales es que, para que el Estado sea la configuración jurídicamente organizada de un pueblo, ese pueblo, como persona moral, no puede venir creado por esa misma organización política, sino que ha de poseer una entidad preexistente y más honda. En suma, aunque el Estado no es una superestructura de la sociedad, tampoco tiene sentido que la propia sociedad sea un mero producto de la organización estatal; no tiene el sentido que han tenido históricamente los estados, como configuraciones de los pueblos.
Es natural una comunidad política cuando el pueblo así organizado está aglutinado por nexos profundos y antiguos, por vínculos de identidad lingüística (o, al menos, de parentesco entre lenguas de una misma familia), por la memoria colectiva de hechos pasados de muchas generaciones, por la tradición continuada de convivencia en un territorio (no forzosamente contiguo --aunque también sea ése un factor a tener en cuenta).
Hay tanta más naturalidad en una unión política de hombres y mujeres cuanto más fuertes sean esos lazos, o sea: cuanto más verdad sea que constituyen un pueblo, lo cual depende de cuán acusada sea la unidad del territorio que habitan en común, cuán natural sea la demarcación geográfica de ese territorio respecto de sus vecinos, cuán fuerte sea la unidad lingüística, cuán estrechas sean las relaciones de intercambio entre unos y otros y cuántos hechos históricos y culturales vengan vehiculados por la memoria y el imaginal colectivos --que constituyen un patrimonio común, simbolizado por las reliquias de ese pasado que nunca lo es del todo.
Es poco recomendable, pues, que se afiancen las entidades políticas decretadas por arriba (como la babélica Eurolandia diseñada por tecnócratas y círculos financieros) o que se perpetúen estados artificiales, tanto más cuanto más alejados estén de esos rasgos de naturalidad, siendo fruto de irredentismos de salón, en parte ficticios, que han prosperado por circunstancial ventura (como el Vaticano, Israel, Ucrania o Paquistán), salvo --desde luego-- cuando la corrección de la injusticia histórica que supone su existencia acarrearía mayores males.
Decían los estoicos que la sabiduría estriba en vivir conforme a la naturaleza. La sabiduría política estriba en vivir según esa segunda naturaleza de los pueblos, la naturaleza cultural.
Notemos que ese naturalismo político no significa en absoluto que los pueblos, que son entidades naturales (en ese sentido de segunda naturaleza que es la cultura arraigada), sean colectividades esencialmente de sangre, en las que el vínculo genético sería lo decisivo, con referencia a unos antepasados comunes. No hay tal. Cualquier pueblo es una amalgama racial; y, además, ¡cuanto más suceda así, mejor! (Es valiosa la mezcla y fusión de gentes, de transfondos y orígenes diversos, porque enriquece en todos los aspectos a cualquier población humana.)
Así pues, lo que excluye ese naturalismo es la pretensión de que una ciudadanía se constituya (como una asociación) por un acto de voluntad colectiva, por un pacto fundador o refundador de un Estado. El pacto carece de sentido --y de validez-- sin una colectividad tradicional preexistente unida por relaciones de convivencia (simbiosis), como las de memoria histórica compartida, lengua y cultura (no forzosamente mismidad lingüístico-cultural).
§14.-- Planificacionismo
Planear es actuar racionalmente. Una cosa es obrar voluntariamente y otra muy distinta obrar deliberadamente, o sea según un plan preestablecido.
Un plan es una intención (que uno ha adoptado tras deliberar consigo mismo) de llegar a unos fines (o de esforzarse uno por conseguirlos), a través de una serie de medios; para lo cual decide uno de antemano tomar, cuando llegue el caso, las decisiones oportunas.
Obra uno con libre voluntariedad cuando actúa según sus propios planes. Una decisión improvisada, que no corresponde a planes de vida, es un acto de voluntad, pero no un ejercicio de la libre voluntariedad (puede deberse a miedo, arrebato u obcecación momentánea o a cualquier causa que aminora la responsabilidad de la conducta, como una perturbación mental transitoria; y, aun sin darse esos factores, puede venir tomada de manera irreflexiva).
Eso que vale para la acción de los individuos vale también para la de los colectivos, y entre ellos los pueblos. Un pueblo actúa con libre voluntariedad cuando organiza su vida según unos planes. Como las decisiones colectivas requieren venir adoptadas por unos órganos representativos, esos planes habrán de promulgarse por una junta directiva; pero son planes de la sociedad en su conjunto cuando ésta les da su anuencia y su concurso, aceptándolos y ajustándose a ellos.
Vivir según unos planes de vida es el ejercicio de la verdadera vida humana, racional, deliberada, con libre voluntariedad y no esclava de los arranques de la ocasión, de los caprichos de la fortuna, de las corazonadas y las veleidades. Eso es así para los individuos, los grupos y la sociedad en su conjunto.
Eso que vale en general vale en economía. Una economía racional es aquella en la que los dirigentes trazan unas metas por alcanzar (de producción y distribución), determinando, a tal fin, unos medios; la población adopta (con entusiasmo o sin él) tales pautas; y la sociedad trabaja con ese guión.
Una economía racional excluye, pues, el mercadeo, el juego de oferta y demanda, la actuación a ciegas de cada uno sin atender a ningún plan de conjunto. En suma, son antitéticas la economía racional (planificada) y la economía de mercado.
La economía de mercado es un absurdo. Es falaz la tesis de Adam Smith de que, buscando en el mercado cada uno lo suyo sin atender a ningún fin social, por arte de birlibirloque una especie de mano invisible se viene a interponer para que, de ese egoísmo disperso, resulte la prosperidad general. No hay prueba lógica de tan disparatada paradoja que los hechos se encargan de desmentir.
Pero sí es verdad que el desatino mercantil no siempre produce crisis, atolladeros, exceso de tal mercancía donde no hace falta y defecto de la misma donde la necesitan. Unas veces sí, otras no. El mercado es una lotería, un juego de azar. Pero acudir a la lotería es confiar en una estrella ciega e irracional.
Hay una explicación para los presuntos éxitos de la economía de mercado (la cual, de existir, un 50% de las veces arrojaría un resultado general medio-aceptable y un 50% de las veces uno horrendo). La explicación es que la economía de mercado no existe. Ni ha existido nunca.
El capitalismo real tiene algo de economía de mercado (raíz de sus males); pero, ¡felizmente!, tiene también mucho de planificación, aunque sea (por desgracia) una planificación oligárquica, en la que los mandamases de unos cuantos oligopolios concluyen acuerdos --expresos o tácitos, entre sí o con las autoridades--; acuerdos que sirven de plan económico (aunque generalmente opaco, no sujeto a público escrutinio ni, menos, a debate; y que se hace pasar como si no existiera). Gracias a esos planes, aunque sean secretos, la economía funciona con un mínimo de encauzamiento, se van capeando los temporales y no nos hundimos en el precipicio.
Que haya planificación no significa necesariamente que se esté planificando bien. Igual que el que un individuo actúe según unos planes de vida no quiere decir que éstos sean sensatos o forzosamente conducentes a su propia felicidad a largo plazo. Pero actuar sin plan, a lo que salte, es estar por debajo de las posibilidades de nuestra especie, es no estar a la altura de la inteligencia que nos ha dado la Madre Naturaleza. Cuando uno actúa según planes de vida --y no al buen tuntún de los impulsos repentinos--, tiene posibilidad de aprender y de corregir.
Similarmente, un déspota investido de poder planificador tenderá a planificar por el bien común; un poco porque el hábito hace al monje; un poco porque ese déspota irá sintiendo la necesidad de procurar el consentimiento de los gobernados (que se amolden al plan y no se resistan a su ejecución); y un poco porque, aun en la sociedad más despótica, opera alguna forma de rendición de cuentas, por difusa y abstracta que sea.
Es malo que haya despotismo; pero no es cierto que la planificación sólo vale cuando el sistema político es democrático; entre otras cosas por lo relativo que es eso. En realidad es difícil imaginar un planificador tan torpe o malévolo que su dirección planificadora pueda ser más funesta que la anarquía del mercado. Casi es verdad que el peor planificador es mejor que ninguno.
Sección III: Propuestas Prácticas
§15.-- Evolucionismo (o reformismo)
Si vivir según la naturaleza es la clave de la sabiduría, en la vida social y jurídica ello significa que han de ajustarse a una pauta de respeto a la naturaleza todas las instituciones humanas, y las decisiones de cada uno en el marco de tales instituciones.
Respetar la naturaleza no significa, empero, que lo que venga dado naturalmente haya de permanecer inalterable. Nada de eso. Mas, para trasformarlo y mejorarlo, hay que tratarlo con cuidado y sin violentarlo.
Ajustarse a la naturaleza misma de las cosas involucradas es un principio de sabiduría política y jurídica que tiene muchas facetas. Una de ellas es que cualquier labor de transformación social ha de partir de una sociedad constituida, con esa segunda naturaleza de la cultura, una tradición, unos prejuicios, unos hábitos de conducta social.
La revolución pretende alterar el estado de cosas existente mediante un súbito cataclismo que transmute la sociedad de arriba abajo para que, sobre los escombros del edificio derruido, se erija uno mejor.
En realidad, las revoluciones reales no son eso que pretendían ser. Pueden haber comportado momentos de demolición del estado de cosas existente; pero inevitablemente, a la hora de la edificación, retoman la marcha evolutiva que las había precedido, tras haber reconstruido parte de la obra que previamente habían derribado.
Muchas veces esa inevitable deriva lleva a la decepción de los revolucionarios; pero ésta sólo revela cuán fantásticas eran las ilusiones perdidas. Las revoluciones sólo son, y sólo pueden ser, momentos álgidos del proceso evolutivo de la sociedad.
Ese principio de la naturaleza de las cosas determina, pues, que la tarea de llevar a cabo un hondo cambio social ha de abordarse tratando con cuidado los hábitos sociales, alterables --ciertamente-- por la evolución, pero difícilmente desechables a voluntad del gobernante o de la fracción social que en un momento dado se haga con el poder político.
No se puede ni se debe forzar la evolución gradual y paulatina. La tradición ha de vencerse adaptándose a ella y tolerándola hasta cierto punto.
Si es así incluso para los regímenes que aspiraban a ser revolucionarios, eso nos hace relativizar la importancia de establecer tales regímenes. En ciertas coyunturas históricas, puede ser necesario o, al menos, conveniente (con tal que sea posible); pero en general favorecer el progreso hacia la igualdad social no pasa por el establecimiento de un determinado poder político.
Se vence en la lucha por la igualdad social obligando al adversario en el poder a ir introduciendo, poco a poco, las reformas que van en esa dirección. Hasta los más hostiles al ideal de igualdad social de hecho van tomando medidas en tal sentido, aunque luego intenten dar cruelmente marcha atrás (cual hacen ahora los círculos económicos neoliberales).
Prueba de ello es que en cualquier país capitalista los fondos que manejan las administraciones públicas se acercan a la mitad del porcentaje del PIB (producto interno bruto, o sea la riqueza producida en un año), superando a menudo esa barrera. Lo cual significa que sólo la mitad de la riqueza social es exclusivamente privada.
Desde luego es verdad que una parte de los fondos disponibles por las administraciones públicas no van dirigidos al bienestar social (gastos militares, remuneración de altos cargos, boato dinástico, propaganda e intoxicación, espionaje, acoso pseudo-securitario y muchas otras actividades inútiles o nocivas). Así y todo, la mayor parte va a obras y servicios de interés público (aunque no en proporción a su grado de interés social, ni muchísimo menos).
Si ya hoy se ha conseguido eso, podemos seguir avanzando. Donde el porcentaje del PIB públicamente administrado sea del 47, la lucha social puede elevarlo al 48 %. Donde sea el 48, al 49%. Donde sea el 62 %, podemos luchar para subirlo al 63%. Ninguno de tales cambios es revolucionario. Y el único tope es llegar al 100%.
Para incrementar el porcentaje del PIB públicamente administrado, no parece inviable, en principio, ir arrancando (a través de la lucha) reformas como las nueve siguientes:
Ninguna de esas metas parece quimérica. De hecho, varias de ellas han sido ensayadas en parte por los regímenes ideológicamente capitalistas en la segunda posguerra mundial (lo cual posibilitó la gran expansión económica de un cuarto de siglo).
A todas esas consideraciones generales, añádense hoy las circunstancias de la coyuntura histórica que vivimos, al haber vencido el capitalismo en la guerra fría (aunque, según lo acabamos de ver, pagando el precio de ya no ser, en rigor, capitalismo, sino un híbrido; y, además, habiendo escapado a la catástrofe sólo gracias a ir adoptando --forzado y un poco a la chita callando-- muchos ingredientes de colectivismo no declarado). El campo de los estados no-capitalistas de Europa oriental fue vencido, a la postre, por la aplastante superioridad de la coalición atlántica, que supo instrumentalizar --con éxito e inteligencia-- los motivos del descontento interno.
En esta etapa histórica de comienzos del siglo XXI no son posibles ni la vía insurreccional ni la transición parlamentaria (que nunca fue sino una ilusión, imposibilitada por los mecanismos ocultos que desvirtúan el juego electoral, convirtiéndolo generalmente en una farsa manipulada). En el mundo de hoy, ni las fuerzas genuinamente antisistema tienen posibilidad alguna de acceder al poder por vía electoral ni puede producirse en parte alguna (salvo excepción) un levantamiento popular con fundadas esperanzas de triunfo. (Lo cual, además, suscita otro problema: el de la injusticia de una rebelión condenada al fracaso y el peligro de que degenere en lucha fratricida.)
Existen tales excepciones, sin embargo (p.ej hoy la insurrección popular antimonárquica en el reino de Nepal y la resistencia patriótica del pueblo mesopotámico contra la ocupación estadounidense). Han de ser apoyadas esas revoluciones localizadas en tal o cual zona de la superficie terráquea, cuando son posibles y necesarias; forman parte del proceso evolutivo, aunque más como excepciones que como regla.
Y es que (como lo supieron ver los clásicos de la filosofía jurídica española del siglo de oro) un levantamiento se justifica sólo en circunstancias de lucha popular contra una tiranía insufrible, y eso con tal que se cuente con varias condiciones necesarias, como son: una dirección respetada y prestigiosa (o una posibilidad razonable de constituirla); un amplio consenso de masas a favor de la rebelión; un horizonte de victoria en un tiempo razonable (para que no se eternice el combate, con las derivas que ello acaba provocando); una prueba patente de la necesidad de la insurgencia, que sea clara a los ojos de vastos sectores de la opinión; una conducción inteligente de las operaciones insurreccionales, acompañada del ofrecimiento de vías de adhesión a los sectores dubitativos y de la erosión y el aislamiento del poder tiránico.
Lo esencial es que tomar el poder no es el medio generalmente adecuado para marchar hacia una sociedad sin propiedad privada, hacia una sociedad que distribuya la riqueza social según las necesidades de cada uno y exija a cada quien contribuir al bien común según sus capacidades.
§16.-- Mundialismo
Un estado es una soberanía territorial, o sea la organización política de la población de un territorio que ejerce el máximo poder compatible con la convivencia internacional.
¿Cómo surge esa soberanía estatal? Para unos, el Estado no es sino el territorio, con su población como titular colectivo del mismo. Para otros autores el territorio es el patrimonio territorial del Estado, el cual es, ante todo, una organización de hombres con poder sobre hombres, y sólo indirectamente sobre la tierra que éstos habitan.
Frente a esas teorías, para otras (en la línea del internacionalista francés Georges Scelle) el territorio es el ámbito de la competencia o jurisdicción estatal, viniéndole conferida esa competencia por la comunidad internacional. Esa controversia está relacionada con la que opone a quienes otorgan al reconocimiento jurídico-internacional un carácter constitutivo de la legitimidad o soberanía estatal y a quienes no dan a ese reconocimiento otro valor que uno confirmatorio o hasta puramente cognoscitivo.
Opto por la tesis de Georges Scelle. Originariamente la soberanía --el poder político de unos hombres sobre otros y sobre el territorio donde habitan-- corresponde a la humanidad en su conjunto, siendo el planeta Tierra el territorio de tal soberanía universal. Ésa es la comunidad originaria, la cual delega luego ese poder a los pueblos que se reparten entre los diversos territorios; una delegación condicional y limitada, porque permanece por encima el interés superior del género humano.
Así, un pueblo no tiene derecho a erigirse en Estado independiente por su voluntad colectiva ni por el simple hecho de constituir una población establemente afincada en un territorio. Para que la apropiación de un territorio sea lícita es menester que éste carezca de dueño. Mas si la humanidad es dueña del planeta, sólo la humanidad puede conferir legitimidad a la apropiación territorial colectiva.
En la medida en que (mal que bien) la humanidad esté representada de algún modo por un orden jurídico-internacional (un concierto interestatal articulado diplomáticamente), no se llegará a la plena soberanía estatal mientras no se haya ganado el consentimiento jurídico-internacional para el nuevo Estado.
La soberanía no surge, pues, de la mera autodeterminación colectiva de una población. Una autodeterminación sólo es legítima cuando es la decisión lícita de una sociedad a la que la opinión pública ilustrada otorga fundadamente la denominación de `un pueblo' en el pleno sentido de la palabra: una población cuya identidad separada y netamente diferenciada de cualquier otra estriba en datos incuestionables de la geografía, la lengua, la cultura, la historia y la vida general de las poblaciones, y cuya inclusión en aquel otro conjunto más amplio del que desea desgajarse fue el resultado de la conquista o del arbitrio e implicaba una relación de sumisión, sojuzgamiento o desigualdad. Además, para ser lícita la autodeterminación ha de hacerse:
En decenios recientes los pueblos sometidos al yugo colonial, alzados contra los colonizadores, defendieron, con sobrada razón, su derecho de autodeterminación y de soberanía sobre su territorio y sus recursos naturales. Desde ese momento, propugnaron un soberanismo radical, que vería en el propio acto colectivo de emancipación, en la mera voluntad popular, el único fundamento de esa soberanía, a fin de que ésta escapara a cualquier tutela o mediatización de una comunidad internacional manipulada por las potencias coloniales y sus socios.
Comprendiendo y respetando esas motivaciones, hay que decir que, más allá de esa circunstancia históricamente circunscrita, el soberanismo pasa a ser un absurdo, cuya aplicación llevaría a otorgar a la población de Niza, a la de Marbella o a la de una colonia de chalets de lujo el derecho de autodeterminación soberana, cuando están ausentes todas las condiciones de legitimidad y licitud que he enumerado
Por otro lado, el establecimiento de estados múltiples e independientes entre sí ha de verse como un mal transitorio, porque la meta a la que hay que tender es la República Planetaria.
La soberanía estatal no la establece la población de un territorio por su simple decisión colectiva, sino sólo por el consentimiento de la sociedad internacional de los Estados. Eso no significa, sin embargo, que, cuando aún no haya recabado tal consentimiento, esa población --habiendo ya instaurado de hecho su independencia por una vía insurreccional-- haya de carecer completamente de soberanía política.
Lo que sucede es que ésta (como casi todo) se da por grados; y el grado pleno sólo se logra con el citado consenso internacional; antes de alcanzarlo, ese pueblo está en vías de establecer un nuevo estado, con un grado inferior e incipiente de soberanía, variable según la medida en que concurran circunstancias que justifiquen esa insurrección: causa justa, motivación suficiente, agotamiento de caminos de diálogo, genuino respaldo popular y razonables expectativas de ulterior reconocimiento internacional. A salvo de lo cual, hay que insistir en que ese reconocimiento es de veras constitutivo de la soberanía, y no una mera ceremonia de solemnidad; mas el reconocimiento constitutivo no tiene forzosamente que ser previo a la independencia de hecho (como p.ej. Haití, 1804).
Esa aclaración nos hace ver que hay a menudo una colisión entre la soberanía nacional y las demandas o exigencias de la comunidad mundial. Éstas han de prevalecer cuando reflejan el bien de la humanidad, mas es menester, para que así sea, que tales demandas o exigencias cumplan varios requisitos:
Para cerrar ya este apartado, hay que señalar que, si los estados dispersos y múltiples son legítimos (mediando el consentimiento universal) en tanto en cuanto no sea factible una forma de unión política del género humano más cohesionada que la de la sociedad interestatal, dejarán de serlo cuando sea posible la República planetaria, única organización política de veras plenamente justa, porque:
Para concluir este apartado, he de insistir en el derecho individual de migración. He señalado más arriba que, entre los derechos que ha de respetar un pueblo que desea ejercer su autodeterminación sobre un territorio, está el de los demás humanos a ir y venir, y concretamente a optar por vivir en ese mismo territorio (tesis que ya defendió el filósofo español del siglo XVI P. Francisco de Vitoria). Y es que, al constituirse en Estado independiente, un pueblo está compartiendo una herencia cultural, no genética; por ello, su identidad no viene amenazada por la incorporación de inmigrantes, la cual, al revés, la revitaliza y refuerza, ampliando e intensificando esa convivencia y aportando nuevos elementos al patrimonio humano y cultural común; pero, para que tal incorporación sea una genuina integración, ha de evitarse no sólo cualquier tipo de discriminación, sino también un multiculturalismo, o sea: una yuxtaposición de culturas en mera coexistencia (que no es convivencia, la cual se da entre los individuos, que son los que viven).
Esa llegada de otros hombres (y mujeres) de fuera es, pues, una riqueza para uno mismo. La inmigración es una contribución al propio bienestar. Cuantos más, mejor. Cuanto más juntos y menos aislados estemos, mejor. Cuanta más masa, mejor.
§17.-- Comunismo
Sígase o no, lógicamente, de las tesis ya sustentadas en este ensayo la máxima de que todos los bienes han de ser comunes, deseo defender esa máxima (al menos como propuesta a largo plazo).
Cualquier propiedad privada es injusta. La propiedad es el dominio, el poder del dueño de usar, disfrutar y deshacerse de un bien (dentro de ciertos límites, incluidos sus propios compromisos).
En el comunismo el único propietario es la comunidad de todos. Nadie es dueño exclusivo de nada, pero cada uno es co-dueño de todo. Ese co-dominio colectivo significa que el único titular de la propiedad es la sociedad en su conjunto, mas, como miembro de la misma, cada uno tiene ciertos derechos consustanciales e innatos a participar en el uso y disfrute de los bienes, según pautas reguladas para respetar los derechos de los demás.
La propiedad no es la posesión. El comunismo no significa la posesión común de todo. Una casa que es propiedad común de los cuatro Hermanos Pérez puede tener un uso adjudicado a uno o a otro de ellos, o uno rotativo, o repartido --aunque eso será revisable por la comunidad fraterna con tal que se respeten los intereses de todos. Así la propiedad en mancomún de la casa no implica posesión mancomunada, sino que ésta puede estar distribuida.
Sé que la frontera es relativa. Ningún régimen de propiedad privada puede reconocerla absoluta, y desde luego hoy no lo es. Ningún régimen de propiedad común puede prescindir de ciertas posesiones repartidas de ciertos bienes (una morada, ajuar, objetos de uso personal --lo que en la jerga marxista se llamaba `medios de consumo', aunque no todos--). Y hay un deslizamiento de lo uno a lo otro, porque la demarcación jurídica de esos dos conceptos es un poco borrosa.
Sin embargo, igual que, en caso de desavenencia, pueden caducar las concretas adjudicaciones posesorias del bien comunal de los Hermanos Pérez --revirtiendo éste a la comunidad fraterna para nuevas asignaciones más equitativas--, similarmente, para salvaguardar la equidad y el provecho de todos, está sujeto a plazos y condiciones el reparto posesorio de bienes de uso particular en una sociedad comunista.
§18.-- Antiimperialismo
Cuando se aborda una tarea, es una buena regla metodológica la de descomponerla en partes --como sugería Descartes--, para irla ejecutando paso a paso. Ello es acorde también con el gradualismo aquí defendido.
La evolución de la sociedad hacia las metas aquí delineadas será efecto de la lenta erosión de las instituciones al servicio de los clanes privilegiados, a medida que se vaya ganando la batalla de la opinión pública (pese al monopolio de los medios de comunicación en manos de los grupos financieros).
Trabajar para que eso se vaya produciendo constituye una tarea tan vasta y dispersa que escapa a cualquier organización y planificación. No escapa, empero, a la previsión. Hemos de ver en qué partes sería razonable descomponer esa inmensa tarea.
Siguiendo la mencionada regla de Descartes, sería bueno --al abogar por esos cambios-- ir contrarrestando, uno por uno, los obstáculos al mismo. Dedicar primero la crítica a un obstáculo, luego a otro y así sucesivamente. ¿Por cuál empezar?
Suponiendo que los podamos ordenar en una serie, lo haremos según un criterio. Uno de los criterios sería el grado de obstaculización; encabezaría la serie el obstáculo mayor o principal; seguirían otros.
No sé si hay argumentos concluyentes a favor de ese método, pero me parece inteligente y apropiado. Determinando primero el obstáculo principal, centremos la crítica en él; cuando esa crítica haya debilitado bastante a dicho obstáculo, cabrá debatir cuándo convendrá pasar, paulatinamente, a otros obstáculos.
El principal obstáculo para el avance de la humanidad es hoy el imperialismo estadounidense. Si aplicamos la metodología que he propuesto, es, pues, tarea prioritaria la lucha contra su supremacía.
Cuando digo que el imperialismo yanqui es hoy el principal obstáculo al progreso, me refiero a que USA reprime los afanes de mejora de la humanidad de modo contundente:
¿Por qué todo eso? Creo que puede explicarse por tres causas.
La primera causa es que USA es un Estado artificial, fruto del capricho, de la fortuna y del arbitrio de unos aventureros. No es --como las naciones de veras-- el precipitado histórico-político de milenios de evolución de una población asentada en un territorio dotado de alguna delimitación aproximadamente natural.
La entidad llamada `Estados Unidos de América' ha surgido por una conjunción de varias decisiones arbitrarias consecutivas: primero la de los reyes de la dinastía Estuardo de implantar, a mediados del siglo XVII, unas colonias inglesas en Norteamérica; tres generaciones después, la del general Jorge Washington y otros ricos colonos --ávidos de gloria y dinero-- de sublevarse contra su Patria, Inglaterra; más tarde las de un puñado de presidentes, ambiciosos sin escrúpulos, que, con guerras de rapiña y amenazas bélicas, van a decuplicar el territorio de la Unión (exterminando, de paso, a millones de aborígenes).
En total (bajo unas condiciones de transfondo, sin duda) han sido las decisiones de entre 10 y 20 individuos las que han provocado (¡y a qué precio!) esa entidad que no tiene una lengua nacional propia, ni vínculo alguno con una población autóctona, y que ni siquiera ha ido brotando por arraigo multisecular (como las naciones hispanoamericanas).
Esa artificialidad hace de tal entidad política el fruto caprichoso de la simple ambición y del cálculo dominador (sazonado por el mesianismo de creerse los elegidos que la Divina Providencia ha conducido a la Tierra de Promisión --una nueva Arca de Noé--, mientras las plagas arrecian sobre la humanidad descarriada y pervertida que se quedó fuera).
No niego que hay otros Estados artificiales; mas la afortunada audacia de la aventura norteamericana es de tal desmesura que produce vértigo, haciendo perder el sentido de la medida, el respeto a otros pueblos y a la historia en su lento y largo discurrir milenario.
La segunda causa es que Norteamérica es el único lugar del planeta donde (salvo entre pequeñas minorías disidentes, que las hay) tiene plena vigencia la ideología del libertarianismo: el Estado es un mal; la intervención pública, deplorable; la economía ha de estar desregulada; toda la riqueza ha de ser privada, sin necesidad de que existan servicios públicos (o, cuantos menos, ¡mejor!); la libre empresa ha de ser omnímoda e irrestricta; cada uno ha de cuidarse sólo de su propio beneficio; no ha de imperar ningún principio de solidaridad humana, ninguna protección al débil frente al fuerte (salvo, a lo sumo, una mínima ayuda para tener una oportunidad en la vida); y ¡que cada uno se las apañe y sepa tener fuerza y astucia para defenderse a sí mismo! (Sé que esa ideología no se aplica, porque entonces la sociedad sería imposible.)
Ideas así tienden a profesarlas los círculos económicos y empresariales por doquier; sólo en los EE.UU han calado en una amplia masa de la población y se han granjeado la casi unánime aquiescencia de la clase político-mediática. ¿A qué se debe eso? Seguramente es el resultado de la prematura adopción de un sistema político hoy anticuado y del aislamiento en que la potencia USA se ha parapetado respecto a la evolución moral y social del resto del género humano.
Y la tercera causa es que la fortuna ha colocado en manos de los dirigentes de Washington unos recursos tan descomunales que su hegemonía planetaria no tiene paralelo alguno con ningún imperio del pasado. Los más fuertes imperios tuvieron que afrontar a enemigos militarmente poderosos a los que nunca pudieron vencer; sus imperios se circunscribían a unas zonas de la superficie terráquea. (Roma no pudo jamás conquistar la Germania --salvo pequeñas comarcas--, ni aplastar a los persas, sus adversarios seculares; en su apogeo la monarquía hispana nunca tuvo posibilidad real alguna de derrotar militarmente a sus contricantes: Turquía, Inglaterra, Francia, Holanda y Suecia.)
Habiendo ganado la guerra fría, los EE.UU no tienen como rival a ningún Estado; casi todos los gobiernos son sus vasallos y tributarios; los pocos que no lo son agachan la cabeza, porque el poderío militar estadounidense permitiría ganar fácilmente una guerra contra el resto de la humanidad coaligado (máxime que volverían a hacer estallar las armas nucleares, en ese supuesto y en muchos otros).
De ahí que, en lo tocante al imperio USA, haya que discernir --como en cualquier otra cosa-- lo viejo de lo nuevo. Vieja es la supremacía imperial; viejas son las ansias de dominación; viejo es el afán imperialista de aprovecharse del débil, sojuzgarlo y hacerle daño. En eso el imperialismo yanqui se comporta como lo hicieron tantos conquistadores, con la crueldad de cualquier matón al que la buena suerte ha llevado a un gran poder; y es que la potencia no sólo se presta a las tentaciones de las fuerzas malignas, sino que suele llevar a sucumbir ante ellas.
Lo nuevo es que el despótico tirano mundial es un colectivo sin ninguna raíz histórica en tierra alguna, cuya ideología es una mezcla de fundamentalismo evangélico e individualismo radical, exaltado por la fortuna a un dominio aplastante sobre el resto del género humano; un poder sin competidor, ejercido despiadadamente con la fría determinación de aquel a quien resulta indiferente qué opinen los demás, cual un condottiere, como César Borja (modelo del príncipe maquiavélico), que labra un principado con su espada y el beneplácito de Marte o de la Fortuna.
Criticar a ese adversario es una labor erizada de espinas, pues expone al crítico a implacables venganzas (unas subrepticias y otras no). Tal vez eso aconsejaría abordar, en su lugar, otras tareas más llevaderas. Sin embargo, mientras no se empiece a resquebrajar la sumisión al Salteador del planeta, no se darán pasos adelante en el sentido de una mayor justicia y de un mayor respeto a los derechos humanos.
Para cerrar ya este apartado hay que hacer dos puntualizaciones. La primera consiste en delimitar el ámbito de ese principal obstáculo al progreso que es el campo del imperialismo estadounidense y sus adláteres. Ese ámbito abarca, en diferentes grados, a las fuerzas que secunden al imperialismo yanqui, en tanto en cuanto lo hagan. Unos estados están más insertos en tal ámbito; otros, menos; otros, nada. Y, al igual que pasa con los estados, sucede con las organizaciones no estatales y los individuos. La crítica al campo USA contendrá también, por consiguiente, críticas graduadas a los auxiliares de la potencia imperialista, proporcionales a su conducta como secuaces del poder hegemónico.
La segunda puntualización se refiere a qué actitud es razonable adoptar frente a quienes --sin decantarse por el progreso de la humanidad ni abrazar la causa de la justicia-- no pertenecen tampoco al campo capitaneado por USA. Lo sensato es --si nos tomamos en serio la regla de Descartes-- dejarlos, hoy por hoy, más o menos de lado, aunque dando la bienvenida a todo lo que objetivamente coadyuve al empeño de socavar la potencia USA, sin tener, no obstante, que suscribir ni sus motivaciones, ni sus fines, ni sus métodos. Eso sí, hay agravios justificados y que merecen apoyo aunque emanen de personas, tendencias o corrientes no adictas al progreso social; agravios por la matonería y el militarismo de los EE.UU, por sus coacciones, por el caudal de dólares con el cual establecen en el planeta una corrupción generalizada, por su despiadado recurso a las armas del bloqueo y el embargo para hambrear a los pueblos díscolos. Víctimas de esa prepotencia son también estados y organizaciones que distan de compartir los anhelos de igualdad social de un republicanismo universal; sus quejas no pueden merecer nuestra irrestricta simpatía; mas ha de reconocerse aquello en que lleven razón frente al más poderoso agresor.
Tales son mis opiniones que, con gusto, someto a otras mejor fundadas.
NOTA
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